sábado, 29 de septiembre de 2012

María, la Virgen de la Reconciliación


Querido hermano y hermana en Cristo:

La paz del Señor esté siempre con vos.

Un paso más en nuestras reflexiones sobre la figura de María. En la carta anterior habíamos contemplado a Nuestra Señora como discípula que escucha, cree y se entrega confiadamente a la Palabra.

Hoy quiero meditar sobre otro aspecto de su vida. Naciendo de María, el Hijo de Dios entra en la historia humana: se hace uno de nosotros. Es el Emanuel: Dios con nosotros. Así, Dios reconcilia al hombre consigo. Por eso, podemos llamar a María: la Virgen de la Reconciliación.

¿Qué significa la palabra “reconciliación”? El sentido original de la palabra quiere decir: reintegrarse a la vida comunitaria, después de alguna ruptura o separación. De ahí viene también: que vuelvan a la amistad los que estaban peleados o distanciados.

Para los cristianos, esta palabra tiene un sentido religioso más profundo. Lo explica San Pablo con unas palabras muy hermosas:

Cristo murió por todos, a fin de que los que viven no vivan más para sí mismos, sino para aquel que murió y resucitó por ellos… El que vive en Cristo es una nueva criatura: lo antiguo ha desaparecido, un ser nuevo se ha hecho presente. Y todo esto procede de Dios, que nos reconcilió con él por intermedio de Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque es Dios el que estaba en Cristo, reconciliando al mundo consigo, no teniendo en cuenta los pecados de los hombres, y confiándonos la palabra de la reconciliación. Nosotros somos, entonces, embajadores de Cristo, y es Dios el que exhorta a los hombres por intermedio nuestro. Por eso, les suplicamos en nombre de Cristo: Déjense reconciliar con Dios. (2 Co 5,15.17-20)

En estas palabras de San Pablo se inspira la oración que reza el sacerdote cuando nos absuelve de nuestros pecados: “Dios Padre misericordioso, que reconcilió al mundo consigo…”.

En Cristo, los hombres encontramos el perdón de Dios para nuestros pecados. Dios nos reconcilia consigo, nos recibe nuevamente en la comunión con Él, nos reintegra a su familia. Esta obra de reconciliación ha comenzado en el vientre de una mujer: María.

En el vientre virginal de María ha tenido lugar la Encarnación: el Hijo de Dios ha asumido como propia nuestra condición humana. Siendo rico se hizo pobre; en su Persona ha unido al hombre con Dios.  

Este misterio de salvación se ha iniciado en María y ha alcanzado su plenitud en la Pascua: muriendo por nosotros, el Hijo de María ha quitado el pecado del mundo, resucitando nos ha dado la vida. En el fuego de su amor han sido quemados todos los pecados. 

La palabra “reconciliación” recoge y expresa esta inmensa obra de amor y de misericordia.

En María, por tanto, ha comenzado a gestarse el perdón y la reconciliación. Ella conoce como nadie este misterio de redención. Lo ha vivido como mujer, con la riqueza propia del genio femenino. A la mujer se le ha confiado la vida; tiene con ella, especialmente con la vida más débil y vulnerable, una particular relación hecha de amor, ternura y cuidado. Esa sintonía interior con la vida les da a las mujeres una fortaleza particular. La discordia está hecha de fuerza bruta. La reconciliación y el perdón de la fortaleza del corazón.

María, al pie de la cruz de su Hijo, es la imagen más lograda de este misterio de reconciliación. Al contemplarla así, la Iglesia la invoca como refugio de los pecadores, auxilio de los cristianos y madre de la reconciliación.

Por otra parte, la reconciliación con Dios es también una poderosa fuerza para renovar la convivencia humana, sobre todo cuando se experimentan desencuentros, fracturas y odios profundos. San Pablo dice que Cristo, con su cruz, ha derribado el muro de odio que separaba a judíos y paganos.

Los discípulos de Jesús estamos llamados a trabajar por acercar los corazones, superar los odios, sanar las heridas. La convivencia social necesita del humilde reconocimiento de los propios pecados, de la reparación que exige la justicia y de la fuerza regeneradora del perdón.  

