¿Podemos conocer a Dios?
Una pregunta sencilla que se ha vuelto un angustioso interrogante para muchos.
La tradición católica afirma que sí, que el hombre, con su razón puede conocer con certeza la existencia de Dios. La inteligencia humana está abierta a la totalidad de la realidad. El hombre, por su alma espiritual, se trasciende a sí mismo. Es capaz de la verdad y del bien y, así, de alcanzar a Dios. Dios es y permanece un misterio inaferrable. También es una afirmación clara de de la Iglesia (un dogma de fe definido). Dios es siempre más grande como decían los medievales. Sin embargo, permanece también una realidad sorprendente que el ser humano -una “caña pensante”, al decir de Pascal- está abierto a la trascendencia, a la totalidad de la realidad.
Como decían los antiguos: “homo, capax Dei” (el hombre es capaz de Dios).
A partir de las creaturas el hombre puede llegar al Creador. El camino del hombre hacia Dios pasa por el mundo, las cosas, su propia humanidad. En la tradición cristiana, el viaje al interior de la propia alma es un itinerario privilegiado para descubrir aquella Luz que está en el ápice de la propia alma, que ilumina todo, porque de ella proviene todo lo que existe.
Sin embargo, en su camino hacia Dios, la inteligencia humana encuentra muchos obstáculos. En realidad, la posición correcta del hombre frente a Dios desborda el conocimiento. El hombre está frente a Dios con todo su ser: con su inteligencia, pero también con su mundo afectivo, con su voluntad. Por eso, hay formas de encarar la vida que, de hecho, impiden al hombre reconocer a Dios como tal. La forma de vida del hombre es el espejo que puede reflejar el rostro de Dios, o no.
Así como el compromiso sostenido con el bien y la justicia esclarece la mente del hombre para ver la verdad (de sí mismo, de los demás y de Dios), de la misma manera hay situaciones vitales que ciegan o nublan el ojo del corazón, lo hacen insensible a la luz.
Los autores espirituales suelen señalar que esta ceguera espiritual es más perjudicial para el hombre que algunos pecados concretos.
¿Cuánto hay de pecado, de opción deliberada y libre, en esta situación de ceguera espiritual? Es difícil aseverarlo con absoluta certeza. Es más, creo que, para el hombre este juicio está vedado. Solo Dios conoce, en este punto decisivo, la situación del alma humana. Solo a Él se le reserva semejante juicio sobre el ser humano. ¡Gracias a Dios!
Mi limitada experiencia pastoral me ha enseñado que muchas personas no logran ver a Dios en sus vidas porque, en algún momento de su itinerario personal, algún hecho o situación dramáticos golpearon de tal modo su interior que éste quedó, de hecho, imposibilitado de dar este salto. Siempre se sufre por ello.
También he a prendido que Dios, el único que puede realmente transformar los corazones, es el que puede hacer brillar su luz en el interior del hombre, como hizo en la mañana de la creación (la idea es de San Pablo en 2 Co 4,6). La Iglesia reza por esta gracia cuando, en el Padrenuestro, pide que el Nombre de Dios sea santificado. Es decir, le pide a Dios que se revele al mundo, que se dé a conocer a los corazones.
Dios no es un objeto entre otros, no entra dentro de lo mensurable o cuantificable. Trasciende el espacio y el tiempo. Es el “totalmente Otro”. De alguna manera, el conocimiento de Dios supone siempre una decisión de la libertad de la persona, alguna forma de confianza o de confiarse a Él. A Dios se lo reconoce como un ser personal más que como a un objeto exánime. El ser humano presiente que la presencia de Dios lo desafía, lo hiere y le reclama una transformación libremente asumida. Los grandes místicos, como Jacob, saben que tienen que medirse con el Dios vivo y verdadero, y que en esto se les juega la vida.
Hasta aquí una reflexión más o menos abstracta. Las Escrituras, sin embargo, son más incisivas y concretas en su enseñanza. Nos dicen que solo los puros de corazón, los pobres y sencillos pueden llegar a conocer el rostro de Dios. Los soberbios, los pagados de sí, los que viven curvados sobre sí mismos, los que no son capaces de tender la mano a sus hermanos quedan excluidos, por sus propias decisiones libres, de la posibilidad de conocer a Dios.
En palabras de Jesús: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.” (Mt 11,25-27)
Los signos de credibilidad del cristianismo son muy pobres. Demasiado humanos: una mujer dando a luz en un pesebre; un condenado, desnudo y abandonado por todos, que cuelga de una cruz; una tumba vacía y abierta. Son solo señales, abiertas a distintos significados.
La vida ha puesto a algunos hombres y mujeres en la situación de poder reconocer en estos signos al Dios vivo y verdadero. De repente, uno comienza a ver las cosas de un modo diverso. Comienza a descubrir el hilo rojo que une y da sentido a la multiplicidad de hechos y situaciones vividos. ¿Era Newman el que hablaba del “hilative sense”? En buena teología: la gracia de Dios que, adelantándose, ilumina los ojos del corazón para que el hombre, sostenido por la gracia, diga su “sí” a Dios.
Bueno, aquí termino estas reflexiones desordenadas. Escribo estas líneas después de haber celebrado la Misa de Nochebuena en la comunidad del Señor de Quillacas, en el Barrio Cocucci, en Guaymallén. La celebración fue muy sentida, muy bella. Hacía muchísimo calor. Junto al altar estaba el pesebre, un perro callejero recostado, y los chicos que iban y venían. Celebramos buena parte de la Misa con una cortina musical de cuartetos y cumbias, hasta que alguien se apiadó de nosotros. Al finalizar, con los chicos presentes pusimos la figura del Niño de Dios en el pesebre. Después me fui a otra parroquia a una cena de Navidad que el cura había organizado con las personas que iban a pasar solas esta Nochebuena.
En realidad, terminé de escribir esto antes de irme a la Misa de Navidad en el Carmelo, este sábado 25 de diciembre.
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