viernes, 15 de marzo de 2013

El secreto de un nombre


Vade, Francisce, et repara domum meam”

En el arco que culmina el techo de la Basílica “San Francisco” de nuestra ciudad están escritas estas palabras. Su traducción: “Francisco: ve y repara mi casa”.

El Francisco de marras es el hijo de Pietro Bernardone. Escuchó esas palabras de un Cristo crucificado en una pequeña iglesia semiderruida, a las afueras de Asís.

Estamos en el siglo XII, plena Edad Media. Siglo de esplendor de la Iglesia, pero también de crisis profundas y pasiones encontradas. Francisco Bernardone escuchaba así la llamada del Evangelio, la llamada de Cristo.

“Francisco: ve y repara mi casa”.

Francisco entendió estas palabras literalmente: se puso a reconstruir la pequeña Iglesia de San Damián.

Sin embargo, la literalidad debía dejar paso al sentido más hondo de la llamada: a la Iglesia hay que repararla con la propia vida transfigurada por el seguimiento de Cristo pobre, humilde y servidor. Una vida que grita el Evangelio.

El cardenal Jorge Mario Bergoglio ha sido elegido Papa. El gesto de los cardenales, contra toda previsión, ha sido audaz. Como aquel de octubre de 1978. También esta vez se ha buscado un Papa de lejos, “casi del fin del mundo”, como ha dicho el Papa Bergoglio, mientras nosotros no podíamos salir del estupor.

Bergoglio, venido casi del fin del mundo, ha elegido el nombre de Francisco. Un nombre que indica una misión, una llamada, una esperanza.

Nosotros oramos por él, se lo encomendamos a la Virgen y a San José. Claro está, también a San Francisco de Asís, a San Ignacio de Loyola y, dentro de poco, también al Cura Brochero.

Es cierto: no podemos ocultar nuestro orgullo como argentinos, latinoamericanos y católicos. Nuestra América latina, continente de esperanza, ofrece uno de sus hijos como pastor de la Iglesia universal y voz de la conciencia de la humanidad.

Sabemos, en definitiva, que esta agradable sorpresa de Dios comporta una llamada a una fe más viva en Jesucristo. Es por lo mismo, una invitación a la conversión, a volver al Evangelio con toda la vida.

El Concilio Vaticano II nos recordó que la Iglesia está siempre necesitada de purificación. Siempre en estado de reforma.

El gesto humilde del Papa Benedicto abrió un camino nuevo, que ahora el Papa Francisco quiere seguir recorriendo bajo el impulso del Espíritu. Como él mismo lo señaló desde el balcón de San Pedro: un camino que involucra a todos, al obispo y al pueblo. Un camino de Iglesia peregrina. Una esperanza para la humanidad, especialmente para los olvidados.

Así el Evangelio se muestra como una palabra viva, capaz de seguir hablando al corazón de los hombres. 

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