Te propongo dos breves reflexiones:

1. Dejate reconciliar con Dios: María te muestra y ofrece constantemente a Cristo. Ella te invita a recibirlo con una fe muy viva. Si sentís el peso de tus pecados en tu conciencia, no te dejés ganar por la desesperanza. Volvé tu mirada a María que te está diciendo: ¡Dejate reconciliar con Dios! ¡Recibí a mi Hijo como tu Salvador y Redentor!

María te enseña a confiar en la misericordia de Dios, y a acercarte al Sacramento de la Reconciliación, para arrojar en el fuego del amor de Cristo todos tus pecados. El sacerdote es un instrumento de Cristo para que llegue a tu vida la palabra del perdón y de la reconciliación.

2. Servidores de la reconciliación: Es cierto, solo el sacerdote puede absolver los pecados. Pero todos hemos recibido el Espíritu Santo para vivir y comunicar la paz del Señor. La vocación de la Iglesia es ser, en medio del mundo, signo e instrumento de comunión, de paz y de reconciliación.

Te invito a que te preguntés: ¿cuál es mi aporte a la pacificación de los corazones, en estos tiempos de tanta violencia verbal y física? ¿Cómo puedo llevar la reconciliación al mundo que me rodea? ¿A quién tengo que perdonar? ¿A quién tengo que pedir perdón?

Vos también sos servidor de la reconciliación. Si la paz de Cristo gana tu corazón, podrás con seguridad ser testigo de reconciliación, allí donde Dios te ha puesto.

Con mi bendición,

+ Sergio O. Buenanueva
Obispo auxiliar de Mendoza 

jueves, 20 de septiembre de 2012

Abortos no punibles - Comunicado del Arzobispado de Mendoza


La Cámara de Diputados de Mendoza ha dado media sanción a un proyecto para que la provincia adhiera y adopte la “Guía técnica para la atención integral de los abortos no punibles” del Programa Nacional de Salud Sexual y Procreación Responsable del Ministerio de Salud de la Nación.

Se trata de un tema clave para el bien común: el derecho a la vida de todo ser humano. Es necesario que las fuerzas vivas de la sociedad ofrezcan su aporte a la tarea del legislador: sancionar leyes justas y razonables, fundadas en valores objetivos y universales.

Al respecto, y como pastores de la Iglesia católica en Mendoza, nos parece oportuno contribuir con algunas breves consideraciones de carácter ético.

  1. El aborto es la eliminación deliberada de un ser humano inocente en la fase inicial de su existencia. Es una grave injusticia. No puede ser considerado un derecho. Tampoco un acto médico.
  2. El doloroso caso de violación seguida de embarazo reclama del Estado la res-ponsabilidad específica de tutelar de manera integral la vida humana de las dos personas involucradas: la madre y el hijo.
  3. El aborto nunca es una solución. En estos casos, el Estado puede y debe ofrecer alternativas más respetuosas de la dignidad humana de la mujer y del niño por nacer, por ejemplo: favorecer efectivamente la maternidad y la adopción.
  4. Si los casos de abortos no punibles tienen ya objeciones ético-jurídicas de fondo, estos protocolos despiertan también agudos interrogantes: un delito contra la vida inocente pasa a convertirse en un derecho reglamentado por el Estado.
Esperamos que en el debate parlamentario prime un claro reconocimiento de la dignidad de la persona por nacer y sus derechos, en el marco de un genuino federalismo.

Mendoza, 20 de septiembre de 2012

+ José María Arancibia
Arzobispo de Mendoza

+ Sergio O. Buenanueva
Obispo auxiliar

lunes, 17 de septiembre de 2012

Padre Vladimiro Rossi - En la paz del Señor

Cuando queremos mucho a una persona, su muerte nos es particularmente dolorosa.
Queridos amigos: es bueno que no ocultemos ni lo uno ni lo otro. Nos acompañamos en el dolor porque compartimos nuestro amor por “el Vladi.

Que la Palabra de Dios que acabamos de escuchar nos ilumine y consuele. Es una Palabra llena de vida y del Espíritu de Jesús.

En el evangelio hemos escuchado a Jesús rezar al Padre ante la inminencia de su pascua. Reza por los suyos, aquellos que el mismo Padre le había confiado para que les manifestara su santo Nombre.

¿Qué pide para ellos?

