Estamos
en casa, en familia y entre amigos.
Nos une la misma fe y, para
nuestro consuelo, la mirada de Nuestra Señora reposa sobre nosotros.
A veces pienso que
tenemos un poco olvidado este Santuario. Pero, si nosotros nos hemos vuelto un
poco olvidadizos, María no ha dejado de salirnos al encuentro allí donde nos
reunimos: celebraciones, jornadas, momentos de comunión.
La Visitación es un
misterio que se cumple, una y otra vez.
María ha ido a nuestro
encuentro. ¿Para qué? “Por medio de María, -leemos en Puebla- Dios se hizo carne, entró a
formar parte de un pueblo; constituyó el centro de la historia. Ella es el
punto de enlace del cielo con la tierra. Sin María, el Evangelio se desencarna,
se desfigura y se transforma en ideología, en racionalismo espiritualista” (DP
301).
María sabe de fe, de
oración silenciosa, de acogida y de misión. Sabe de humanidad. Sabe de las
cosas de Dios. Y lo sabe con su cuerpo: allí creció el fruto más precioso de
esta tierra, el Verbo encarnado.
Eso es también lo bueno
del Rosario: rezamos tocando con los dedos del cuerpo los misterios del Señor. La
Encarnación en nuestras manos.
Para que el Evangelio no
se desencarne. Para eso, María está presente en medio de nosotros.
Y nosotros acogemos su
presencia discreta, casi en segundo plano, como algo fundamental. Sin ella, lo
que hacemos sería ideología o frío pragmatismo.
Sintámonos, por tanto,
en casa y que ningún reclamo moralista perturbe la armonía del Espíritu. Gocemos
sencillamente la comunión que el Dios amor nos concede, y que María alienta con
su corazón de mujer.
* * *
En este clima mariano
entonces, puedo abrirles el corazón y decir cosas que, en otras circunstancias,
serían un poco inapropiadas.
Quisiera ofrecerles una
palabra muy personal. Una palabra que, surgiendo del propio corazón creyente,
venga también con la potencia del Espíritu.
“Verbum mittitur spirans
Amorem”, enseñaba Santo Tomás en su “De Trinitate” (S Th I 45, 5, ad 2): El
Hijo es el Verbo que espira Amor, y así, es enviado a nosotros para que nuestra
inteligencia y nuestras palabras queden trasfiguradas por el amor.
Le pido al Señor que sea
Él el que guíe mis palabras, para que, llenas de su Espíritu nos enciendan en
el amor y la comunión.
Permítanme entonces
pronunciar una “confessio fidei”, una confesión de fe, que es, a la vez e
inseparablemente, “confessio laudis” (alabanza) y “confessio vitae”: una vida
que canta las maravillas de Dios.
No que ponga mi persona
en el centro. Ante ustedes, quisiera hablar de la obra de Dios en una historia
humana concreta.
Diciéndolo brevemente:
“Creo, Señor, en Ti. Creo en la potencia de tu gracia que se ha manifestado en
mi vida, por eso, te alabo, te doy gracias y a Ti me confío”.
Con cuatro palabras
quisiera articular esta confesión de alabanza.
Las palabras esconden
secretos que lo son incluso para quien se deja amaestrar por ellas. Uno se pone
a escribir y acontece el milagro: las palabras nos leen a nosotros mismos y nos
revelan delicadamente el misterio.
No que las palabras
agoten la realidad. Las palabras nos permiten decir cosas importantes,
significativas, pero también nos enseñan a buscar, a seguir caminando y
quedarnos en silencio ante el misterio de Dios, de nuestra propia vida y ante
la inmensidad de la realidad.
¡Qué horizonte nos abre
la Escritura cuando afirma que en el principio existía la Palabra, la Palabra
era Dios y era cabe Dios!
Esa es la Palabra que el
Espíritu trajo al vientre virginal de María, haciendo que tomara de ella carne
y sangre para habitar entre nosotros, para que la pudiéramos oír, tocar y
seguir.
