Querido Papa Benedicto XVI:
En mi interior se mezclan la emoción y la admiración.
No siento tristeza. Nada de eso.
Tu frágil humanidad es transparente.
A través de ella luce un espíritu colmado.
Verte y escucharte ayer
en una luminosa mañana romana,
colma y calma el corazón.
Verte y escucharte ayer
en una luminosa mañana romana,
colma y calma el corazón.
Has combatido el buen combate,
conservaste la fe.
Hay tantas expectativas en torno a un Papa.
En el designio de la Providencia,
al sucesor de Pedro se le pide solo eso:
que sea testigo de la fe apostólica,
para que todos miremos a Roma,
para saber qué tenemos que creer,
cuál es nuestra firme esperanza,
donde está la Roca a la que nos aferramos
en medio de las turbulencias del tiempo.
Cuando se calme el barullo de los pronósticos
y de los juicios apresurados,
tu figura insigne seguirá hablando a la fe de los creyentes
y al corazón de todo ser humano auténtico.
Tu figura,
abrazado de un modo nuevo
y más profundo
al Señor Crucificado.
Tu servicio seguirá siendo la caridad pastoral,
hecha ahora oración silenciosa,
intercesión suplicante por la Iglesia y por el mundo.
Cada vez más dentro de la comunión de los santos,
junto a María, a San José tu patrono, a San Benito,
al beato Juan Pablo II y al beato Newman.
En el corazón de la Iglesia,
cuya vitalidad misteriosa
has hecho visible con la parábola de tu propia vida
entregada,
hasta este último gesto sorprendente de amor.
Benedicto: Dios te bendiga.
Amén.
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