Homilía pronunciada en la Eucaristía celebrada frente al templete de la Divina Misericordia
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
Es una voz, a la vez, humilde y fuerte, llena de mansedumbre, pero también inquietante y elocuente.
Ningún poder mundano ha podido jamás acallarlo, ni podrá tampoco jamás hacerlo.
Es verdad, que hay momento en la historia de las personas, de las familias y de los pueblos en los que el fragor de las armas, la violencia ciega del odio y del resentimiento, o la prepotencia del más fuerte parecen tener la última y decisiva palabra sobre el destino de los hombres.
Sin embargo, el poder abrumador del mal es proporcional a su inconsistencia, a su mentira y a su inhumanidad. El verdadero poder que sostiene y mueve al mundo es el amor, la ternura, el servicio desinteresado, la amistad, en definitiva: la misericordia.
Si el amor -en su expresión más genuina, la que supera el amor egoísta que se busca a sí mismo- es la búsqueda apasionada del bien real del otro, de los demás; la misericordia puede ser definida con el amor que se hace cargo efectiva y realmente, desde lo hondo del corazón, de la miseria; de toda forma de miseria humana.
“La misericordia -escribía el Beato Juan Pablo II- tiene la forma interior del amor, que en el Nuevo Testamento se llama agapé. Tal amor es capaz de inclinarse hacia todo hijo pródigo, toda miseria humana y singularmente hacia toda miseria moral o pecado” (Dives in misericordia 6).
¡El Evangelio de la misericordia divina sigue resonando en nuestro mundo, porque sigue resonando, por el poder del Espíritu, el santo Nombre de Jesucristo!
El Evangelio de la misericordia es Jesús. “Él mismo la encarna y la personifica. Él mismo es, en cierto sentido, la misericordia” (Dives in misericordia 2).
Con el Apóstol Pedro, nosotros, hoy, confesamos llenos de gozo: “Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en su gran misericordia, nos hizo renacer, por la resurrección de Jesucristo, a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, incontaminada e imperecedera, que ustedes tienen reservada en el cielo” (1 Pe 1,3-4).
Jesús resucitado, en medio de nosotros como aquella mañana en medio de los apóstoles, dándonos la Paz de Dios, es la manifestación misma de la misericordia. Él viene de vencer el pecado, de resucitar de la muerte. Su victoria, es la victoria de la misericordia del Padre sobre toda forma de odio, de violencia y de injusticia.
El Señor resucitado, derrama sobre nosotros su Espíritu, y nos confía la preciosa misión de llevar el poder de la misericordia y del perdón, hasta el último rincón del mundo.
Él, que murió suplicando el perdón para sus verdugos, nos enseña a perdonar, a ser, con Él y en Él, encarnación viviente del poder del amor que se hace misericordia, perdón y reconciliación.
Nosotros hemos conocido, también aquí en esta tierra mendocina, al mensajero de la paz, al Papa de la Misericordia divina: Juan Pablo II, a quien, desde hoy podemos invocar, sostenidos por la fe de toda la Iglesia: “Beato Juan Pablo II: ruega por nosotros”.
Karol Wojtyla tuvo una vida marcada por la prueba. A los 6 años perdió a su madre. A los 12, a su hermano mayor, Eduardo. A los 18, a su padre. Quedó solo en el mundo, en medio de la guerra más terrible que ha conocido la historia humana. Una guerra desatada por las ideologías ateas y totalitarias que se han disputado las mentes y los corazones en el siglo XX.
Con el paso del tiempo, y la madurez de la fe, este niño y joven probado -duramente probado- llego a convertirse en apóstol de Jesucristo, en portavoz del Evangelio de la misericordia. Y su figura llegó hasta el último rincón del planeta. Él mismo, a través del acentuarse del sufrimiento en sus últimos años, se fue identificando cada vez más con el Evangelio de la misericordia.
Queridos hermanos: los santos -como el Beato Juan Pablo II, Santa Faustina Kowalska, o San Maximiliano Kolbe- son el rostro más genuino del Evangelio. Son también el rostro más auténtico de la humanidad.
Al celebrar con alegría el Evangelio de la Misericordia, preguntémonos, cada uno de nosotros. Mejor: preguntémosle al Señor, de la mano del Beato Juan Pablo II: “Señor, ¿cuál es mi lugar en la Iglesia? ¿Cómo puedo yo anunciar y comunicar el Evangelio del Perdón y de la Misericordia? ¿Qué lugar tenés pensado vos, para mí, en tu Cuerpo místico?”.
Beato Juan Pablo II, Apóstol y Testigo de la misericordia divina: intercede y ruega por nosotros. Amén.
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