Unas declaraciones a la prensa del cardenal Javier Lozano Barragán han vuelto a mover el avispero en la cuestión siempre espinosa de la homosexualidad. “Homosexuales y transexuales -habría dicho el cardenal- no entrarán en el Reino de los cielos”. Ha apelado a la enseñanza de San Pablo.
Dejemos al cardenal hacer uso de su merecida jubilación. ¿Qué dice la Iglesia al respecto?
El cielo es nuestra vocación. La de todo hombre. Para eso Dios nos creó, nos dio inteligencia y li-bertad, y nos puso en la tierra. Para eso Cristo derramó su sangre en la cruz. Para eso, en definitiva, existe la Iglesia: para mostrar el camino al cielo. “Cielo” quiere decir: Dios y nuestra comunión con Él.
Hay opciones de vida, comportamientos y actos humanos que pueden frustrar esta vocación. Sin el auxilio de la gracia, y de no mediar un arrepentimiento sincero de nuestras culpas personales, el breve espacio temporal de nuestra vida puede desembocar en la frustración eterna. Eso es el infierno.
Todos experimentamos en nuestro interior el desorden de la concupiscencia que nos empuja al mal. Jesús nos enseñó a rezar: “Padre nuestro, no nos dejes caer en la tentación. Líbranos del mal”. Sin embargo, la presencia de este desorden no significa, de por sí, que estemos destinados a la condena-ción. Cuando nuestros actos personales ratifican esta tendencia desordenada, entonces sí, nuestra vida se pone en situación de riesgo. Una cosa es sentir; otra, consentir.
El hombre, herido por el pecado, fácilmente se extravía. El mensaje moral que Dios ha inscrito en su propio ser (lo que llamamos: la ley natural), no resulta tan claramente perceptible a los ojos en-ceguecidos por el egoísmo. Como enseñan los evangelios, es Cristo el que cura nuestras cegueras, y nos abre los ojos para ver la verdad y realizarla en nuestras vidas.
La tendencia homosexual supone una dura prueba para las personas. Aunque suele indicar que algo tan fundamental como la propia identidad sexual no ha madurado lo suficiente, de por sí, no conlle-va a la condenación. Esto solo se da cuando la persona, con plena conciencia y deliberado consen-timiento, elige realizar los actos homosexuales que, por su propia condición, son intrínsecamente desordenados (se puede leer el n° 2357 del Catecismo).
De todos modos, la Iglesia experta en humanidad, enseña que nunca se puede ofrecer un juicio defi-nitivo sobre el estado moral de una persona, especialmente sobre su perdición. Ese juicio solo pertenece a Dios.
Cristo salvador llama a todos a la conversión y a la fe. Él, con su sangre, ha abierto las puertas del cielo para todos los que escuchan su llamada, renuncian al pecado en todas sus formas y, con el auxilio del Espíritu Santo, perseveran en la caridad.
Las personas homosexuales no escapan de este influjo salvífico de la gracia de Cristo. O, como dice sabiamente el Catecismo de la Iglesia: “Estas personas están llamadas a realizar la voluntad de Dios en su vida, y, si son cristianas, a unir al sacrificio de la cruz del Señor, las dificultades que pueden encontrar a causa de su condición.” (Catecismo 2358).
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