Beato Juan Pablo II Impulsor del Corpus |
Al acercarse la fiesta del Corpus, en medio de sus preparativos, ahora medio truncados por el rigor del frío, ha ido ganando lugar en mí, la idea de la humildad de Cristo en la eucaristía.
El dogma eclesial afirma con incómoda pretensión: detrás de los signos perceptibles del pan y del vino, la realidad que nos alcanza en la eucaristía es la del Cuerpo glorioso y de la Sangre vivificante de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, muerto y resucitado. Es el Señor. Esa es la realidad que esconde lo que aparece a los sentidos. Esconde, pero también manifiesta a los ojos de la fe.
Te hiciste carne. Ahora, tu carne gloriosa aparece a nuestros ojos en la humildad del pan, hecho Pan de vida.
El esplendor de la custodia, de los ornamentos y del culto que los creyentes tributamos resalta con fuerza la humildad de Dios en el signo del Pan. El misterio es así más diáfano y patente a la fe.
La humildad de la hostia nos permite asomarnos a la humildad del pesebre; nos introduce en la humillación de Getsemaní y, sobre todo, del Calvario; nos ilumina los ojos para reconocer el poder de la vida en la piedra desnuda del sepulcro vacío.
La Iglesia necesita imperiosamente de la humildad del Señor en la eucaristía. Lo necesitamos los pastores que estamos llamados a obrar “in persona Christi” vaciándonos de nosotros mismos y quitándonos del centro -como el amigo del novio: Juan el Precursor- para que el culto se diriga a Él, solo a Él.
La eucaristía es la celebración sacramental del sacrificio de Cristo que purifica del pecado y nos abre a la comunión con el Dios amor. Fe viva, adoración, silencio contemplativo.
La humildad del Cristo eucarístico es profecía para una ciudad orgullosa y pagada de sí, que se ilusiona con crecer dando la espalda al Creador. Crecen, sin duda, las contradicciones, las exclusiones y los odios. Crece, sobre todo, la deshumanización.
En esta ciudad siguen habiendo templos y eucaristías, adoraciones y silencios. Sigue habiendo hombres y mujeres hambrientos del Pan de vida. Adoradores.
Por eso, en esta ciudad sigue habiendo esperanza; la única esperanza digna de ese nombre: la que anuncia el regreso glorioso de Cristo para llevar a plenitud lo que Él mismo ha iniciado en nosotros. Esa esperanza levanta a los caídos.
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