"Sí, volveré junto a mi Padre" |
Hoy, miércoles de ceniza, se abre el tiempo fuerte de la Cuaresma. Cuarenta días en preparación de la Pascua cristiana. Tiempo de una apertura a Dios y a los hermanos más auténtica. Por eso: oración, ayuno y limosna.
Como ocurre también con el Adviento, el tiempo cuaresmal no es otra cosa que la vivencia más consciente de algo esencial de nuestra fe: la conversión como vuelta a Dios, como un recentrarnos en Dios, nunca alcanzado del todo.
En palabras del profeta: “Pero aún ahora -oráculo del Señor- vuelvan a mí de todo corazón, con ayuno, llantos y lamentos. Desgarren su corazón y no sus vestiduras, y vuelvan al Señor, su Dios, porque él es bondadoso y compasivo, lento para la ira y rico en fidelidad, y se arrepiente de tus amenazas.” (Joel 2,12-13)
Todos los creyentes tenemos historias de conversiones, para contar o para guardar en el secreto del corazón. Sin duda, son historias dolorosas. La conversión comienza siempre con la experiencia del hijo pródigo que, tal vez de repente, cae en la cuenta de su extravío. Pero siempre, siempre, termina en fiesta, en la alegría del hijo muerto que ha vuelto a la vida. Historias del dolor transformado por la experiencia del amor incondicional de Dios. El llanto convertido en gozo.
Volver a Dios. Esa es la aventura de la Cuaresma.
El profeta, sin embargo, nos habla de otra conversión. Su sujeto no somos nosotros, sino el mismo Dios. “¡Vuelva a Dios!”, nos dice. Añade: “¡Quién sabe si él no se volverá atrás y se arrepentirá, y dejará detrás de sí una bendición: la ofrenda y la libación para el Señor, su Dios!” (Joel 2,14).
La cruz de Jesús es la expresión más elocuente de las verdaderas intenciones de Dios para con el hombre y para con toda la creación. Es la palabra que anuncia que Dios vuelve sus ojos, su mirada y sus manos hacia el mundo.
Volver a Dios, pero al Dios del amor hasta el extremo. Al Dios crucificado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.