Por eso: cuatro palabras
para compartir. Cuatro palabras para un solo Nombre: Jesús, Señor y Salvador.
* * *
La primera palabra es:
SORPRESA.
Nunca imaginé irme de
Mendoza. Cuando me hice cura, mi horizonte era esta tierra, su gente, la fe cristiana
recibida aquí.
Un sacerdote puede y
debe hacer muchas cosas. Para mí ha sido muy fuerte comprender que el servicio
fundamental que estoy llamado a dar es el de la fe: anunciar la Palabra para
que el Espíritu despierte la fe en el corazón del oyente.
Lo digo de forma más
breve aún: servir la fe de mis hermanos.
No estaba en mi
horizonte dejar esta tierra, decía. La llamada al episcopado cambió todo. Es la
Iglesia la que llama. Pero, en la fe, uno sabe que detrás de esa llamada
eclesial está el Dueño de la viña: Jesús. Él llama y envía.
En su reciente visita al
Santuario de Aparecida, el Santo Padre Francisco nos exhortaba a dejarnos
sorprender por Dios y, como María, dejarnos conducir por Él.
Confieso que Dios me ha
sorprendido. Ahora y antes. No siempre he comprendido bien qué me pedía, hacia
dónde realmente me llevaba. Confieso también que he aprendido a confiar en su
promesa. O, mejor: que estoy en ese aprendizaje.
Un cristiano es alguien
que vive de una promesa que lo pone a caminar, como Abrahán. Eso prediqué en mi
primera Misa.
Y no aprende ni camina
solo. Ese camino lo recorremos juntos, como pueblo, como hermanos. Confieso que
me enciende el corazón descubrir el camino que hemos recorrido juntos: yo, uno
más de este pueblo peregrino.
Eso es muy hermoso de
reconocer en este momento de envío y misión.
* * *
Aquí ya asoma otra
palabra, inmensa e inagotable, evangélica: VOCACIÓN.
Jesús pasa y dice, sin
vueltas: Sígueme.
El que alguna vez ha
leído el evangelio con un poco de sintonía interior no habrá podido pasar por
alto el impacto que tiene esta palabra en labios de Jesús.
Basta ese “sígueme” y
uno ya no es más dueño de su propia vida. Una llamada nueva que sorprende y
cambia todo.
Jesús decía que el
Espíritu sopla donde quiere. Arrebata. Es libertad y creatividad en estado
puro. También aquí: “Verbum spirans Amorem”.
Hay momentos claves, que
se pueden fechar y localizar, en los que ese “Sígueme” ha resonado
inconfundible, aunque siempre abierto a la libertad que forma parte de todo
“Amén” que le decimos a Dios. Como María.
Quien ha escuchado el
Sígueme de Jesús ha sido provocado en su libertad, desafiado a caminar
confiándose solo en esa promesa.
Pero es un “Sígueme” que
resuena, sutil casi imperceptible, cada mañana. La vocación, enseñaban los Padres,
es siempre matutina.
De ahí la belleza y
hondura de la oración matinal: “Señor, abre mis labios y mi boca proclamará tu
alabanza”, y desde ahí todo lo demás.
Vale la pena entrenarse
en la oración matinal para escuchar al Señor que llama. Porque no sabemos ni el
día ni la hora de esas llamadas que van dándole dirección y sentido a nuestra
vida, hasta la llamada final, para el encuentro definitivo, cara a cara.
Oración que siempre es
lucha, Getsemaní, aunque algunas veces -pocas pero decisivas por cierto- también
es Tabor. Se vive como se ora; se ora como se vive.
Confieso que he
escuchado el “Sígueme” de Jesús, sobre todo, en ese tiempo de gracia singular
que han sido los quince años de ministerio pastoral en el Seminario, pisando
con temor y estupor la tierra santa de la vida y la vocación de tantos de ustedes,
queridos hermanos. Días atrás lo repasaba en esa querida comunidad eclesial. Y
no digo más, porque es algo muy importante.
