El pasado de fin
de semana, como Iglesia diocesana, vivimos una verdadera fiesta de la fe.
Celebramos los 25 años de ordenación episcopal de nuestro Arzobispo José María
Arancibia.
Habíamos venido
preparando la celebración desde el año pasado, aunque en estas últimas semanas
-como suele ocurrir- se piso a fondo el acelerador.
Tanto en la web
del Arzobispado como en el Facebook de la Oficina de Prensa hay información
abundante sobre el evento. No voy a volver sobre ella.
Quisiera
solamente hacer una breve lectura espiritual de lo vivido. Una lectura desde el
Espíritu de Jesús, recibido en Pentecostés.
Ya he comentado
anteriormente que, puestos a programar estas celebraciones, recibimos del
Arzobispo un criterio preciso: no centrarnos en su persona, sino en la misión
del obispo, destacando sobre todo el espíritu misionero y la caridad hacia los
más pobres.
El carisma
episcopal se juega en esto: velar para que el anuncio de la Buena Noticia
alcance hasta el último rincón de la diócesis y para que la caridad del Buen
Pastor guíe realmente a sus discípulos.
De todas formas,
en estas últimas semanas pude ser testigo del cariño, aprecio y valoración de
la Iglesia diocesana hacia la persona de su obispo. Podría señalar muchos
gestos, palabras y vivencias concretos. Los guardo para mí y para el Señor que
sabe recompensar a quien obra en lo secreto.
Tanto en la
Eucaristía del sábado como en el brindis que siguió percibí un clima de
familia. Pero un clima que nace de la fe y se nutre con el amor a la Iglesia.
Arriba señalé que fue una “fiesta de la fe”, ahora añado también: un momento
muy hondo de Iglesia.
Me animo a decir
lo que Pablo VI dijo del Concilio: “Aquí está el Espíritu Santo”.
Gran osadía,
porque si es posible hacer una experiencia de Espíritu, esta nunca puede ser
aferrada. Espíritu, en definitiva, viene de soplo, brisa, viento, aliento y
respiración. Lo invisible que se vuelve visible solo en sus efectos.
Me llamó la
atención la emoción de todos los que participaron. Algunos tuvieron una
intervención especial: Carlos Franzini, obispo de Rafaela y amigo de Arancibia
tuvo la homilía, iniciada con la voz quebrada; Pablo López, uno de los curas
ordenados por el Arzobispo, que habló durante el almuerzo: ¿cómo olvidar las
sabias y certeras palabras, también llenas de genuina emoción, de Olga
Marsollier?; la intervención profunda del Cardenal Karlic, maestro y amigo del
Arzobispo.
Tuvimos también
la alegría y el honor de contar con la presencia del Señor Nuncio Apostólico de
Su Santidad en Argentina, Mons. Emile Paul Tscherrig. Tuve la ocasión de estar
muy cerca de él en la mayoría de los momentos compartidos. Corroboró la
impresión que me había hecho de su persona en Buenos Aires: un hombre sencillo,
franco y -esto sí me sorprendió gratamente- con una visión muy clara de la
misión de la Iglesia en el mundo de hoy.
Voy terminando
este relato, necesariamente incompleto. Dejo para el final algo que me ha
parecido muy evangélico: como siempre, los que dijeron presente a la
celebración fueron los más pobres, los más lejanos y los que tienen razones
personales para participar.
La Iglesia tiene
que ver con el corazón de los hombres. Allí donde se juegan las cosas más
verdaderas y duraderas. Ese es el campo que su Fundador le asignó como terreno
para su labor: trabajar los corazones.
Esto vi en este
fin de semana, intenso pero también lleno del consuelo y de la paz del Espíritu
de Cristo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.