miércoles, 11 de enero de 2012

Hombres de corazón inquieto

El pasado 6 de enero -Epifanía del Señor- el Santo Padre ordenó dos obispos. Es un gesto tradicional.

La homilía pronunciada es preciosa. Inspirándose en los textos bíblicos, y en la famosa expresión agustiniana "cor inquietum", traza una semblanza muy profunda de la fisonomía espiritual del obispo. Comprenderán que, para mí, tiene resonancias especial.

Mi pobre experiencia personal me va haciendo comprender que lo verdaderamente decisivo de un obispo católico, mucho más en los tiempos que corren, es la fisonomía mística del obispo. No sé como decirlo mejor.

Más que un organizador eficaz, un experto en "management", un administrativo, el obispo pastorea en nombre de Cristo desde su configuración mística con el "Pastor y Obispo de nuestras almas". ¿No es esta la imagen tradicional y, también, la más actual del obispo? De todos modos, recemos por quienes tienen esta exigente misión.

Aquí, el texto del Santo Padre:

Queridos amigos, en todo esto podemos ver algunas características esenciales del ministerio episcopal. El Obispo debe de ser también un hombre de corazón inquieto, que no se conforma con las cosas habituales de este mundo sino que sigue la inquietud del corazón que lo empuja a acercarse interiormente a Dios, a buscar su rostro, a conocerlo mejor para poder amarlo cada vez más. El Obispo debe de ser también un hombre de corazón vigilante que perciba el lenguaje callado de Dios y sepa discernir lo verdadero de lo aparente. El Obispo debe de estar lleno también de una valiente humildad, que no se interese por lo que la opinión dominante diga de él, sino que sigua como criterio la verdad de Dios, comprometiéndose por ella: «opportune – importune». Debe de ser capaz de ir por delante y señalar el camino. Ha de ir por delante siguiendo a aquel que nos ha precedido a todos, porque es el verdadero pastor, la verdadera estrella de la promesa: Jesucristo. Y debe de tener la humildad de postrarse ante ese Dios que haciéndose tan concreto y sencillo contradice la necedad de nuestro orgullo, que no quiere ver a Dios tan cerca y tan pequeño. Debe de vivir la adoración del Hijo de Dios hecho hombre, aquella adoración que siempre le muestra el camino.