Solo Dios sabe cuánto se
me ha ido la vida en ello. Aún consciente de mis errores y debilidades, sería sumamente
ingrato si no confesara con alegría que Dios es grande y misericordioso al conducir
a su pueblo.
* * *
La otra palabra bíblica
que me viene del corazón y se hace texto es CONSUELO. Me explico un poco.
Si uno acepta ser
obispo, especialmente ser obispo auxiliar, sabe que queda en disponibilidad. Yo
sabía que mi tiempo en Mendoza sería breve. Lo vivía con cierta inquietud: ¿a
dónde me mandarán? ¿Podré adaptarme? ¿Cómo seré recibido? Esa inquietud sigue
presente. En estos días un poco más intensa.
Cuando el pasado 23 de
mayo, el Nuncio me comunicó que el Papa me había nombrado obispo de San
Francisco experimenté, al instante, un fuerte consuelo interior.
Comenzaron a resonar muy
adentro unas palabras también conocidas: “No tengás miedo. Yo estoy con vos”. Y
eso basta. Esa palabra es más fuerte que cualquier duda o tormenta interior.
Aquí vale otra
aclaración importante. Para la tradición espiritual cristiana, el consuelo es
un signo de la acción discreta de Dios que guía la propia vida.
No que las
preocupaciones y dudas desaparezcan. Lo que pasa es que quedan enmarcadas en
una situación vital nueva.
Dios nos consuela en
todas nuestras tribulaciones, escribía San Pablo. E Ignacio añadía: en el
consuelo, no olvidar que la vida es frágil y el hombre falible. Pero en la
turbación, recordar que Dios es. Y que estamos en sus manos.
Por eso, permítanme
decir, escuetamente y con un poco de pudor: confieso que, incluso en las
pruebas de la vida, el consuelo de Jesús se ha hecho presente, confortando,
animando y encendiendo una luz, pequeña por cierto, pero firme y suficiente
para caminar.
Por eso, también: ¡Bendito
y alabado seas Señor que amas la vida!
* * *
Así las cosas, otra
palabra surge sola: GRACIAS.
Me ha tocado explicar
varias veces el tratado teológico sobre la Gracia. Solía decir que la palabra
“gracia” es parte del vocabulario básico que todo cristiano tiene que aprender.
Su brevedad oculta una
riqueza infinita. Dice muchas cosas a la vez: favor recibido, disposición
favorable, auxilio divino, amistad, belleza, transformación interior.
Los medievales hablaban
de la “Gracia increada”: Dios mismo que se entrega al hombre, hasta habitar en
él.
En este momento de mi
vida, me siento personalmente inmerso en una historia de gracia.
Comprendo bien que el
Papa Francisco haya dicho que la Iglesia no puede ser entendida como una pesada
organización burocrática, sino como una gran historia de amor.
Citando a Guardini,
Benedicto XVI había tenido palabras muy parecidas: “la Iglesia «no es una
institución inventada y construida en teoría..., sino una realidad viva... Vive
a lo largo del tiempo, en devenir, como todo ser vivo, transformándose... Sin
embargo su naturaleza sigue siendo siempre la misma, y su corazón es Cristo»”.
Esto lo he vivido en primera persona. No me lo han
contado, ni lo he leído simplemente en un libro. Ha sido y es mi experiencia de
vida. Soy, por eso, un hombre feliz y agradecido.
Confieso que he podido experimentar que la vida es
un don, un regalo inesperado y gratuito. Viene de Dios, que es amor y solo sabe
dar hasta el extremo.
Sí, hermanos: “Todo es gracia”, como decía el
célebre personaje de Bernanos.
La Iglesia del Verbo encarnado, con toda su
humanísima concretez, a veces desconcertante y crucificante, es el hogar de la
gracia divina en medio de nuestro mundo.
Me descubro hijo de la Iglesia e hijo de esta tierra.