Una sola cosa: “Quiero que los que tú me diste estén conmigo donde yo esté”.

Jesús mismo había declarado poco antes: “El que quiera servirme que me siga, y donde yo esté, estará también mi servidor. El que quiera servirme, será honrado por mi Padre” (Jn 11,26).

En la amistad con Jesús está todo lo que podemos pedir y desear. Esa es la vida verdadera que comienza, entre luchas y tentaciones, aquí en la tierra. Se consuma en el cielo, donde Jesús nos introducirá en la gloria del amor de Dios.

Pienso que “el Vladi” fue conquistado por esta oración de Jesús. En primer lugar, porque él mismo encontró en la amistad con el Señor el secreto de su vida.

Pero hay más. Jesús suele compartir con algunas personas sus sentimientos más profundos. Cada tanto nos regala hombres y mujeres que se unen de tal manera a Jesús, que se sus vidas son transparentes: traslucen en su mirada, en sus palabras y, sobre todo, en sus gestos, la persona misma de Jesús.

La oración de Jesús ha sido también la oración del Padre Vladimiro. Él ha orado así, sobre todo por sus queridos jóvenes.

Lo sigue haciendo ahora, unido más que nunca a Jesús, en la espera de la resurrección: “Padre, quiero que los que tú me diste estén conmigo donde yo esté… Les di a conocer tu Nombre, y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me amaste esté en ellos, y yo también esté en ellos” (Jn 17,24.26).

La noticia de su partida ha sido una de las más comentadas en los diarios de Mendoza. He leído con atención lo que mucha gente ha escrito sobre él, conmovida pero con la lucidez que da el amor.

La experiencia de contacto con “el Vladi”, las más de las veces en la propia adolescencia, ha sido el encuentro con un hombre que les ha mostrado el amor de Cristo.

¿Se puede decir algo más?

La vida mortal del Padre Vladimiro ha sido una fiesta.

Por donde él ha pasado, ha dejado esa sensación de que la vida merece ser vivida; que cada persona es un hijo/hija de Dios con una altísima dignidad; que Dios solo sabe amar y perdonar; que no hay tormenta que oculte definitivamente el sol en la vida de las personas. Y podríamos seguir.

El profeta nos dice que Dios prepara una fiesta para su pueblo. Que Él vencerá la muerte y enjugará cada una de nuestras lágrimas. Esa es su promesa y su palabra de verdad.

Se ha cumplido en Jesús, y nosotros lo hemos podido ver en la vida del querido Padre Vladimiro.

Lo estamos experimentando ahora mismo, en esta liturgia pascual con la que despedimos los restos mortales del Padre Vladimiro Rossi, entregándolos a la tierra.

Tenemos la esperanza de que Vladi esté ahora de fiesta con Jesús en el cielo. En medio de nuestro dolor, sentimos que es así. La alegría de esa fiesta nos alcanza también ahora, y Vladimiro sigue haciendo -por Cristo, con Él y en Él- lo que vimos que hacía en su vida mortal: sembrar esperanza, llenar el corazón de alegría y, por eso mismo, educar en el sentido más profundo que tiene esa palabra.

Querido Vladi:

Bajo la mirada tierna de Nuestra Señora de los Dolores (la que permanece al pie de la cruz), nosotros contemplamos tu frágil cuerpo, al que veneramos porque fue santificado por el Espíritu.

Damos gracias por tu persona, por tu sacerdocio, por el modo como viviste el carisma de San Leonardo Murialdo, por tu amor puro y sincero a tantos jóvenes, muchos de ellos hoy hombres y mujeres adultos, que siguen reconociéndote como padre y amigo, compañero de la vida.

No te olvidarán, y no dejarán caer en saco roto todo lo que les diste. Esperan un día rencontrarse con vos en el Oasis del cielo, donde Jesús calma la sed de los peregrinos.

Esta Iglesia diocesana te despide como a uno de sus mejores hijos.

Pide para vos la luz eterna en el cielo.

Suplica también tu misma fe, tu misma alegría y tu mismo fuego para proseguir, hasta que el Señor lo quiera, la misión de mostrar el rostro misericordioso de Dios a todos los hombres y mujeres de nuestra tierra.

