El pasado domingo 3 de junio, Solemnidad de la Santísima
Trinidad, el Santo Padre Benedicto XVI clausuró el VIIº Encuentro mundia de las
Familias, celebrado en Milán (Italia). Transcribo a continuación algunos
párrafos de su homilía de la Eucaristía que celebró en esa ocasión. Se referien
específicamente a la familia, su vocación y misión según el sabio designio de
Dios.
Es más que oportuno volver, en los tiempos que vivimos, a
meditar sobre la verdad del amor humana, el matrimonio y la familia.
Sobre la verdad se puede fundar la propia vida. Solo la
verdad nos da la genuina libertad y la esperanza cierta. Del error, la mentira
o el engaño solo hay que esperar tristeza, desesperación y muerte.
Unos párrafos para leer despacito, meditando y repasando en el corazón. Decía el Santo Padre:
“La familia, fundada sobre el
matrimonio entre el hombre y la mujer, está también llamada al igual que la Iglesia
a ser imagen del Dios Único en Tres Personas. Al principio, en efecto, «creó
Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó.
Y los bendijo Dios, y les dijo: “Creced, multiplicaos”» (Gn 1,
27-28). Dios creó el ser humano hombre y mujer, con la misma dignidad, pero
también con características propias y complementarias, para que los dos fueran
un don el uno para el otro, se valoraran recíprocamente y realizaran una
comunidad de amor y de vida. El amor es lo que hace de la persona humana la
auténtica imagen de la Trinidad, imagen de Dios. Queridos esposos, viviendo el
matrimonio no os dais cualquier cosa o actividad, sino la vida entera. Y
vuestro amor es fecundo, en primer lugar, para vosotros mismos, porque deseáis
y realizáis el bien el uno al otro, experimentando la alegría del recibir y del
dar. Es fecundo también en la procreación, generosa y responsable, de los
hijos, en el cuidado esmerado de ellos y en la educación metódica y sabia. Es
fecundo, en fin, para la sociedad, porque la vida familiar es la primera e
insustituible escuela de virtudes sociales, como el respeto de las personas, la
gratuidad, la confianza, la responsabilidad, la solidaridad, la cooperación.
Queridos esposos, cuidad a vuestros hijos y, en un mundo dominado por la técnica,
transmitidles, con serenidad y confianza, razones para vivir, la fuerza de la
fe, planteándoles metas altas y sosteniéndolos en la debilidad. Pero también
vosotros, hijos, procurad mantener siempre una relación de afecto profundo y de
cuidado diligente hacia vuestros padres, y también que las relaciones entre
hermanos y hermanas sean una oportunidad para crecer en el amor.
El proyecto de Dios sobre la
pareja humana encuentra su plenitud en Jesucristo, que elevó el matrimonio a
sacramento. Queridos esposos, Cristo, con un don especial del Espíritu Santo,
os hace partícipes de su amor esponsal, haciéndoos signo de su amor por la
Iglesia: un amor fiel y total. Si, con la fuerza que viene de la gracia del
sacramento, sabéis acoger este don, renovando cada día, con fe, vuestro «sí»,
también vuestra familia vivirá del amor de Dios, según el modelo de la Sagrada
Familia de Nazaret. Queridas familias, pedid con frecuencia en la oración la
ayuda de la Virgen María y de san José, para que os enseñen a acoger el amor de
Dios como ellos lo acogieron. Vuestra vocación no es fácil de vivir,
especialmente hoy, pero el amor es una realidad maravillosa, es la única fuerza
que puede verdaderamente transformar el cosmos, el mundo. Ante vosotros está el
testimonio de tantas familias, que señalan los caminos para crecer en el amor:
mantener una relación constante con Dios y participar en la vida eclesial,
cultivar el diálogo, respetar el punto de vista del otro, estar dispuestos a
servir, tener paciencia con los defectos de los demás, saber perdonar y pedir
perdón, superar con inteligencia y humildad los posibles conflictos, acordar
las orientaciones educativas, estar abiertos a las demás familias, atentos con
los pobres, responsables en la sociedad civil. Todos estos elementos construyen
la familia. Vividlos con valentía, con la seguridad de que en la medida en que
viváis el amor recíproco y hacia todos, con la ayuda de la gracia divina, os
convertiréis en evangelio vivo, una verdadera Iglesia doméstica (cf. Exh. ap. Familiaris
consortio, 49). Quisiera dirigir unas palabras también a los fieles
que, aun compartiendo las enseñanzas de la Iglesia sobre la familia, están
marcados por las experiencias dolorosas del fracaso y la separación. Sabed que
el Papa y la Iglesia os sostienen en vuestra dificultad. Os animo a permanecer
unidos a vuestras comunidades, al mismo tiempo que espero que las diócesis
pongan en marcha adecuadas iniciativas de acogida y cercanía.
