miércoles, 30 de noviembre de 2011

Voces que merecen ser escuchadas


Ratzinger, joven profesor

El hombre es libre. ¿Quién va a negarlo? Sin embargo, no deja de sorprender la cantidad de cosas -y de las importantes- que no elegimos. Pueden con nosotros y nuestras mejores intenciones. En fin.

Una de las cosas que uno puede elegir, por cierto, es las voces que quiere escuchar. En medio de tanta charlatanería, de tanto ruido y de tantos discursos amplificados, uno puede elegir a quien escuchar en serio.

A este tipo lo leo y lo releo. Me tomo el tiempo para subrayar lo que dice. Porque me deja pensando, aún cuando su razonamiento, de buenas a primeras, no termino de seguirlo del todo. Pero se intuye la verdad que esconden sus palabras.

Es bueno tener un buen maestro a quien escuchar.

Se me hizo larga la introducción. Voy al grano: yo escucho a Joseph Ratzinger, Benedicto XVI. Es un maestro.

Los que han seguido el blog, u otras publicaciones mías, saben que sus palabras grandes inspiran las más pequeñas mías.

Cuando empecé a estudiar teología leí un libro que, precisamente, se llamaba así: “Como se hace la teología”. Sus autores: Zoltan Alszeghy y Maurice Flick, dos jesuitas de la Gregoriana. De todos sus capítulos (muy buenos y aprovechables), lo que retuve fue este consejo: háganse amigos de algún maestro de la teología, antiguo o nuevo, porque les va a enseñar a pensar teológicamente y, alguna vez, van a poder ofrecer algún pensamiento original como ellos.

A lo último ya no aspiro (aunque alguna vez lo hice). Pero la primera parte sigue siendo un buen consejo que, pasados los años y habiendo dejado atrás la enseñanza (aunque no el estudio) de la “sacra doctrina”, me sigue acompañando.

De los buenos maestros, cuyas voces vale la pena escuchar en este mundo loco, hoy destaco al sabio y bueno de Benedicto.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Servidores de la Fe


Los obispos católicos de Argentina estamos concluyendo nuestra 102ª Asamblea Plenaria. Ha estado marcada por la elección de las nuevas autoridades de la Conferencia Episcopal.

La lectura de los medios de comunicación ha destacado, como es lógico, este aspecto, digamos así, político. En este contexto ha sido inevitable también una referencia a la relación de los obispos con el gobierno nacional.

Sin embargo, yo quisiera destacar otro aspecto, a mi modo de ver, de más largo alcance y que, por diversas razones, no ha trascendido demasiado.

Lo digo en pocas palabras: la convocatoria del Santo Padre Benedicto XVI a celebrar un “Año de la Fe” ha sido acogida muy positivamente por los obispos. En el contexto actual de Argentina, esta llamada del Papa nos ha ayudado a visualizar con mayor nitidez lo “único necesario” de la misión que tenemos como Iglesia y como pastores: el anuncio del Evangelio y el servicio a la fe.

Para darse una idea de por dónde va la cosa, cito, a continuación, el párrafo de la Carta Apostólica Porta Fidei más citado por los obispos en sus intervenciones. Se trata del nº 2 de la Carta:

Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de Pedro, he recordado la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo. En la homilía de la santa Misa de inicio del Pontificado decía: «La Iglesia en su conjunto, y en ella sus pastores, como Cristo han de ponerse en camino para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud». Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas.

La fe no es, hoy por hoy, un presupuesto obvio con el que podemos contar sin más. Hoy vivimos, dentro de la Iglesia, una “profunda crisis de fe” que requiere de nosotros, los pastores, un más decidido servicio a la fe.

Estamos en la fecunda línea de Aparecida que ha propiciado una renovación eclesial centrada en el encuentro con Jesucristo y en el impulso misionero que brota de esta gracia.

martes, 1 de noviembre de 2011

Todos los santos


Conocí a Lucía (que viene de “luz”) hace un par de años. Por entonces debe haber estado rondando los 80. Hoy mide su tiempo con el calendario de la eternidad. Su vida no fue sencilla. Y es poco decirlo así: fue bastante pesada.

La conocí con una sonrisa en los labios y una gentileza que hacía más luminosa la humildad de su vivienda y la sencillez de su vida. No sé de cuánto tiempo era viuda. Lo cierto es que su vida eran sus hijos no videntes y sin poder comunicarse oralmente. Ella era su luz.