Descansa en paz. Amén. 

sábado, 15 de septiembre de 2012

La Iglesia diocesana en la mirada del obispo

Meditación
en la Jornada de Pastoral
Sábado 15 de setiembre de 2012

¿Cómo vemos los obispos a la Iglesia diocesana de Mendoza?

La palabra “obispo” (episcopos): el que mira desde lo alto, como un centinela que pasa la noche en vela, atento y vigilante.

La misión del obispo: una mirada atenta sobre el Pueblo de Dios.

“Velen por ustedes, y por todo el rebaño sobre el cual el Espíritu Santo los ha constituido guardianes (centinelas, obispos) para apacentar a la Iglesia de Dios, que él adquirió al precio de su propia sangre” (Hch 20,28).

1. Una multitud inmensa, imposible de contar

Lo primero que aparece a los ojos del obispo: un extenso territorio y una inmensa red de personas, comunidades y espacios pastorales, carismas y ministerios.

Yo quisiera destacar, sobre todo, a las PERSONAS.

La vida del obispo está tejida de encuentros con laicos, consagrados, presbíteros, diáconos, ministros, catequistas, etc.

El obispo ve esta vitalidad del Espíritu y no puede dejar de dar gracias a Dios. Es verdad: Dios siembra siempre y a manos llenas.

Es cierto: esto intimida un poco al obispo que tiene que velar para que la diversidad no se transforme en disgregación.

Gracias a Dios, no lo hace solo. Están los presbíteros, los diáconos y tantos otros obreros de la evangelización.
En ocasiones, uno percibe una cierta inercia, como una pesadez, un cansancio espiritual. Cada uno en lo suyo.

En una cultura en la que prima la fragmentación, la defensa a ultranza del “yo” individual y de lo privado, el Evangelio nos orienta y anima en la cultura del encuentro, la participación, la integración, la búsqueda del diálogo.

¿Hemos logrado avanzar en una presencia y acción eclesial más orgánica y articulada?
Seríamos injustos si respondiéramos con un “no” seco y tajante.

Sin embargo, no podemos bajar la guardia. La comunión supone una convicción que requiere perseverancia y paciencia.

2. Mendoza: entre Babel y Pentecostés

También la sociedad mendocina es hoy más compleja, dinámica y en constante ebullición.

¿Dónde está Dios en la Mendoza de hoy? ¿Cómo reconocerlo? ¿A dónde hemos de ir a buscarlo? O, mejor: ¿dónde Él nos espera?

Estamos inmersos en una profunda crisis de civilización.

¿Qué es lo permanente en tanto cambio? ¿A qué aferrarnos? ¿Qué dejar?
¿Cómo debe ser la figura histórica de la Iglesia hoy? ¿Cómo vivir aquello de “estar en el mundo sin ser del mundo”? ¿Dialogar o confrontar?

Esto significa un desafío a la creatividad, a la paciencia, al espíritu apostólico.

Es comprensible que algunos nos sintamos, en ocasiones, cansados, desanimados o simplemente busquemos un lugarcito tranquilo, donde nadie nos moleste. ¡Escuchamos tantas voces!

Es comprensible, pero el Evangelio nos interpela y sacude.

En estos años nos hemos familiarizado con una palabra muy evangélica: discernimiento. Ver por dónde pasa Dios. Estar atentos a su Palabra. En medio de tanto ruido, esa Voz merece ser escuchada.

Juntos estamos aprendiendo a ser discípulos misioneros de Jesús en una Mendoza distinta, a veces realmente extraña, que en muchos aspectos parece renegar de la fe.

Sin embargo, sabemos que Dios ama esta tierra. ¡Él sigue obrando en las conciencias y en los corazones!

En Babel todos hablan a los gritos. Nadie se entiende. Nuestra Mendoza tiene mucho de esto.

Pero Dios inventó Pentecostés: aquella mañana, cada uno entendio el sermón de Pedro en su propio idioma.

Es la obra del Espíritu a la que nosotros intentamos sumarnos.

El obispo se pone, junto con sus hermanos, a la escucha de la Palabra de Dios, para obedecer, como María, y secundar al Espíritu.   

3. Mujer: ¡qué grande es tu fe!

Para el obispo, aquí comienzan a asomar cuestiones de fondo.

Ante todo, la fe.