En el libro del Génesis, Dios
confía su creación a la pareja humana, para que la guarde, la cultive, la
encamine según su proyecto (cf. 1,27-28; 2,15). En esta indicación de la
Sagrada Escritura podemos comprender la tarea del hombre y la mujer como
colaboradores de Dios para transformar el mundo, a través del trabajo, la
ciencia y la técnica. El hombre y la mujer son imagen de Dios también en esta
obra preciosa, que han de cumplir con el mismo amor del Creador. Vemos que, en
las modernas teorías económicas, prevalece con frecuencia una concepción
utilitarista del trabajo, la producción y el mercado. El proyecto de Dios y la
experiencia misma muestran, sin embargo, que no es la lógica unilateral del
provecho propio y del máximo beneficio lo que contribuye a un desarrollo
armónico, al bien de la familia y a edificar una sociedad justa, ya que supone
una competencia exasperada, fuertes desigualdades, degradación del medio
ambiente, carrera consumista, pobreza en las familias. Es más, la mentalidad
utilitarista tiende a extenderse también a las relaciones interpersonales y
familiares, reduciéndolas a simples convergencias precarias de intereses
individuales y minando la solidez del tejido social.
Un último elemento. El
hombre, en cuanto imagen de Dios, está también llamado al descanso y a la
fiesta. El relato de la creación concluye con estas palabras: «Y habiendo
concluido el día séptimo la obra que había hecho, descansó el día séptimo de
toda la obra que había hecho. Y bendijo Dios el día séptimo y lo consagró» (Gn 2,2-3).
Para nosotros, cristianos, el día de fiesta es el domingo, día del Señor,
pascua semanal. Es el día de la Iglesia, asamblea convocada por el Señor
alrededor de la mesa de la palabra y del sacrificio eucarístico, como estamos
haciendo hoy, para alimentarnos de él, entrar en su amor y vivir de su amor. Es
el día del hombre y de sus valores: convivialidad, amistad, solidaridad,
cultura, contacto con la naturaleza, juego, deporte. Es el día de la familia,
en el que se vive juntos el sentido de la fiesta, del encuentro, del compartir,
también en la participación de la santa Misa. Queridas familias, a pesar del
ritmo frenético de nuestra época, no perdáis el sentido del día del Señor. Es
como el oasis en el que detenerse para saborear la alegría del encuentro y
calmar nuestra sed de Dios.
Familia, trabajo, fiesta:
tres dones de Dios, tres dimensiones de nuestra existencia que han de encontrar
un equilibrio armónico. Armonizar el tiempo del trabajo y las exigencias de la
familia, la profesión y la paternidad y la maternidad, el trabajo y la fiesta,
es importante para construir una sociedad de rostro humano. A este respecto,
privilegiad siempre la lógica del ser respecto a la del tener: la primera
construye, la segunda termina por destruir. Es necesario aprender, antes de
nada en familia, a creer en el amor auténtico, el que viene de Dios y nos une a
él y precisamente por eso «nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones
y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea “todo para todos”
(1 Co 15,28)» (Enc. Deus
caritas est, 18). Amén.”
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