¿Cómo hizo? No lo sé, pero cada uno de ellos logró una relativa autonomía para vivir, trabajar y moverse. En realidad, el amor todo lo puede. El amor hecho cariño, perseverancia y paciencia.

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Luis está en cama desde hace ya varios años. Tampoco él puede ver con los ojos de su cuerpo. Sus ojos son los de Alicia, su esposa y compañera. Sus ojos, sus labios, sus piernas y su alma.

“Hay días en que me canso, Padre”, me dice con sincero dolor. “Aquí estoy. Este es mi lugar”, añade desarmando cualquier palabra que intento decir.

Se toman de la mano, rezamos el Padre nuestro y, así juntitos, reciben la sagrada Comunión, que para eso he ido. Soy cura: llevo la Eucaristía para esos esposos, para los que Dios inspiró el Cantar de los Cantares. Solo para ellos.

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Marita tendrá…¿15 o 20 años? No lo sé o no retuve el dato. Creo que no lo pregunté. Es solo un dato superfluo.

Es invierno y lleva una campera que le queda un poco grande. Su cabeza está cubierta por una gorra que le llega hasta las orejas. No importa que estemos en el templo y no se sufra tanto el frío.

Cuando estamos a punto de empezar la Misa, el buen párroco me dice: “A Marita le gusta subir a altar. A lo mejor (¡a lo mejor!) empieza a dar algunas vueltas”. Y, con ojos un poco pícaros, añade: “Espero que no te moleste”.

Comienza el canto, y allá vamos: diácono, párroco, obispo y, al final de la procesión, Marita. Es el puesto de honor.

Dicho y hecho. Se sienta unos segundos. Se para. Va de un lado a otro. Camina. A veces apresura el paso. Así, mientras comienza la Misa, cuando se leen las lecturas, y también cuando el obispo predica.

Me siento, y ella se sienta a mi lado. Me paro, y ella se pone de pie. Vuelta a empezar. Cuando llega el momento de poner sobre el altar el pan y el vino, allí está Marita dando vueltas. Del ofertorio pasamos a la consagración: el momento del Sacrificio de Cristo, el inocente Cordero que quita el pecado del mundo y trae la paz a nuestras vidas atormentadas.

Cuando tengo los brazos abiertos, siguiendo las prescripciones del rito, Marita se acerca y, con una mezcla de pudor y de travesura, me da un beso en el codo.

La liturgia dice que, mientras el sacerdote ofrece el Sacrificio, los ángeles se unen al canto de la Iglesia militante. Es más, el Canon romano habla del Ángel de Dios que lleva la ofrenda ante la divina Majestad.
Yo pienso: “Normalmente, a los ángeles no se los ve. Son espíritus puros. Invisibles. En esta Misa, sin embargo, he visto a un ángel dando vueltas alrededor del altar”.

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Como se dice en las películas: he cambiado nombres y algunas circunstancias. Los hechos, empero, son rigurosamente ciertos. Y podría añadir otros.

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Así reza la Iglesia el 1° de noviembre, Solemnidad de Todos los Santos: “Dios todopoderoso y eterno, que nos concedes celebrar en una sola fiesta los méritos de todos tus Santos; te rogamos que, por las súplicas de tantos intercesores, derrames sobre nosotros la ansiada plenitud de tu misericordia. Por nuestro Señor Jesucristo…”

“Los méritos de todos los santos…”

Esta semana me tocó explicar, en el Seminario, la noción católica de mérito. Una preciosa manifestación de lo que logra la gracia de Dios en el corazón humano. El Dios tres veces Santo, santifica y renueva interiormente al hombre, potenciando su libertad para que edifique su vida hasta tocar el cielo.

Cuando Dios mira al mundo: ¿qué ve? Ve a los santos: hombres y mujeres que reproducen en sus vidas, ocultas para la vanidad del mundo, los rasgos fundamentales de Jesús, el Hijo, el Santo. Reproducen su amor y compasión, su pureza e inocencia, su mansedumbre.

Dios mira al mundo y ve lo que nosotros, normalmente, no logramos ver: la luz en medio de las tinieblas, el perdón que vence al odio, la misericordia que triunfa sobre el juicio. Ve la pasión de Lucía, la fidelidad apasionada de Marita y Luis, la inocencia angelical de Marita. Ve la santidad que Él mismo desparrama a manos llenas, como aquel sembrador de la parábola. Ve al hombre como persona. Ve lo que es, no lo que tiene. Por eso, solo Dios salva.

¡Dios nos dé ojos y mirada limpios para ver el mundo como Él lo hace!