La Iglesia no
condena a los católicos divorciados vueltos a casar. Son sus hijos e hijas. Es
madre: los ama y busca acompañarlos en su situación concreta de vida. Con el
papa Francisco se está movilizando nuevamente para profundizar su
acompañamiento.
Como a todos, les
sigue mostrando con perseverancia el Evangelio de Jesús. Los invita a la fe y a
la conversión, a la esperanza y a la oración. A vivir intensamente el amor de
Cristo. Confía en la acción del Espíritu en sus corazones. Por eso, también la
Iglesia sufre y llora con ellos la ruptura, que nunca es un paso querido ni
vivido con frialdad. Deja heridas que lo son también del cuerpo de la Iglesia.
Es cierto: no
deja de señalar la gravedad de estas rupturas. Lo hace por la conciencia fuerte
de lo que significa el sacramento del matrimonio: los esposos cristianos son
signo del amor indisoluble de Cristo por la Iglesia. Entre esa unión
indisoluble y el sacramento de la unidad se da un vínculo de recíprocidad: el
matrimonio lleva a la eucaristía, y la eucaristía al matrimonio.
Esa es la belleza
del Evangelio del amor humano y la familia que la Iglesia no dejará nunca de
predicar a quienes sienten la llamada al matrimonio. Mucho más cuando la cultura
ambiente y la legislación civil van en la dirección contraria.
La ruptura se
hace, muchas veces, ineludible. Para el discípulo de Jesús es mucho más que sufrimiento psicológico. Toca lo más hondo de su persona como creyente y de su
respuesta a Dios. Obviamente, muchos dan el paso de unirse nuevamente en
pareja. Lo hacen también por motivos diversos. En su nueva unión, rehacen sus
vidas y encuentran calidad humana para vivir como personas y educar a sus
hijos.
Repito: la
Iglesia, aún señalando la gravedad de la ruptura, no condena a las personas.
Solo Dios ve lo que hay en el fondo del alma de cada uno de nosotros y jamás
abandona a nadie. Tampoco a los bautizados en nueva unión. Los invita, no obstante
todo, a la celebración eucarística, consciente de que incluso sin la comunión
sacramental, la sagrada eucaristía es valiosa y significativa, capaz de obrar
milagros en el corazón de quien celebra con fe el sacrificio pascual de Jesús. De
todas formas, reducir la pastoral familiar a la cuestión de si pueden o no
comulgar es precisamente eso: una reducción.
La pastoral familiar
tiene aquí desafíos de largo alcance. La Iglesia va a seguir buscando los
caminos adecuados para acompañar a los separados en nueva unión. Pero su acción
pastoral busca, sobre todo, que se viva en profundidad, con perseverancia y
alegría la buena noticia del matrimonio según el Evangelio.
Muchos jovenes piden
el matrimonio no solo sin tener en claro lo que implica el sacramento, sino
también con una increíble confusión de lo que es asumir y vivir como esposos.
El inicio sexual precoz no supone automáticamente madurez psicológica y espiritual.
Tampoco ayuda la legislación vigente (o la que vendrá) que camina cada vez más
hacia la precarización de los vínculos. La palabra “matrimonio” comienza a
significar cosas distintas en la legislación civil, en la cultura ambiente y en
la fe católica.
El desafío de
fondo para la Iglesia es: como ayudar a los bautizados, especialmente a los más
jóvenes, a preparar un proyecto de vida matrimonial y familiar que tenga
futuro. Qué actitudes, qué convicciones y qué opciones de fondo han de madurar
en sus vidas para fundar una familia. Habida cuenta incluso que esta elección
será, cada vez más, contracultural.
El camino sinodal
está abierto. El Espíritu está alentando el caminar de la Iglesia, despertando
en ella el deseo de ser fiel, sobre todo, al designio del Creador sobre el varón y la mujer y al Evangelio, en medio de este mundo,
más necesitado que nunca de la luz de Cristo.
Por nuestra
parte, oramos y confiamos.
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