La fe nace de la escucha compartida de la Palabra.

Tener una mirada atenta sobre el rebaño significa, para el obispo, afinar la vista para ver cómo anda la fe del Pueblo de Dios.

Fe quiere decir el “amén” de cada uno a Dios; pero también el “creemos” de toda la Iglesia: el “amén” de María, los santos y los mártires; los creyentes de todos los tiempos y lugares.

No se tiene fe en soledad, sino en una familia de creyentes.

¿Cómo hace el obispo para tomarle el pulso a semejante realidad?

Mirando bien las cosas, el hecho de que la fe sea, de alguna manera, inaferrable, es algo bueno.
El obispo no es dueño de la vida cristiana: obra de Dios en el corazón humano. Solo es su servidor.  
Jesús dice que el árbol se conoce por sus frutos. Eso sí se puede observar.

Los frutos de la fe en esta Iglesia diocesana son, gracias a Dios, muchos y variados.

Nos hemos tomado estos meses para intentar contemplarlos y, en la medida de lo posible, formularlos.
Por mi parte, le doy gracias a Dios porque me permite asomarme a la vitalidad de la fe, vivida por muchísimas personas.

Los encuentros del obispo con las comunidades cristianas siempre permiten tomar contacto con los frutos de la fe.

Pienso sobre todo en las Visitas pastorales. Para el obispo son un poco como Emaús: se retoma el camino con el corazón en ascuas.

Uno recuerda aquellas palabras elogiosas de Jesús dirigidas a la mujer cananea: “Mujer: ¡qué grande es tu fe!” (Mt 15,28).

La fe en Cristo es nuestro mayor tesoro.

No es, sin embargo, nuestra posesión. Ella nos posee a nosotros.

Tenemos que cultivar, cada día, el deseo de purificar nuestra fe, suplicando como aquel padre angustiado que lleva su hijo enfermo ante Jesús: “Creo, ayúdame porque tengo poca fe” (Mc 9,24).

Vivimos en un ambiente de fuerte incredulidad. Dios no cuenta para organizar la vida. No es extraño entonces que nos dejemos contagiar y llevar por ese espíritu del tiempo.

Una fe débil (es decir: una vida poco arraigada en Dios) también produce frutos: falta de mística, de impulso, de aliento; encierro, amargura. Perdemos el horizonte.

“Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?” (Lc 18,8).

En este sentido, nosotros mismos hemos identificado uno de los medios más eficaces para purificar nuestra fe: el trato asiduo con las Escrituras, especialmente la lectio divina de los Evangelios.

El obispo no puede dejar de dar gracias a Dios por estos frutos.

4. Misterio de comunión trinitaria en tensión misionera

Quisiera repasar ahora, mucho más brevemente, tres importantes aspectos de la vida de nuestra Iglesia diocesana.

Me ayuda una expresión del Beato Juan Pablo II que define a la Iglesia como “misterio de comunión trinitaria en tensión misionera” (Pdv 12).

Tres palabras claves: misterio, comunión y misión.

*   *   *

Empiezo por el final: la “tensión misionera”.

En estos pocos años de recorrer la diócesis como obispo auxiliar he podido comprobar algunas cosas:

Que tenemos muchos misioneros. Es decir: personas que viven espontáneamente la fe en Cristo como algo que no se puede ocultar. Contagian alegría, esperanza y amor a Cristo.

La fe no se imponte. Se contagia.

Lo segundo es que, ya en todas partes, se empieza a sentir el rumor de una conversión pastoral muy profunda.

¿Nos estamos volviendo una Iglesia más misionera?

Yo creo que hay un fuego tímido que lucha por hacerse fogata.

Al obispo le toca alentar ese fueguito.

Vivir en estado de misión, de comunicación y anuncio es un rasgo distintivo de la fe. Mucho más en los tiempos que corren.

Nos está pasando como al mismo Jesús: a medida que el camino se hace más arduo (incluso más hostil), más se afianza la convicción de que Mendoza necesita el anuncio del Reino.

En este proceso de conversión ha sido muy importante el camino eclesial que venimos transitando.
Nos ha obligado a dos cosas: reunirnos y escucharnos; y, así, mirar la realidad y dejarnos interpelar por lo que viven las personas.

