El sinsentido de
la deriva
Giuseppe Dalla Torre
El legislador francés creó el matrimonio civil, el
legislador francés lo está ahora sepultando. Esta es la primera consideración
que salta a la vista, mirando con los ojos de la historia, cuando se lee la
noticia de que la Asamblea nacional francesa ha expresado un primer “sí” al
matrimonio entre homosexuales.
En efecto, en 1791 fue la Francia revolucionaria quien
introdujo el principio según el cual la ley considera al matrimonio como un
mero contrato civil, dejando de lado al matrimonio religioso. La furia laicista
en realidad no creó una nueva institución: tomó en sustancia la disciplina del
matrimonio canónico y la secularizó, limitándose a recortarle los elementos
particularmente religiosos. Desde aquel momento, sin embargo, los dos modelos
de matrimonio se han venido diferenciando siempre más y siempre más
rápidamente, con progresivo alejamiento del matrimonio civil del originario
modelo canónico. Se trata de un fenómeno que hoy parece llegar a límites
extremos.
Tres son los elementos salientes de este proceso histórico,
que ha conocido ya un primer desarrollo impresionante en España y que se
encuentra en fase de preocupante incubación en Gran Bretaña y en Alemania.
El
primero es la escisión y separación entre
actividad sexual y procreación, que termina por privar al matrimonio de la
naturaleza de institución propiamente destinada a la transmisión de la vida,
además de la solidaridad entre los esposos y las generaciones.
El segundo es el
desplazamiento de la identidad sexual de
la naturaleza a la cultura, actuado por las teorías del gender, que conduce al eclipse del
elemento de la heterosexualidad como caracterización del matrimonio, respecto
de otras formas de relaciones afectivas y solidarias. Se trata de una posición
cultural muy lejana del paradigma de siempre -que es también el cristiano- de
la diversidad entre los sexos que, en el matrimonio, son puestos en una
relación de complementariedad.
El tercero es la reducción del matrimonio a mera institución de reconocimiento de la
subsistencia de vínculos afectivos entre los esposos, cuyo debilitamiento
legitima la disolución del vínculo.
Una vez reducido el matrimonio a una relación afectiva entre
dos personas, no destinado de por sí a la integración de la diversidad sexual,
y ni siquiera a la procreación (que, por otra parte, se puede obtener
artificialmente), se arriba inevitablemente a invocar el derecho de cada uno al
amor reconocido y protegido por la ley, prescindiendo del dato sexual.
Ahora bien, descontando el hecho de que el amor es un
elemento que escapa al derecho (tanto es así que el legislador ni siquiera pide
a los progenitores que amen a sus hijos, sino que les impone que quieran su
bien), la impresión que queda es que estamos en la etapa final de un proceso.
Podemos preguntarnos: ¿poco menos de dos siglos es
suficiente para ver nacer, crecer y, por fin, dirigirse a su disolución al
matrimonio civil?
Observando más detenidamente, las forzadas intromisiones del
legislador civil sobre la estructura natural del matrimonio, como ayer en
España y hoy en Francia y en otros lugares, no reforman el matrimonio sino que
lo sustituyen con otro negocio. Puede permanecer formalmente la denominación
legal de “matrimonio”, pero la esencial del matrimonio no existe más. Las
veleidades prometeicas en materia matrimonial renueva de alguna manera, en el
moderno legislador humano, el antiguo mito del rey Midas: la ineludible
transformación de una cosa en otra cosa.
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