Con toda la Iglesia estamos
celebrando a los Apóstoles Pedro y Pablo. Sobre ellos está fundada la Iglesia
de Roma, que preside a todas las iglesias en la caridad. Su sangre común le ha
dado solidez a la sede romana.
Así lo canta un antiguo himno de
la liturgia católica:
Dichosa tú que fuiste ennoblecida,
oh
Roma, con la sangre de estos Príncipes,
y
que, vestida con tan regia púrpura,
excedes
en nobleza a cuanto existe.
Por eso, todas las iglesias y todos los creyentes volvemos
la mirada a la sede de Pedro y al obispo de Roma. Donde está Pedro está la
Iglesia. La fe de Pedro es la fe de la Iglesia católica. No queremos profesar
otra fe que la que confesó Pedro: “Tú eres el Mesías”.
* * *
“Mientras Pedro estaba bajo custodia en la prisión, la
Iglesia no cesaba de orar a Dios por él” (Hch
12,5).
Hoy, Pedro no está en una prisión. Sin embargo, el sucesor
del pescador de Galilea es también un anciano frágil, al menos externamente,
que es objeto constante del desprecio de los poderosos y de las insidias del
mal.
Hace algunos años, durante su peregrinación a Fátima, el
Santo Padre Benedicto XVI les decía a los periodistas que lo acompañaban en el
avión que lo llevaba a Portugal, refiriéndose al mensaje de la Virgen sobre los
sufrimientos del Papa y de la Iglesia:
La
novedad que podemos descubrir hoy en este mensaje reside en el hecho de que los
ataques al Papa y a la Iglesia no sólo vienen de fuera, sino que los
sufrimientos de la Iglesia proceden precisamente de dentro de la Iglesia, del
pecado que hay en la Iglesia. También esto se ha sabido siempre, pero hoy lo
vemos de modo realmente tremendo: que la mayor persecución de la Iglesia no
procede de los enemigos externos, sino que nace del pecado en la Iglesia y que
la Iglesia, por tanto, tiene una profunda necesidad de volver a aprender la
penitencia, de aceptar la purificación, de aprender, por una parte, el perdón,
pero también la necesidad de la justicia. El perdón no sustituye la justicia.
En una palabra, debemos volver a aprender estas cosas esenciales: la
conversión, la oración, la penitencia y las virtudes teologales. De este modo,
respondemos, somos realistas al esperar que el mal ataca siempre, ataca desde
el interior y el exterior, pero también que las fuerzas del bien están
presentes y que, al final, el Señor es más fuerte que el mal, y la Virgen para
nosotros es la garantía visible y materna de la bondad de Dios, que es siempre
la última palabra de la historia.
Hoy, Pedro no está en prisión, pero sigue bajo ataque,
especialmente desde dentro de la propia barca de la Iglesia. La Iglesia sigue
rezando por él con el mismo fervor y la misma fe. Nosotros, como Iglesia
diocesana, hemos querido hacer de este día una “Jornada de oración por el Papa”.
Esta oración es, a la vez, acción de gracias por su persona
y ministerio, súplica para que el Señor lo defienda y proteja, pero también
plegaria ardiente implorando la conversión, la reforma interior de la Iglesia y
la santidad de todos sus hijos.
No nos asusta el pecado de los hijos de la Iglesia. Sí nos
hace temblar que el espíritu del tiempo y los criterios del mundo sustituyan la
novedad permanente y escandalosa de Jesucristo crucificado. Tememos que la
vocación universal a la santidad sea opacada por un frío aburguesamiento, la
mediocridad espiritual y una especie de “secularización interna” que mata todo.
Nos quita el aliento pensar que el anuncio de la fe sea sustituido por una
suerte de neoburocracia eclesiástica, más atenta a las formas que a la mística,
el espíritu y la fuerza viva de la fe.
Rezamos por Pedro -por Benedicto XVI- para que el Señor haga
de su Iglesia una comunidad viva de fe, de amor, de apostolado, de audacia y
valentía para esperar el reino que viene, el futuro prometido y que es nuestro Señor
Jesucristo.
* * *
Miramos al sucesor de Pedro. Oramos por él. Aprendamos
también de él las enseñanzas fundamentales de su magisterio.
Dios le ha concedido a su Iglesia, en los tormentosos
tiempos que nos han tocado vivir, unos pastores según el corazón de Dios.
Pensemos en los papas del siglo pasado: León XIII, San Pío X, Benedicto XV, el
gran Pío XI, su sucesor: el Pastor
angelicus Pío XII (cuya figura se agiganta cada día más), el beato Juan
XXIII, el gran Pablo VI, el humilde y sonriente Juan Pablo I, hasta llegar al Papa
magno: el beato Juan Pablo II.
Benedicto XVI no es la excepción. ¿Qué trazos de su persona
y magisterio podríamos destacar en esta tarde?
Sin ánimo de ser exhaustivo, quisiera delinear aquí, y muy
brevemente, algunos trazos fundamentales de la enorme figura de nuestro querido
Sumo Pontífice, el Papa Benedicto XVI.
