Una encuesta reciente del CONICET sobre la fe religiosa en Argentina arroja datos interesantes. Un 91,1 % de los encuestados cree en Dios. Es interesante también el porcentaje que dice rezar en su casa (78,3 %). Del total, un 61,1 % se relaciona con Dios de modo privado, sin contar con la mediación de una institución religiosa. Un buen porcentaje también sigue su propio parecer en temas morales como el aborto: un 63,9% manifiesta que debería ser legal en algunos casos.
La encuesta es mucho más amplia. Aquí he consignado unos pocos datos sueltos, sin ánimo de ofrecer una lectura rigurosa que, entre otras cosas, escapa a mi competencia. Quisiera, sin embargo, ofrecer dos reflexiones desde mi doble condición de bautizado y de ministro de la Iglesia católica.
1. Si bien la encuesta muestra datos promisorios (por ejemplo, los que se refieren a la práctica de la oración), en líneas generales, el panorama que revela plantea un conjunto de desafíos muy importantes a la misión de la Iglesia. Enunciados brevemente: la Iglesia ha de redoblar su apuesta por una acción misionera y evangelizadora que tenga como meta que cada bautizado viva plenamente su adhesión a Cristo y su pertenencia a la comunidad cristiana. En una sociedad compleja, plural y variada, la fe no se puede vivir más como una posesión tranquila. Han pasado los tiempos en que la sociedad estaba estructurada a partir de los valores religiosos.
La fe en Dios ha de acreditar su verdad y su inagotable fuerza de vida en un contexto histórico y cultural nuevo. Y ha de hacerlo como lo ha hecho siempre: forjando por dentro a hombres y mujeres de carne y hueso, que han pronunciado el Amén de la fe en un acto personal, libre y consciente, además de único e intransferible. En este camino nos ha puesto el Documento de Aparecida de los obispos de América latina y el Caribe. Es también uno de los objetivos principales del Plan de Pastoral de la Diócesis de Mendoza. Cada cristiano: un discípulo misionero de Cristo. Cada comunidad cristiana: un centro de irradiación de la fe en Cristo.
2. Si el punto anterior subraya la urgencia de la evangelización, este segundo quiere acentuar la sereni-dad que acompaña siempre una acción pastoral según el Evangelio. En cierto modo, la situación de la fe es la misma hoy que ayer. Ninguna época, por gloriosa y luminosa que haya sido para la Iglesia, ha ahorrado al creyente la aventura de adentrarse en la fe con un acto personalísimo de confianza y de apertura a la verdad de Dios. “La fe busca entender”, decían los medievales. Y en esta búsqueda apa-sionada, la fe experimentará siempre la duda, el conflicto y la contestación. La fe siempre será “sufrida”, como anota también un autor moderno.
Siempre ha sido arduo creer. Una de las figuras más elocuentes de la Iglesia es la que nos ofrece San Juan en su relato de la pasión (cf. Jn 19,23-30). Jesús está crucificado, entregando el espíritu con un fuerte grito. Al pie de la cruz, unas pocas mujeres. Entre todos se destacan: María y el discípulo preferido. La desproporción es abrumadora: un condenado en el acto de morir, unos pocos deudos, de quienes nadie sospecharía que puedan continuar una obra imposible. Y, sin embargo, así se representa el origen permanente del cristianismo. En los umbrales de este siglo XXI, los creyentes tenemos que aplicarnos aquella parábola de Jesús: como al sembrador, a nosotros solo nos toca desparramar con generosidad -casi con despreocupación- la buena semilla.
No se puede renovar la Iglesia por un decreto voluntarista, menos aún por una acomodación al espíritu del tiempo, aunque este logre domesticar la opinión pública, convirtiéndose en el pensamiento domi-nante. La fe nace allí donde una persona es alcanzada por aquel fuego del que Jesús dijo: “He venido a traer fuego a la tierra ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!” (Lc 12,49). Él hablaba de su pasión, en el doble sentido: del fuego interior que lo animaba y de la cruz que iba a padecer, por nosotros y por nuestra salvación. Los números y porcentajes de la fe siguen una lógica propia: uno por muchos.
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