Hablando de la oración en mis correrías episcopales, tengo que hacer referencia a las procesiones. En estas últimas semanas me han tocado muchas. Una procesión: caminar rezando, llevando en andas una imagen de María, o de Jesús, o de un santo. Caminar rezando y cantando.
Procesiones en el desierto, en las parroquias rurales más alejadas. Pero también, procesiones por las calles de nuestra secularizada ciudad: un puñadito de creyentes detrás de una imagen, llevando en alto el misterio de la fe.
Como al pie de la cruz, la presencia femenina es mayoritaria. ¡Otra que sexo débil! ¡Cuánta razón tienen los teólogos que dicen que el alma de la Iglesia es femenina! Pero también hombres que caminan porque la fe es precisamente eso: un peregrinar. Y están los niños. Uno entiende un poco mejor a Jesús que sentenció: “Si no se convierten en niños no podrán entrar en el Reino de los cielos”.
Rezar con el pueblo, siendo yo mismo parte del pueblo. Estoy aprendiendo a ser obispo, a ser pastor del pueblo. Sé bien que me toca conducir, guiar y predicar en nombre del Maestro. Lo hago con verdadero gusto. No le escapo a la tarea. Sin embargo, cuando mi voz se une a la voz de los hermanos … No sabría explicarlo. Es Jesús el que lo dijo clarito: “cuando dos o tres estén reunidos en mi Nombre: Yo estoy en medio de ellos”. De eso se trata. De Jesús en medio.
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