De esta Iglesia diocesana de Mendoza, cuya maternidad, para mí, tiene el rostro
de mis padres y mi familia, de las comunidades que me han engendrado a la fe,
de las personas que Dios puso en mi camino, y que me enseñaron a discernir los
signos de la Providencia.
Aquí maduró mi vocación al sacerdocio, y aquí
también aprendí a ser obispo, alentado por el querido Arzobispo Arancibia, a
quien considero un padre y un maestro.
También en estos pocos meses, acompañando al
Arzobispo Carlos, a quien aprecio como un hermano y amigo.
También de la mano de todos ustedes, queridos
hermanos curas. Yo soy uno de ustedes. Eso me conforta y me alienta.
Aquí he cultivado ese tesoro inestimable que es la
amistad con la que muchos de ustedes me han honrado.
Aquí aprendí a rezar y a cantar, a leer y a
escribir, a amar y a esperar, a pedir perdón y tender la mano, a llorar y a
compartir el dolor. También a dejarme mirar por la montaña, el desierto y el
agua.
Aquí aprendí a celebrar la Eucaristía. Incluso
siendo niño y como un juego infantil que contenía también una gran promesa.
Ustedes saben de mi gusto por la liturgia, por el
canto y la predicación en el marco sugestivo de la “Ecclesia orans”.
Queridos hermanos: ¡cuánto me ha dado Dios en las
celebraciones eucarísticas que hemos compartido! ¡Cuánta potencia espiritual
que nos envuelve, transforma y nos modela!
Uno de los títulos más antiguos del obispo es
precisamente el que se refiere a su misión de moderador del culto: sumo
sacerdote del pueblo santo de Dios.
Considero una verdadera gracia haber podido recorrer
la diócesis para las confirmaciones, las fiestas patronales y, sobre todo, las
visitas pastorales que nos han permitido orar juntos y ponernos todos bajo la
soberanía de la Palabra de Dios.
Confieso agradecido que he recibido del pueblo de
Dios mucho amor, testimonio de Evangelio y aliento para el camino.
Cuando estaba por irme a estudiar a Roma, Arancibia,
en varias ocasiones me repitió: en Roma vas a ver muchas cosas, algunas no tan
santas ni edificantes. Lo más importante: no te olvidés nunca del pueblo del
que venís, de la Iglesia que te envía y a la que tenés que servir.
Hoy le doy gracias al Señor porque ha cumplido su
promesa, y con creces. El ciento por uno.
Nada de todo esto puede olvidarse. Es bueno, por
ello, quedarse todo el tiempo que sea necesario para decir sencillamente:
“gracias” y hacer eucaristía. Es lo que intento con estas líneas que, créanme,
salen solas de su fuente interior.
En el vocabulario cristiano hay otra palabra para
decir “gracias”. Esa palabra, también sagrada y evangélica, es “misión”. O,
como lo expresa Aparecida: “Conocer a Jesús es el mejor
regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo
mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y
obras es nuestro gozo”. (DA 29).
Esta celebración es, inseparablemente, acción de
gracias y envío, gracia y misión.
Al partir para San Francisco, con ilusión, alegría y
ansiedad, vuelvo a escuchar, en el seno de esta Iglesia madre, la voz del
Señor, como una vez la escuchó también el profeta: “¿A quién enviaré y quién
irá por nosotros?”.
Yo he respondido, también como el profeta: “¡Aquí
estoy: envíame!”.
* * *
Sorpresa. Llamada. Consuelo. Gratitud.
Son palabras que encierran el misterio de una vida.
La persona, cada uno de nosotros, es inefable. Un misterio inmenso, insondable.
No alcanzan las palabras para nombrarlo.
Karl Rahner apuntaba también: el hombre es un
misterio que evoca el Misterio con mayúsculas, el Misterio santo del Dios amor.
El Dios que es siempre más grande.
De Él vienen la sorpresa, la llamada, el consuelo y
la gratuidad. Él llama y envía.
Como María, a Él me confío. Todos estamos en Sus
manos.
Amén.
+ Sergio O. Buenanueva
Obispo electo de San Francisco
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