La Iglesia está
en las manos de Dios. Así lo creemos, con fe teologal, los creyentes. Cristo la
fundó. Él la conduce en medio de las tormentas de la historia. Él la consumará al
fin de los tiempos.
Todo lo cual no
nos ahorra la incertidumbre. La Iglesia es una realidad humana, humanísima,
inserta en la historia, con sus grandezas y miserias. La fe no nos ahorra la
fatiga de la condición humana, con sus caídas, oscuridades y yerros.
Así y todo, ¿es
posible vislumbrar la figura histórica del catolicismo por venir? Yo creo que
sí, sobre todo, si atendemos a lo que nos enseña el pasado. En su bimilenaria
historia, la Iglesia ha atravesado crisis profundas, momentos dramáticos de
decadencia espiritual y moral. Una y otra vez se ha levantado. Eso sí, no de
cualquier forma o echando mano de cualquier estrategia.
Como todo
organismo vivo, la Iglesia se ha ido desarrollando a partir de su esencia más
genuina. Sus reformas más logradas lo han sido porque han sacado a la luz lo
más cristiano del cristianismo. Desde allí es posible imaginar qué tipo de
catolicismo sobrevivirá a los actuales procesos de transformación que vive el
mundo y la misma Iglesia.
Es más: aquí y
allá es posible observar los signos de esta vitalidad, tan novedosa como
sorprendente. Lo que sigue es sencillamente un relevamiento de estos signos.
Creo que se viene
un catolicismo positivo, sin complejos, visible y alegre. Algunos hablan de
“ortodoxia positiva”. Es una buena expresión. Es cierto: es casi una tautología.
¿Puede haber una ortodoxia que no sea afirmativa? Es la afirmación de la verdad
que Dios pone en el corazón y en los labios del hombre. Y una afirmación que no
necesita demasiado ruido para imponerse.
Para el
cristianismo, la verdad no es un sistema doctrinal, sino una Persona: Jesús, el
Cristo. Tiene razón Benedicto XVI cuando afirma: “No se comienza a ser cristiano
por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un
acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con
ello, una orientación decisiva”. Sin este encuentro, el cristianismo se
disuelve en moralismo o ideología. Se queda sin luz, se vuelve insípido.
Atrás van
quedando los tiempos del “complejo de culpa de ser católico”. Ese catolicismo
que, atormentado por las dudas y la certeza de ser parte de una gran
equivocación (la Iglesia católica), solo ha cosechado amargura y esterilidad.
Un catolicismo además
alienado, porque ha buscado fuera (en las ideologías dominantes, las modas, el
“mundo” etc.) lo que se le ofrecía desde dentro de su propia tradición
espiritual.
La nueva
generación de católicos (laicos, consagrados, pastores) tiene otros genes. Vive
sencillamente su fe en Dios sin complejos. Y la vive gozosamente inmerso en ese
río caudaloso, vital, sereno y pujante que es la tradición católica.
Son hombres y
mujeres que leen las Escrituras, oran y celebran al Dios vivo con la liturgia
de la Iglesia. Han aprendido a hacerse amigos de los santos, porque son
Evangelio vivido y creíble. De ellos han aprendido a prolongar el encuentro con
Dios en la vida cotidiana, tejida de encuentros y desencuentros humanos. Por
eso, viven su fe en medio de la ciudad secular, plural y polifacética. La fe
crece, con un nuevo vigor, en este contexto fascinante. Es una fe vivida como
decisión personal. Tan gozosa cuando dice sus “amén”, como firme cuando planta
cara al espíritu del tiempo.
En este tiempo
reconocen el llamado de Dios. No son nostálgicos de los tiempos pasados. No les
asusta que la Iglesia pierda relevancia social. Dejaron de estar obsesionados por
que la Iglesia sea moderna. Quieren sencillamente que sea ella misma. Que diga,
con humildad y audacia, las palabras que salvan, a la vez que sacuden el
conformismo dominante: Dios, el cielo, el infierno, la castidad, la insidia del
materialismo, todo hombre es tu hermano y un largo etcétera.
Están conformes,
aunque no instalados, en la moderna ciudad secular. Porque Dios vive en la ciudad,
nunca la ha abandonado. Viaja en colectivo, y ahora en el Metrotranvía. Gime
con los chicos que se drogan o se pierden en una diversión descontrolada. Está
presente en los que le han perdido el gusto a la vida, aunque tengan de todo. Está
con los pobres, con el preso, con el enfermo y con el anciano. Agoniza con la
víctima del delito, pero se revuelve en el alma atormentada del agresor.
Pero Dios también
está presente en cada sonrisa como expresión del alma, en la mirada de los enamorados
y en el sacrificio de los que han aprendido que el amor es don de la propia
persona. Dios vive en la ciudad que, con todas sus contradicciones, es una red
inmensa e invisible de hombres y mujeres buenos, comprometidos, luchadores y
pacíficos. Dios vive y vivifica la ciudad, porque venció la muerte con la
resurrección.
Hacia allí se
dirigen los pasos de estos cristianos sin complejos. Calladamente, sin buscar
titulares. Son un pueblo pacífico, portador de una esperanza. Viven un
cristianismo que se hace palabra, gesto y comunicación. Han aprendido a soltar
las riendas de la propia vida y se han confiado -como María- únicamente a la
Palabra de Dios. Han recibido gratuitamente, no pueden sino dar gratuitamente.
Un cristianismo misionero; mientras más pobre y despojado de medios humanos,
mejor. Lloran con los crucificados. Hacen fiesta por cada destello de vida, por
pequeño que sea.
¡Atención! Estoy
hablando de personas de fe, y de fe “en Dios”. No de un vago sentimiento religioso,
donde la palabra “Dios” sería algo así como la cifra de otra cosa: el amor, la
paz, la naturaleza.
Es el mismísimo
“Dios” por quien se vive. El que un día le dijo a Moisés: “Yo soy el que Es”. Porque
este es el mensaje central de Jesús. Y esa es la gran aportación del Evangelio
y del cristianismo: Dios con nosotros. Dios. Esa gran palabra. Inmensa,
inconmensurable. Jesús lo proclama cercano: es Padre, compasivo. Sin esa
palabra, ya no sabríamos ni siquiera quienes somos nosotros.
El hombre no está
solo. Dios está con él y le abre el corazón para la comunión con sus
semejantes, a quienes puede llamar: mis hermanos. Le enseña a perdonar y a perdonarse.
En medio de la
ciudad secular, la comunidad cristiana está llamada a ser memoria y profecía de
este Dios familia (Padre, Hijo y Espíritu Santo) que ha querido salvar al
hombre, sanando su corazón y devolviéndole la capacidad de establecer aquellos
vínculos humanos por los que pasa el misterio de la vida.
Jesús ha traído
Dios al mundo. Los que somos sus discípulos, con Él, nos hacemos misioneros de
esta Alegre Noticia. No hay alegría más grande que la que nos ofrece la fe en
Dios.
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