Esta es una hermosa ocasión para estar reunidos. Es la
solemnidad de Todos los santos: esa inmensa multitud de hombres y mujeres,
imposible de contar, que nos muestran el rostro genuino de la Iglesia y la
vocación más profunda del ser humano: la comunión con el Dios amor, Padre, Hijo
y Espíritu Santo.
En el marco del Año de la Fe, volvamos a meditar sobre la
vocación universal a la santidad, inspirándonos en la luminosa enseñanza del
Concilio Vaticano II.
La santidad es una vocación, una llamada de Dios. “Así como
aquel que los llamó es santo, también ustedes sean santos en toda su conducta,
de acuerdo con lo que está escrito: Sean
santos como yo soy santo.” (1 Pe
1, 15-16).
Jesucristo es la santidad misma en persona, y la fuente de
la santidad a la que nosotros somos llamados: Él nos comunica su Santo
Espíritu.
Dios nos llama a salir de nosotros mismos para llegar a ser
lo que Él ha soñado de nosotros: reproducir la imagen de su Hijo Jesucristo (Tú solo eres Santo). La santidad a la
medida de Cristo es el sueño de Dios para nosotros, es nuestra vocación
fundamental.
Escribe San Pablo a los romanos: “Sabemos, además, que Dios
dispone, todas las cosas para el bien de los que lo aman, de aquellos que él
llamó según su designio. En efecto, a los que Dios conoció de antemano, los
predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera el Primogénito
entre muchos hermanos; y a los que predestinó, también los llamó; y a los que
llamó, también los justificó; y a los que justificó, también los glorificó” (Rom 8,28-30).
El Espíritu Santo es el que lleva a cabo en nosotros esta
obra admirable: llegar a ser hijos de Dios compartiendo la vida misma del Hijo
de Dios hecho hombre. El Espíritu es quien nos santifica: “Y es Dios el que nos
reconforta en Cristo, a nosotros y a ustedes; el que nos ha ungido, el que
también nos ha marcado con su sello y ha puesto en nuestros corazones las
primicias del Espíritu” (2 Co
1,21-22). “Ustedes recibieron la unción del que es Santo, y todos tienen el
verdadero conocimiento” (1 Jn 2,20).
* * *
No tenemos que buscar la santidad en nosotros mismos. Esto
es una ilusión o un gran pecado de orgullo. La puerta de entrada a la santidad
es la más profunda humildad, como el publicano en el Templo (Cf. Lc 18, 9-14).
Es el reconocimiento humilde de nuestras miserias, debilidades y pecados.
Dios ha puesto en lo más profundo de nuestro corazón el
“deseo” de la santidad, es decir, el deseo de buscarlo a él como plenitud de
nuestra vida. Los deseos y las pasiones que de aquí brotan son importantísimos:
son la energía vital que le dan fuerza a nuestra vida. Lo importante es:
encontrar qué tenemos que desear y buscar con pasión. Cf. Salmo 61: “Oh Dios,
tú eres mi Dios, por ti madrugo; mi alma tiene sed de ti, como tierra reseca,
sedienta, sin agua…”.
La santidad que Jesucristo comparte con nosotros es el amor
de caridad, como lo describió San Pablo en 1
Co 13. Es el amor de Cristo que se vació a si mismo, se hizo uno de
nosotros, entregándose por todos. El hombre se realiza plenamente a si mismo, saliendo
de si, y entregándose totalmente.
Hay que estar atentos a algunas deformaciones de la
santidad, muy comunes en la experiencia religiosa: confundir la santidad con el
conocimiento, con el culto, con la moral.
La santidad cristiana radica en el amor (la caridad) y en la
amistad. La santidad radica en la unión de nuestra voluntad libre con la de
Jesucristo. No radica (principalmente) en nuestros sentimientos, imaginación,
emociones o pensamientos. Es estar unidos a Cristo en la vida ordinaria y
cotidiana. Un ejemplo: puede que no tenga presente al Señor en este momento,
pero si estoy haciendo lo que tengo que hacer (estudiar, etc.) estoy viviendo
la santidad.
* * *
El Concilio Vaticano II ha recordado esta enseñanza en el
Capítulo V de la Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium. Repaso con ustedes algunas de sus afirmaciones
fundamentales:
LG 41 Una misma es la santidad que cultivan en cualquier clase de vida y
de profesión los que son guiados por el espíritu de Dios y, obedeciendo a la
voz del Padre, adorando a Dios y al Padre en espíritu y verdad, siguen a Cristo
pobre, humilde y cargado con la cruz, para merecer la participación de su
gloria.
Según eso, cada uno según
los propios dones y las gracias recibidas, debe caminar sin vacilación por el
camino de la fe viva, que excita la esperanza y obra por la caridad.
Para la enseñanza del Concilio Vaticano II, la santidad es
una y católica.
Una, porque es la
santidad de Dios en Jesucristo. Es la santidad de la Iglesia, esposa amada de
Cristo. Es una porque en cualquier género de vida es configuración con Jesucristo
y perfección de la caridad.
Pero es también católica porque “todos los fieles cristianos,
en cualquier condición de vida, de oficio o de circunstancias, y precisamente
por medio de todo eso, se podrán santificar de día en día, con tal de recibirlo
todo con fe de la mano del Padre Celestial, con tal de cooperar con la voluntad
divina, manifestando a todos, incluso en el servicio temporal, la caridad con
que Dios amó al mundo” (LG 41).
* * *
La santidad cristiana se alimenta básicamente de la oración.
¿Qué es orar? “Tratar de amistad con Aquel que sabemos que nos ama” (Santa
Teresa). En la oración se realiza de modo privilegiado la amistad y la unión
con Cristo: le entregamos nuestra vida, nuestra libertad y nuestros pecados.
El camino de la santidad: creer y confiar en Dios, esperar
en su promesa y amarlo por encima de todas las cosas (Dios es el único
absoluto, todo lo demás es relativo).
El camino de la santidad tiene un perfil específico y
concreto para cada uno de nosotros. La santidad cristiana es una vocación y una
misión. Me tengo que preguntar cuál es mi misión, o también: cuál es mi lugar
en el Cuerpo de Cristo (laico, sacerdote, religioso; matrimonio o virginidad).
Sea cual fuere el camino de mi vocación-misión a ser santo este es siempre una
forma de vivir el amor de Cristo (por Él, con Él y en Él).
En el Año de la fe tenemos que hacernos estas preguntas. “La fe -ha escrito Benedicto XVI- es
decidirse a estar con el Señor para vivir con él” (Porta fidei 10). Es una bella definición de lo que implica la fe.
La fe es el Amén
que damos a Dios que se nos ha comunicado en Jesucristo. Es el Amén que
pronunciamos ante la manifestación más alta de la santidad de Dios: la cruz de
Jesucristo.
Al ir ahora a la
adoración eucarística, pidamos a María y todos los santos, que nos unan al
“Amén” que ellos pronuncian ante el Rostro luminoso de Dios.
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