Dios ha hablado al
hombre. Y lo ha hecho humanamente, con palabras humanas. Esa es la escandalosa
pretensión del cristianismo. La pretensión de Jesús.
En Jesús, un
judío del siglo I, Dios se ha dado a conocer definitivamente al hombre. Dios ha
pronunciado una palabra, ha confiado su Verbo. Es lo que los cristianos llamamos:
la Encarnación. Este judío es Dios hecho hombre.
En su intención
primera, esta palabra no busca informar o ilustrar la inteligencia. Lo hará,
claro que sí. Y en un grado supremo. “Se cree para entender”, repetirá buena
parte de la tradición teológica cristiana. La fe es amiga de la inteligencia.
Sin embargo, esa
palabra busca lo más humano del hombre. Se trata de una palabra de amistad,
ofrecida como quien tiende la mano, esperando ser correspondido.
Es una palabra,
por tanto, que puede ser también rechazada. “Vino a los suyos, y los suyos no
la recibieron”, escribe San Juan en su evangelio.
Un rechazo
comprensible, pues si lo que el cristianismo pretende es verdadero, todo lo
humano debe girar en torno a este judío llamado Jesús. Una pretensión
insoportable.
Sin embargo, lo
más sorprendente es que esta palabra sigue siendo escuchada y acogida como tal.
Sigue habiendo hombres y mujeres que fundan sus vidas sobre esa palabra. Sigue
llevando luz a las conciencias. Sigue convenciendo.
El término “fe”
indica precisamente la acogida de esa palabra de amistad. Es una palabra
esencial: breve, concisa, casi imperceptible. Es también frágil, pues indica
una de las cosas más delicadas del corazón humano: su entregarse confiadamente
a Alguien, a quien se lo juzga confiable.
Dios ha hablado,
y su palabra no es un discurso sino una persona y un acontecimiento. Esa
persona es Jesús el Cristo. El acontecimiento: su pasión, muerte y
resurrección.
El mensaje es
claro y directo: cada ser humano ha sido amado por Dios con un amor infinito,
personal y originalísimo.
Por eso, la
palabra “fe” indica un nuevo modo de ser y de vivir. Quien dice “creo en Dios”
está indicando con ello su modo de pararse frente a la totalidad de la vida.
Al cumplirse
cincuenta años del inicio del Concilio Vaticano II, la Iglesia está viviendo el
“Año de la Fe”. Culminará en noviembre de 2013. ¿Su finalidad? Redescubrir la belleza
de la fe cristiana en Dios y comunicarla en toda su noble sencillez al mundo.
Yo lo podría
sintetizar así: creer en Jesucristo y anunciar su Evangelio con alegría.
Ese fue, por otra
parte, el cometido del Concilio. Para eso lo quiso Juan XXIII. Eso buscaron
Pablo VI y los padres conciliares. En esa intención hay que leer también la
labor del beato Juan Pablo II.
Por eso, el
Concilio puso en el centro de la vida eclesial la Palabra de Dios, la liturgia
sacramental y el misterio mismo de Cristo como luz para el hombre contemporáneo.
Quiso una Iglesia
más transparente del misterio de Dios revelado en Jesucristo. Porque Cristo es
la verdadera luz del mundo, no la Iglesia.
En el inmediato
posconcilio, en cambio, se puso el acento en una reforma más bien sociológica
de la Iglesia. El Concilio se interpretó como una ruptura y, por lo mismo, se
puso en marcha la utopía de una Iglesia distinta.
Algunos siguen
insistiendo hoy en las bien conocidas (y aburridas) recetas del progresismo
teológico: la fe reducida a frío moralismo y la Iglesia convertida en una agencia
del cambio social.
El genuino
Concilio (espíritu y letra) va en otra dirección. No una ruptura, sino una reforma
en la continuidad de la única y misma Iglesia de Cristo. Lo han comprendido bien
las nuevas generaciones, mejor capacitadas para interpretar correctamente su
magisterio. Pasada la tormenta, la real recepción del Concilio está recién en
marcha.
Quienes así lo
han captado están ofreciendo realmente una perspectiva de futuro a la Iglesia. Experimentan
que el futuro de la fe no pasa por su mimetización con el espíritu del tiempo,
una modernización que la haga un fragmento más del mundo, irrelevante e
insignificante.
A mí, como obispo
católico, poco me interesa una Iglesia más moderna. Ya hemos perdido demasiado
tiempo en eso. Me quita el sueño el anuncio del Evangelio: Dios en el corazón
del hombre.
La verdadera
reforma de la Iglesia tiene que ver con Dios y con la fe en Dios, por la que
uno se deja provocar por el único Acontecimiento capaz de transformar la
condición humana: el encuentro con Cristo, el Dios hecho hombre. Lo demás es añadidura.
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