Dos cosas que son una: ESCUCHAR al otro, no a mí mismo.

A mí, por ejemplo, me moviliza mucho celebrar la Confirmación. Me toca comunicar el Espíritu de Jesús a muchísimos jóvenes. ¿Qué será de sus vidas? ¿Han conocido de verdad a Jesús?

Lentamente nos vamos poniendo en situación de misión permanente: pasamos de la queja amarga al anuncio alegre de Jesús.

Tenemos que reconocer que se trata de una conversión pastoral muy honda y, por lo mismo, un proceso de largo alcance.

Requiere tiempo, energía espiritual y mucha paciencia.

En esa conversión andamos.

*   *   *

Con la “comunión” pasa algo parecido.

¿Qué es la comunión?

Aquí la defino así: comunión es encuentro humano de personas.

Así es el encuentro con Dios en la humanidad de Jesús. Así también el encuentro entre las personas.
Es más: Dios siempre está presente en todo gesto de encuentro, de diálogo, de reconciliación, de amistad.

Le damos gracias a Dios porque en estos años nos ha permitido vivir momentos muy intensos de comunión eclesial.

También en el dolor y la incertidumbre.

Hemos experimentado la dulzura del don divino de la comunión, que Jesús trajo al mundo desde la Trinidad.

Nosotros mismos nos hemos impuesto el entrenamiento de intercambiar puntos de vista, de encontrarnos en espacios de diálogo como este que hoy nos reúne.

La vida y la comunión de nuestra Iglesia circulan por algunos espacios privilegiados: los Consejos diocesanos y parroquiales, los Decanatos, los encuentros y jornadas.

Es verdad que siempre nos acechan algunos demonios seductores y muy peligrosos: el personalismo; restar nuestra presencia; la indiferencia, el gusto por la crítica amarga y despiadada, la falta de lealtad y franqueza; la habladuría que, a veces, se acerca peligrosamente a la calumnia o la difamación, etc.

No podemos dejar de tener, frente a todo esto, una actitud evangélica de vigilancia y penitencia, de corrección fraterna y de humildad para pedir perdón.

También aquí nos reconocemos en estado de permanente conversión y purificación.

Una conversión que nos involucra, de manera especial, a los pastores. Somos hombres de comunión y servidores de la comunión.

Un servicio que requiere mucha humildad, mucha mística, mucha abnegación y mucha libertad interior.

*   *   *

Voy terminando.

Y termino con la expresión “misterio”.

La Iglesia es “misterio” de comunión trinitaria.

En el lenguaje cristiano, la palabra “misterio” quiere decir algo oculto que se hace patente a los ojos.
Un secreto que, en el momento oportuno, se revela.

El gran secreto desvelado es el Emanuel: Dios con nosotros.

Ese es el misterio que habita en la Iglesia.

¿Hemos podido contemplar este misterio al preguntarnos por la siembra de Dios en nuestra Iglesia diocesana?

Es el misterio de la fe que se hace visible, de manera especial, en la celebración de la Eucaristía.

Nunca el obispo es más pastor de su pueblo que cuando preside la divina Liturgia y, en ella, predica el Evangelio.

Desde aquí el obispo observa con atención la vida del pueblo que se le confió.

A mí me gusta pensar en la energía espiritual que se libera en nuestra inmensa diócesis, cada domingo, por la celebración eucarística. No podemos medirlo a ciencia cierta.

Iglesia: misterio de comunión trinitaria.

Dios -Padre, Hijo y Espíritu Santo- en medio de nosotros.

Eso somos nosotros, aquí y ahora, reunidos en este lugar, donde oramos, reflexionamos y, por la palabra y la escucha, nos reconocemos parte de un todo: el cuerpo místico de Cristo.

“Así se manifiesta toda la Iglesia como «una muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»” (LG 4).

La Trinidad siga sembrando sus dones en esta bendita Iglesia diocesana.

De la mano de María, ojalá que nunca perdamos esta perspectiva.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

María, la más perfecta discípula de Jesús: escucha, cree y confía


Querido hermano y hermana en Cristo:

La paz del Señor esté siempre con vos.

El domingo 7 de octubre próximo celebraremos la Fiesta patronal diocesana en honor a Nuestra Señora del Rosario, patrona de Mendoza.

