“Bendita sea la Santísima Trinidad: Dios Padre, el Hijo
unigénito de Dios y el Espíritu Santo, porque ha tenido misericordia con
nosotros” (Antífona de entrada de la
Solemnidad de la Santísima Trinidad).
Como todos los años, después de haber visto desplegarse ante
nuestros ojos el misterio de nuestra salvación, cuya culminación es la Pascua
de Jesucristo, la Iglesia nos invita a confesar nuestra fe en el Dios uno y
trino.
Confesar gozosamente la fe en el Dios amor, alabando y
celebrando su santo Nombre. Es la alabanza y adoración que brotan del corazón
que comprende, no una sublime especulación doctrinal, sino lo que Dios ha hecho
por nosotros: ha tenido misericordia de su pueblo.
La invitación de la Iglesia es alabadar, adorar y dar
gracias. Pero no se detiene ahí: en realidad somos invitados a vivir en la
Trinidad. A entrar en ella, nosotros que hemos sido sumergidos en su misterio
de amor.
Vivimos en la cultura de la disociación y de la
desvinculación. La ruptura parece ser la ley suprema del presente: ruptura
entre el cuerpo y el alma; ruptura entre el varón y la mujer; ruptura entre
padres e hijos; ruptura en el seno de la sociedad; ruptura entre naciones.
La Trinidad ha sembrado la semilla de la unidad en la
diversidad. Le ha devuelto la esperanza al mundo.
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