En el camino del Adviento nos detenemos para contemplar el rostro de María Inmaculada, la Purísima, la Toda Santa.
El culto a la “madre del Señor” atraviesa toda la historia del cristianismo. Es uno de los signos más fuertes del realismo de la Encarnación. Los hermanos de Jesús honran a María, la veneran y la invocan. Reconocen en su “sí” a la palabra del ángel la culminación de toda la historia de fe del pueblo de Israel. Reconocen en el “sí” de María, el modelo y el espacio abierto para dar el propio “sí” al designio de Dios. De su mano aprenden a ser discípulos de Jesús.
María Inmaculada es un signo luminoso de esperanza para la Iglesia que peregrina en la fe, en medio de las vicisitudes de la historia. Pero es también un signo de esperanza para la humanidad, tentada por la desesperación y el nihilismo.
El profundo pesimismo antropológico que caracteriza la cultura dominante estalla en mil pedazos ante la figura de María. Llena de gracia, María es una de nuestra raza, el mejor fruto de nuestra tierra. Su “fiat” al designio de Dios nos reconcilia con nosotros mismos. De su mano tenemos la posibilidad de comprender qué significa la libertad, hasta donde nos lleva la búsqueda de la verdad, y la confianza en Dios que nos pone siempre en camino para servir a nuestros hermanos.
Creo que en la amistad personal con María se encierra una enorme fuerza evangelizadora para la Iglesia del siglo XXI.
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