Como en años anteriores, ofrezco algunas reflexiones sencillas sobre el lugar de María en nuestra vida cristiana, con la finalidad de ayudarnos a preparar espiritualmente la Fiesta de la Virgen. Espero que sean de provecho.

En esta primera carta, quisiera centrar la atención en la figura de María como la discípula del Señor.

María nos enseña a convertirnos en discípulos de Jesús. Nos guía hacia el encuentro con Él en la fe. Y puede hacerlo, porque ella ha vivido como nadie la fe, la obediencia a Dios, la escucha atenta de la Palabra y la contemplación de los misterios de Cristo. Ha sido su más perfecta discípula.

Tanto en la gran escena de la Anunciación como en el resto de los pasajes evangélicos en los que aparece, María se destaca como mujer fuerte, inteligente y buscadora incansable de Dios. Vive aquella actitud de fondo que es permanecer en vigilante escucha de la Palabra. Escucha y confía. Realiza así el ideal más alto de la espiritualidad del pueblo de Israel: la obediencia a la Palabra de Dios.

El relato de la visita de María a Isabel nos pinta de cuerpo entero el alma religiosa de Nuestra Señora. Isabel la declara “feliz por haber creído” (Lc 1,45). María entona entonces el Magnificat. Comenta hermosamente el Documento de Aparecida en el nº 271:

“El Magnificat “está enteramente tejido por los hilos de la Sagrada Escritura, los hilos tomados de la Palabra de Dios. Así se revela que en Ella la Palabra de Dios se encuentra de verdad en su casa, de donde sale y entra con naturalidad. Ella habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se le hace su palabra, y su palabra nace de la Palabra de Dios. Además así se revela que sus pensamientos están en sintonía con los pensamientos de Dios, que su querer es un querer junto con Dios. Estando íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, Ella puede llegar a ser madre de la Palabra encarnada”

María ha sido tierra fértil, en la que Dios ha sembrado su Palabra. Ha dado así el fruto más precioso: el Verbo encarnado, acogido primero en la fe y después en su propio vientre de madre virgen.

En este año en que hemos tratado de contemplar la siembra de Dios en nuestra Iglesia diocesana, María aparece como la realización más lograda de lo que nuestra Iglesia aspira ser: campo fértil en el que semilla de la Palabra dé el fruto más abundante que es la fe.

A la luz de todo esto, les propongo tres pensamientos para reflexionar y meditar:

1. Vivimos tiempos complicados. En muchas ocasiones no sabemos bien qué camino tomar; nos preguntamos: ¿dónde está la verdad? ¿Qué es error, engaño o mentira? Muchas voces saturan los oídos.

Guiada por el Espíritu Santo, la Iglesia ha puesto nuevamente las Sagradas Escrituras en nuestras manos. Cada uno puede tener la experiencia personal de escuchar la voz de Cristo, en la medida en que logramos un trato asiduo, cotidiano, cordial y creyente con la Palabra. También nosotros estamos aprendiendo a escuchar y a confiar en Dios como lo hizo María. La escucha de la Palabra de Dios es prioritaria en la vida de un discípulo misionero de Cristo.

Es muy consolador ver a los jóvenes, por ejemplo, abrir con fe el libro de la Palabra, pedir el don del Espíritu que abre el corazón, y leer el texto bíblico buscando luz para la propia vida. Es la lectura orante de la Escritura, que la Iglesia recomienda con tanta fuerza. Allí donde se practica, está dando tantos frutos de vida cristiana. Allí está surgiendo la nueva evangelización. De este contacto asiduo con la Palabra depende, en gran medida, el futuro de nuestra fe. ¡Dejémonos sembrar por Dios!

Una pregunta para reflexionar: ¿Qué lugar ocupa la lectura orante de la Escritura en mi vida cotidiana?

2. Mi segunda reflexión es, en realidad, una propuesta: redescubrir el Rosario como un medio para repasar el Evangelio con el corazón y los ojos de María. Pienso con gratitud que el Pueblo de Dios, sobre todo los sencillos, han ido madurando su fe y confianza en Dios, precisamente con el rezo del Rosario. En algunas ocasiones, esta oración alcanza una profundidad de fe enorme: por ejemplo, cuando lo rezamos acompañando el dolor de quienes han perdido un ser querido.

