El pasado miércoles 23 de mayo, el Sr. Nuncio en Argentina me comunicó que
el Santo Padre me había nombrado obispo de San Francisco. Lógicamente me
preguntó si aceptaba la designación. Respondí que sí y que además estaba muy
contento.
De ese momento
hasta hoy, la alegría y el consuelo interior me han acompañado como
sentimientos dominantes. Incluso cuando he tenido que decírselo a mi madre,
pues esta designación supone mi partida de Mendoza. Su respuesta ha sido
profundamente evangélica: es lo que Dios te pide, es tu misión. De esa mujer de fe, de la que recibí la vida, recibí una suprema lección de evangelio. No pudimos dejar de pensar en mi padre. Terminamos rezando por la diócesis de San Francisco y, de manera especial, por las vocaciones.
Realmente es así.
En el llamado de la Iglesia estoy experimentando, una vez más, la llamada del
Señor, aquel “sígueme” que cambia todo. Es una gracia muy grande.
En la víspera de
la publicación del nombramiento, rezando ante el Santísimo volví a leer el
diálogo final entre Jesús y Simón Pedro: “¿me amas? … Señor, tú lo sabes todo,
sabes que te amo…Apacienta mis ovejas”. Lo completé con la reflexión que el Papa Francisco dirigió a los obispos italianos, inspirándose precisamente en esta escena evangélica.
Del relato
evangélico me quedó impreso también la declaración del discípulo amado desde la
barca: “¡Es el Señor!”. Simón se arroja al agua para encontrarse con Jesús.
Bueno, la palabra
siempre ilumina la vida. Todo esto resuena de manera especial en mi corazón en
estos momentos.
Reconocer a
Jesús, el Señor, de la mano de la Iglesia. Salir a su encuentro. Escuchar su
llamada, su interpelación y su envío.
Mientras
esperábamos la llegada del Arzobispo Franzini a Mendoza, en varias
oportunidades tuve que explicar que el obispo es básicamente un misionero, un
hombre que es llamado para continuar con la misión de los apóstoles: anunciar
el Evangelio de Jesús.
En estos meses he
tenido que profundizar este punto pues, después de algunos años, he vuelto a
dar algunas clases de teología. Estoy enseñando el sacramento del orden, cuya
esencia es, precisamente, la continuación en la Iglesia del mandato apostólico
de Jesús.
Lo que la Iglesia
vive y enseña es una realidad muy concreta, sobre todo, cuando toca la vida
concreta de las personas, como en este caso a mí mismo. Y es una realidad muy
concreta porque viene de Dios, lo más concreto que existe. Por eso ilumina,
consuela, abre horizontes y anima a caminar.
Así me siento
hoy: consolado interiormente y con entusiasmo para caminar.
Agradezco de
corazón a todas las personas que, de varias maneras, se han conectado conmigo
en estos días para saludarme, felicitarme y animarme. De Mendoza y de San
Francisco, también de más lejos.
Gracias a todos.
Es cierto que la
nueva misión supone para mí la partida de esta tierra y de esta iglesia madre.
No puedo negar que, como decía el Guille de Mafalda, eso deja un agujerito en
el corazón. Pero Dios es siempre más grande, y el gozo de Jesús colma siempre
el corazón.
Del Seminario me
habían pedido que, en el segundo semestre, volviera a dar el tratado sobre la
Eucaristía. No podré hacerlo. Pero en el cuerpo eucarístico del Señor está la
vida de la Iglesia, nuestra comunión y nuestra identidad más profunda. Tanto
que llega al cielo y a la vida eterna.
En la Eucaristía
estamos todos en comunión.
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