Jesús nació en un pesebre porque no había lugar para él en
el albergue. Se le cerraron todas las puertas. Así lo cuenta el Evangelio.
Sin embargo, aquí está precisamente la buena noticia: la
vida sabe abrirse paso, no obstante todos los obstáculos.
La escena de Navidad -con asno y buey incluidos- es
maravillosamente humana. De ahí que las distintas culturas que han conocido el
Evangelio la hayan hecho suya. Tenemos pesebres con rostro europeo, asiático,
latinoamericano, africano, etc.
Ni que hablar de la Navidad como fuente de inspiración
artística. Pienso en la Misa criolla del maestro Ariel Ramírez. O en la más
moderna “Carpintería José” de Salzano, cantada por la prodigiosa voz de Jairo.
Este hecho es un indicador de que el Evangelio toca el
núcleo del ser humano: su conciencia, su razón, su mundo afectivo. Navidad es
una palabra universal comprensible.
¿Cómo expresar con palabras lo que el arte, los gestos y los
ritos dicen a su manera?
Yo lo diría así: en ese niño que nace de María, Dios se
muestra amigo y compañero de camino de los hombres. Dios se muestra humano.
Los cristianos lo decimos con una palabra inmensa, tomada
del Evangelio según San Juan: encarnación. La palabra “carne” es usada en la
Biblia para indicar al ser humano en su fragilidad y vulnerabilidad. El Hijo de
Dios se encarnó, se hizo carne: tomó nuestra condición humana, tal como es; se
hizo uno de nosotros.
Navidad es, por eso, un gesto de amistad. Y de una amistad
sincera, sin segundas intenciones.
Así Jesús muestra el rostro genuino de Dios. Y no solo lo
muestra, sino que lo mete en el corazón de la historia humana. Esto es lo más
valioso que Jesús ha traído a la humanidad: ha traído a Dios, y a un Dios que
nos humaniza por su cercanía.
Lo que Navidad muestra con los rasgos entrañables de una
madre que da a luz a su hijo, la Pascua lo dirá con el dramatismo de la pasión,
de la cruz y de la tumba vacía.
El mensaje es el mismo: el amor de Dios por cada ser humano
es inquebrantable, siempre fiel, para siempre. No se echa atrás ante el
rechazo, el insulto, la burla o esa increíble variedad de recursos que tenemos
los seres humanos para despreciarnos y humillarnos. Es mano siempre tendida,
perdón y reconciliación.
Se puede fundar la vida sobre el sólido cimiento de la
amistad de Dios. Eso es precisamente la fe. La palabra “amén” indica ese echar
raíces en la roca sólida que es Dios, aliado fiel y fiable del ser humano.
Celebrar el Nacimiento de Cristo es una buena oportunidad
para redescubrir los caminos que nos conducen a la amistad con Dios, pero
también a la amistad entre las personas, incluso a la amistad como principio
que anime la convivencia ciudadana.
Este es un aspecto sobre el que quisiera detenerme. Las
sociedades necesitan normas, leyes y estructuras que regulen su vida social,
económica y política. Incluso la cultura requiere de protección legal para su
desarrollo. La lucha por alcanzar el mayor orden justo posible es una meta
siempre desafiante y nunca lograda del todo.
Sin embargo, la más sofisticada legislación u organización
política resultan sencillamente impotentes si no tienen, como sustrato y contraparte,
una comunidad humana rica en valores espirituales, éticos y culturales. Que es
lo mismo que decir: si no hay hombres y mujeres libres que viven a pleno su
condición humana. No hay sociedad justa sin ciudadanos virtuosos, según un
planteo clásico que vuelve a escucharse en teoría política.
Aquí radica uno de los desafíos de más largo alcance que
tenemos como sociedad. Nos involucra a cada uno como personas.
La tradición cristiana afirma que el Hijo de Dios no sólo se
hizo hombre, sino que además buscó el último lugar. Asumió la condición de un
humilde servidor. Así rescató al hombre caído: poniéndose en su lugar y
recreando, desde allí, la naturaleza humana.
La amistad es precisamente esto: búsqueda compartida del
bien real para los amigos. Supone ponerse en el lugar del otro. Es el esfuerzo
de mirar la vida desde el lugar del otro. “Un amigo es uno mismo en otro
cuero”, anotaba con pícara sabiduría Atahualpa Yupanqui.
Si esta tensión de ponerse en el lugar del otro desaparece o
se minimiza en el entramado de la vida cotidiana, esta se transforma en una
despiadada lucha por la supervivencia, en la imposición del más fuerte, llegando
incluso a pervertir la justicia misma. Prevalece el dogma fundamental de la
cultura dominante: no hay nada mayor que el sujeto individual y sus deseos; el
otro es un enemigo o un insignificante.
El relato evangélico del nacimiento de Jesús no indica otra
dirección. Nos ubica contracorriente. Ilumina con su poderosa luz divina un
dato fundamental de la existencia humana: la persona solo encuentra su plenitud
en el don de sí, compartiendo y entregándose.
Jesús se despertó a la vida como cada uno de nosotros: por
la sonrisa de su joven madre, mientras lo amamantaba. Podemos imaginar también
a José, como lo hace la poesía de Salzano, llorando de alegría. En ese momento,
todo el sufrimiento vivido desapareció. La vida había triunfado, porque había prevalecido
la fuerza del amor, el de Dios y de los hombres.
Jesús aprendió así a vivir en un mundo rico de relaciones
humanas. Como escribía un autor espiritual moderno: aprendió primero a ser
hermano, el que un día, como redentor, debía dar la vida por todos.
Es un buen punto de vista para reflexionar en Navidad, y,
sobre todo, para imitar.
¡Muy feliz Navidad para todos!
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