El Rosario es una oración joven: quien se deja guiar por María encuentra en él una fuente de su propia espiritualidad como discípulo de Jesús e hijo de la Iglesia. Un modo muy hermoso y profundo de rezar el Rosario es unir a cada misterio una breve lectura evangélica que nos ayude a centrar la mirada de fe en el misterio que contemplamos. En fin: la creatividad nos inspire para redescubrir la fuerza del Rosario de María.

Una pregunta para reflexionar: ¿Has podido incorporar el Rosario a tu vida personal de oración? ¿Qué te atrae más del Rosario? Si no sabés rezar el Rosario ¿Por qué no pedís que te enseñen?

3. La Iglesia es la casa de la Palabra. La Biblia ha surgido de la fe viva de un pueblo que ha sido inspirado por Dios a poner por escrito su propia experiencia de Fe. La Biblia ha nacido de la fe de la Iglesia, no ha caído del cielo. Es la Iglesia la única que puede enseñarnos a escuchar y a comprender las palabras de Dios para nosotros. Esto vale, sobre todo, para la Palabra de Dios por excelencia: Cristo, el Verbo de Dios hecho carne en el seno de María. La comunidad cristiana es lugar de encuentro con Jesucristo. Esto acontece de modo más profundo cuando se proclama la Palabra en la celebración litúrgica, el momento más intenso de la vida cristiana: Dios habla a su pueblo.

Misión de la Iglesia es introducir a los creyentes en el misterio de la Palabra acogida con fe, como lo hizo María. Soñamos que cada una de nuestras comunidades (parroquias, colegios, movimientos y asociaciones) sea, a su manera y según su propia identidad eclesial, lugar de encuentro con la Palabra, y que toda la pastoral de nuestra diócesis esté animada e inspirada en la Palabra de Dios.

Una pregunta para reflexionar: ¿Qué paso podemos dar para que nuestra comunidad eclesial sea más efectivamente lugar de encuentro con Cristo a través de su Palabra?

Hasta aquí estas primeras reflexiones. Espero que los ayuden a preparar el corazón para vivir juntos la Fiesta de la Virgen del Rosario. Este año, en consonancia con el camino pastoral de la Diócesis, queremos contemplar a María como el campo fecundo en el que Dios sembró su Palabra. Por eso el lema de la Fiesta (“Mujer: bendito el fruto de tu vientre”) es un saludo gozoso a la Virgen Madre que, por su fe y obediencia a la Palabra, ofreció su vientre para que germinara la Encarnación.

Con mi bendición,

+ Sergio O. Buenanueva
Obispo auxiliar de Mendoza 

sábado, 1 de septiembre de 2012

Carlo Maria Martini

Muchos de mi generación hemos crecido en la conciencia cristiana y ministerial, acompañados por los escritos del Cardenal Martini. La mayoría de ellos, reflejo de sus retiros o momentos en los que, cumpliendo el ministerio propio de los obispos, guiaba la lectio divina de algún texto de la Palabra de Dios.

De ahí que, en el momento de su Pascua, muchos pongan en el acento en la escucha de la Palabra, como el núcleo de su persona, de su ministerio y de su enseñanza.

Hizo de la escucha de la Palabra el centro de su ministerio. Aprendió a escuchar la Palabra de Dios, y enseñó a otros a escucharla con una fe viva.

De ahí que también haya sido un hombre de la escucha, también de cara al mundo.

Su exquisita formación intelectual como exégeta y biblista lo preparó para vivir el ministerio episcopal en la escucha de la Palabra, en medio de la metrópolis que le tocó guiar por más de veinte años. Él mismo tuvo la ocasión de agradecer a la Iglesia ambrosiana de Milán el haber aprendido nuevas dimensiones de la escucha de la Palabra, precisamente en el contexto complejo y cosmopolita de la Milán moderna.

En suma: un contemplativo que encontró en la apertura a la voz de Dios el secreto para estar también abierto a la escucha de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, especialmente de los más alejados u hostiles a la Iglesia y al Evangelio.

Nosotros, a la vez que oramos por el descanso eterno de su alma, agradecemos a Dios por este testigo del Evangelio. Un buen testimonio de lo que es la nueva evangelización.