El criterio de la Iglesia católica es clarísimo: solo son ordenados
sacerdotes aquellos hombres que hayan dado pruebas concretas de estar llamados
por Dios al carisma del celibato por el Reino de los cielos. Es decir: la
vocación sacerdotal supone también la vocación al celibato.
El celibato es un
carisma, es decir: una gracia especialmente gratuita que Dios da a un bautizado
para el bien común de todo el cuerpo místico de Cristo. En el bautismo
recibimos la gracia que nos hace hijos de Dios, con los dones y frutos del
Espíritu Santo.
Pero cada persona
es única e irrepetible. Dios le concede a cada bautizado un conjunto de
carismas, también únicos e irrepetibles. El carisma de los carismas es la
vocación particular de cada uno. El que encuentra, reconoce y acoge libremente
su propia vocación particular encuentra la pieza clave de toda su vida. En
torno a ella se articulan armoniosamente todos los demás carismas y gracias
recibidos de las manos generosas de Dios.
En este sentido,
todos los bautizados somos carismáticos, es decir: hombres y mujeres animados y
movidos por el Espíritu de Cristo. Los carismas expresan la libertad del
Espíritu que sopla donde quiere.
El celibato o,
mejor, la virginidad por el Reino de los cielos es uno de esos carismas que
completan y perfeccionan la vocación especial de algunos bautizados.
La decisión de
solo ordenar sacerdotes a quienes hayan recibido el carisma del celibato es,
valga la redundancia, una decisión de la Iglesia. Es mucho más que una medida
jurídica o disciplinar. Es un preciso acto de elección: la Iglesia dice con
esta opción qué clase de pastores quiera para sí misma.
Aclaremos, de
paso, que el sacerdocio no es una profesión liberal. Es decir: no es una
profesión que se elige libremente y que, de alguna manera, supone el derecho a
ejercerla según el propio criterio. El sacerdocio ni es un derecho individual,
ni es una profesión. Es una vocación a un ministerio eclesial que hace del
llamado un instrumento vivo en las manos de Cristo Sacerdote. El sacerdocio es
de Cristo y de su Iglesia, mucho más que del cura ordenado. O se es sacerdote como quiere la Iglesia, o se termina siendo una figura patética, incoherente, alienada y desnortada. Si esto no está
claro, todo está oscuro.
Es por eso que la
Iglesia determina cómo y de qué manera han de ser sus sacerdotes. Como enseñaba
sabiamente el beato Juan Pablo II, los candidatos al sacerdocio deben
profundizar a lo largo de toda su vida en esta voluntad eclesial que antecede
la propia voluntad personal. Profundizarla quiere decir: hacerla propia, identificándola con la propia conciencia y voluntad.
Al ordenar solo a
quienes manifiestan haber recibido la llamada gratuita al ministerio sacerdotal
y al celibato perpetuo por el Reino de los cielos, la Iglesia ratifica que el
sacerdocio no es un funcionariado burocrático, sino que el ministro ordenado
es, ante todo, un carismático, un hombre que debe vivir en la libertad del
Espíritu de Dios.
Como todo
carisma, el celibato es confiado a la libertad personal del que es llamado a
esta forma de vida. Aquí radica su grandeza, pero también la posibilidad de su
frustración, pérdida o traición. Nada más delicado que la libertad humana.
Tampoco nada más frágil.
Ha habido, hay y
habrá hermanos que no han podido, por razones variadas, mantenerse fieles a
este compromiso de vida. Hoy no ocurre nada diverso de lo que ha ocurrido ayer
y, seguramente, ocurrirá mañana. No hay que escandalizarse. Solo orar y pedir
por la fidelidad de los llamados. Pero también afanarse por promover una
reforma interior y una conversión profunda en la vida de los pastores y de toda
la Iglesia, para crear el clima espiritual en el que se puede vivir la fe y la
fidelidad a la propia consagración. Mucho más en medio de la corrupción del mundo.
Con el celibato
ocurre lo mismo que con todas las cosas valiosas: el amor y la amistad, la fe y
la oración, etc. Están confiados a la fragilidad siempre amenazada de la
libertad humana.
Por eso, el
célibe tiene que elegir, cada día, su consagración total a Dios. Cada día está
llamado a decir “amén” con su alma y con su cuerpo.
En realidad, es
lo que ocurre con toda vocación o carisma de totalidad. También ocurre así con
el carisma del matrimonio en el Señor.
En la sociedad
líquida y relativista en la que vivimos, este sí cotidiano se hace más urgente,
fascinante, pero también más difícil.
Obviamente, para
vivir de forma plena el carisma del celibato (como ocurre con el matrimonio
cristiano y la misma fe) es necesario un sentido vivo de Dios, un espíritu
sobrenatural de fe, una ascesis permanente para no dejarse tomar por el
espíritu del tiempo y los criterios del mundo, una obedediencia cordial a la
enseñanza de la Madre Iglesia. Sobre todo, lo que más necesita un célibe es la
humidad delante de Dios y delante de sus hermanos. Solo el que vive de la
humildad vive en la verdad.
Cuando estas
cosas se eclipsan en el corazón del célibe. quedan abiertas las puertas para
los peores pecados. Sean estos las pequeñas infidelidad que aburguesan y
enfrían el corazón; sean los pecados más groseros.
El célibe ha de
ser, ante todo, un orante, humilde y perseverante; un fiel oyente de la
Palabra, entrenado en escuchar a Dios más que a sí mismo. El célibato es
cuestión del corazón, antes que una cuestión de los genitales. Y de un corazón
vuelto humildemente a Dios, como nos enseñó el mismo Jesús. Porque Él es el
célibe por excelencia (cf. Mt 19,
12).
La Iglesia ha
hecho una opción clara, firme y decidida por el sacerdocio célibe. El
sacerdocio célibe se ha ido abriendo paso a lo largo de su historia bimilenaria,
es poseedor de riqueza de sentido y de luminosa verdad. En este camino, la
Iglesia no va a dar marcha atrás. Escucha con indiferencia el canto de sirena
de los charlatanes que la invitan a convertirse en un fragmento más de este
mundo caído. La Iglesia mira al cielo, mira al Resucitado. Allí está su verdad.
La Iglesia
escucha, impertérrita, la voz de su Esposo. Lo demás es añadidura.
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