1. El Papa del primado de Dios en un mundo secularizado
Así lo decía en la homilía de inauguración de su ministerio
petrino: “Así es, en verdad: nosotros existimos para enseñar Dios a los
hombres. Y únicamente donde se ve a Dios, comienza realmente la vida. Sólo
cuando encontramos en Cristo al Dios vivo, conocemos lo que es la vida.”
2. El Papa de la fe como encuentro con Jesucristo que
transforma la vida
Es tal vez la frase más célebre de su magisterio. También la
más rica en contenido doctrinal y espiritual. Está tomada del inicio de su
primera encíclica: “Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar
el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano
por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento,
con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una
orientación decisiva” (Deus caritas est
1).
3. Un papado centrado en lo esencial del cristianismo
Muchos han tratado de dictarle la cartilla a Benedicto XVI,
indicándole cuáles deberían ser sus prioridades. Él ha declarado con sencillez:
“Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis
propias ideas, sino ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la
palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de tal modo que
sea él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia”.
Es un rasgo verdaderamente mariano, pues la figura de María
pone de relieve la dimensión más profunda de la Iglesia: virgen a la escucha,
obediente a la Palabra de Dios.
El Papa del primado de Dios es también el Papa de la Palabra
escuchada, acogida cordialmente y hecha norma de la propia vida. Aquí está lo
esencial del cristianismo.
4. Un hombre sabio, que no teme preguntarse por la verdad
El que lee al Papa sabe que se encuentra con un hombre que
no teme dejarse interpelar por las preguntas más agudas del corazón humano,
también de los que se resisten a creer o niegan a Dios. Pero es también un
hombre que sabe, a su vez, interrogar, inquietar, sacudir el conformismo de la
cultura dominante, ir a fondo en las cuestiones que sacan a la luz la búsqueda
más honda del corazón humano: Dios, la verdad, la vida y la muerte.
Es el Papa de la verdad en un mundo y en una cultura que
desprecia la sola mención de esta palabra poco políticamente correcta (incluso
dentro de la misma Iglesia).
Tal vez aquí radica una de las razones más poderosas de esa
especie de constante fiscalización que los medios de comunicación hacen sobre
su persona y sus dichos. Una mezcla de temor y de fascinación porque este
anciano incómodo suele decir cosas que no dejan indiferentes.
5. Un Papa de la reforma de la Iglesia
Este último rasgo es el que, a mí personalmente, más me
toca. Ya como joven teólogo, en los tormentosos días que siguieron al Vaticano
II, Joseph Ratzinger pronunció una conferencia con el significativo título:
“¿Qué significa renovación de la Iglesia?”. Ha sido recogida junto a otros
artículos y ensayos en el volumen: “El nuevo Pueblo de Dios”.
Aquí encontramos, in
nuce, el proyecto de reforma que cuarenta años después le ha tocado
presidir. ¿Qué supone una auténtica reforma de la Iglesia? ¿De qué se trata?
¿De perseguir al hombre moderno, para adaptarse a sus criterios y a su modo
típico de comprender las cosas? La reforma de la Iglesia ¿no es más bien
recuperar la forma genuinamente cristiana, lo más cristiano del cristianismo,
sin importar demasiado lo que piense el mundo y la opinión pública dominante?
Una auténtica reforma supone esquivar los riesgos del
integrismo y el tradicionalismo, que confunden la tradición viva de la Iglesia
con las costumbres antiguas, y que pretenden hacer de la Iglesia una fortaleza
cerrada en sí misma, al abrigo de los asaltos del mundo. Pero también, el
riesgo de quienes creen que hay que ir al encuentro del mundo, quitando de la
fe todo lo que pueda escandalizar o inquietar al hombre moderno. Es cierto, con
esto se rompe la pretendida campana de cristal que preserva a la fe de la contaminación
mundana. El problema es que la misma fe, en este planteo, se convierte en un
fragmento más del mundo, insípido, insignificante, irrelevante.
¿Qué es entonces renovación y reforma genuina de la Iglesia?
“Renovación -escribía el joven Ratzinger en 1965- es simplificación, no en el
sentido de recorte y empequeñecimiento, sino en el sentido de hacerse sencillo,
de retornar a la verdadera sencillez, que es el misterio de la vida. Es una
vuelta a la sencillez que en el fondo es un eco de la sencillez del Dios único.
Hacerse sencillo en este sentido sería la verdadera renovación para los
cristianos, para cada uno de nosotros en particular y para la Iglesia
universal”[1].
Como Iglesia oramos por el Sucesor de Pedro, el obispo de
Roma, Benedicto XVI. Él es el fundamento de la unidad visible de toda la
Iglesia. Con él queremos vivir plenamente estos tiempos como momento para una
reforma genuina de la Iglesia, reforma que comienza en cada uno de nosotros, en
nuestra propia fidelidad a Cristo, a Dios, a la fe.
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