“Les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el
pueblo: Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el
Mesías, el Señor”. (Lc 2,10-11).
Queridos amigos y hermanos:
Me hago eco de las palabras del ángel a los pastores. Yo también
les anuncio una gran alegría. Esa alegría tiene rostro y nombre propios: es
Jesús, el niño que María recuesta en el pesebre. En Él reconocemos al Emanuel:
Dios con nosotros.
En su pequeño corazón de niño ha comenzado a crecer el fuego que
un día no podrá dejar de comunicar a los suyos: “cuando ustedes oren digan:
Padre…” (Lc 11,2).
Porque de eso se trata: María da a luz a Aquel que viene a
decirnos que no estamos solos, ni somos huérfanos, que nuestro destino no es el
aislamiento o la nada.
Él es el Hijo único que ha venido a nosotros desde “el seno del
Padre” (Jn 1,18).
Su misión: mostrarnos que Dios es Padre. Un Padre con entrañas de
madre, al decir de los profetas del antiguo Israel.
Y si Dios es Padre, nuestra vocación más profunda es ser hijos y
hermanos. Una familia.
Incluso en medio de la fiebre de consumo que parece desdibujar el
rostro cristiano de la Navidad, las personas intuimos que esa noche trae
salvación para nuestros vínculos, personales, familiares y sociales. Para
renovarlos y potenciarlos.
Se equivocan tristemente los que enseñan que el hombre es enemigo
del hombre, que el conflicto es el motor de la historia y que es una ilusión
querer convivir en paz.
Es cierto que la cizaña de la corrupción, la violencia irracional y
el egoísmo está creciendo en el campo. Amenaza los vínculos de amistad social.
Lo hemos visto días pasados, con vergüenza y temor, aquí mismo en Córdoba y
otros lugares de Argentina.
No nos dejemos ganar por el desaliento. Volvamos los ojos a Jesús
y su Evangelio. Mirando con los ojos de la fe la realidad de nuestro mundo,
tantas veces brutal y despiadada, el Papa Francisco sigue apostando por la “cultura
del encuentro”.
¿Podría hacer otra cosa el Vicario de Cristo?
Es el sueño de Dios que comenzó a realizarse en la pobreza de
Belén y alcanzará su plena realización en la Pascua. Involucra a todos. No hay
excluidos ni descartados. Es encuentro, familia, unidad en la diversidad.
Por eso los destinatarios privilegiados de la buena noticia son
los pobres, los que están tristes, los que no logran equilibrar el balance de
sus vidas, los pecadores.
Así se conoce mejor lo que realmente significa esa “alegría para
todo el pueblo” anunciada a los pastores.
Ojalá también nosotros podamos experimentarla en esta Navidad. Tal
vez baste decir, mirando con ojos de niño al Niño Jesús: “Yo también soy un
pobre pecador; viniste por mí; esa alegría es para compartirla con mis hermanos;
Jesús: tú eres mi Salvador”.
* * *
Ahora una nota más personal.
Este 25 de diciembre se cumplen apenas cuatro meses de mi llegada
a San Francisco. Tiempo breve pero intenso. De a poco voy conociendo la
vitalidad de la diócesis
Por todo le doy gracias a Dios. Especialmente a quienes me han
abierto la puerta de sus casas. Gracias a los sacerdotes, a los consagrados, a
las familias y comunidades; a las autoridades públicas y a las organizaciones
de la sociedad civil. A los que me han reconocido en la calle y me han tendido
la mano. A todos: gracias.
Todos están en mi oración de cada día, especialmente en la
Eucaristía.
Anunciarles la gran alegría de la Navidad es mi misión como
obispo. Pero Iglesia misionera somos todos. Y juntos estamos llamados a
compartir la “dulce y confortadora alegría de evangelizar”. A seguir caminando
juntos entonces.
Muy feliz Navidad para
todos.
Con mi bendición,
+ Sergio O.
Buenanueva
Obispo de San
Francisco
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