La agresión
sexual es siempre un mal, una grave lesión a la dignidad de las personas, violentadas
en su cuerpo y en su alma. Merece la condena más firme. Con razón es considerada
como un delito punible por la justicia civil.
La moral católica
lo considera además un grave pecado: una ofensa a Dios y a la persona agredida.
Ofende incluso al mismo agresor que, al cometer tal acto, ve desfigurada su propia
dignidad de persona.
La víctima de
violación merece justicia, comprensión y compasión. Merece ser eficazmente acompañada
para curar las secuelas físicas, psíquicas y espirituales de semejante agresión.
Si de la
violación se sigue un embarazo, al cuidado de la dignidad de la mujer
violentada sexualmente se une el grave deber de tutelar la dignidad de la vida
del ser humano que es fruto de esa concepción no deseada.
El embarazo que
es fruto de una violación supone un desafío humano muy delicado. Es una
situación que nos enfrenta a cuestiones éticas fundamentales: no hay vidas más
dignas que otras; toda vida humana es sagrada; nadie tiene derecho sobre la
vida de los demás.
El aborto nunca
es una solución acorde con la sacralidad de la vida humana. Tampoco es una
práctica de salud pública, sino una intervención que desdibuja la naturaleza de
la medicina. A la injusticia de la violación sexual se le une la injusticia que
supone la deliberada eliminación de un ser humano en la fase inicial y más indefensa
de su vida.
Es deber de la justicia
tutelar la dignidad de toda vida. En este caso: la dignidad de la mujer y del
ser humano en gestación.
La práctica del
aborto podrá llegar a ser considerada legal. Siempre será una ofensa a la
justicia, un acto gravemente inmoral, una derrota de la sociedad.
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