Ayer, 11 de febrero, presidí la Santa Misa de los Enfermos en el Santuario "N. S. de Lourdes" de El Challao. Como comenté en el post anterior, era la XIX Jornada Mundial del Enfermo.
La celebración está a cargo de la Renovación Carismática, así que los cantos tuvieron el tono festivo que los caracteriza. Las personas participaron con espíritu de fe y un clima de oración muy profundo. Por mi parte, nunca había visto el templo tan repleto de fieles.
La celebración se inició con el rezo del Rosario. Yo dirigí el primer misterio doloroso. Al ir concluyendo ingresó la imagen de la Virgen. A continuación tuvo lugar la celebración de la Eucaristía. Concluyó con la exposición solemne, procesión y bendición con el Santísimo Sacramento. Al final, hicimos la aspersión con el agua bendita, uno de los signos típicos de Lourdes.
No sé si exagero, pero en varios momentos tuve la sensación de estar dentro de algunos relatos del Evangelio. La multitud que rodea a Jesús, con el deseo de verlo y tocarlo. A mí también me tocaban. Me pedían la bendición, acercaban fotos de seres queridos, me pedían que bendijera a los chicos. Bendije también a muchas mamás embarazadas. Incluso una que esperaba a una parejita: varón y mujer.
Levando el Santísimo, rodeado de la fe del pueblo pensé: "la fe reconoce, con sencillez y elocuencia, la presencia verdadera, real y sustancial del Señor bajo los velos eucarísticos: Señor, estos son tus discípulos. Son tuyos. A mí me toca encomendártelos, a ellos, a los suyos y sus necesidades".
Espero que me entiendan. Yo no soy Jesús. Solo soy un pobre obispo. Pero creo haber comprendido un poco más de cerca lo que los evangelios nos dicen, cuando nos presentan a Jesús rodeado de una multitud.
A continuación, transcribo la homilía que pronuncié.
Fiesta de N S de Lourdes - Misa de los Enfermos
María sigue dirigiendo esta súplica ardiente a Jesús: “No tienen vino”. Su voz se une a la nuestra, nuestros corazones al suyo. La plegaria brota del corazón y se expresa con los labios.
“No tienen vino”. Es la voz y el corazón de la Iglesia, cuya misión en abrir el mundo a la acción de Dios. Y la oración es una forma maravillosa de cumplir esta misión sagrada e indelegable.
Una Iglesia sin vida de oración sencillamente sería una organización que podría aspirar a algunos objetivos loables de transformación social, pero que abjuraría del fin sobrenatural que su Fundador le ha asignado: preparar esta tierra, por la oración, la penitencia y la caridad, a la única transformación que puede saciar de verdad el corazón humano: la resurrección.
El vino que María pide para la fiesta de bodas es el vino de la fe que llena de alegría el corazón del hombre. Es el vino de la escucha de la Palabra que se hace obediencia a la verdad de Dios. Es el vino de la Sangre del Cordero inmaculado que expía el pecado del mundo y nos trae la paz.
En su plegaria, María recoge, de manera especial la súplica de los más pobres, de los sufrientes, de los abandonados, de los enfermos.
Querido hermano y hermana que sufres: Dios comparte con vos tu sufrimiento. María, como hizo con Jesús en el Calvario, está también al pie de tu cruz.
Permítanme repetirles estas hermosas palabras del Santo Padre Benedicto XVI en su Mensaje para esta Jornada Mundial del Enfermo. Te dice el Papa:
Queridos enfermos y personas que sufren, es precisamente a través de las llagas de Cristo como nosotros podemos ver, con ojos de esperanza, todos los males que afligen a la humanidad. Al resucitar, el Señor no eliminó el sufrimiento ni el mal del mundo, sino que los venció de raíz. A la prepotencia del mal opuso la omnipotencia de su Amor. Así nos indicó que el camino de la paz y de la alegría es el Amor: «Como yo os he amado, amaos también vosotros los unos a los otros» (Jn 13, 34). Cristo, vencedor de la muerte, está vivo en medio de nosotros. Y mientras, con santo Tomás, decimos también nosotros: «¡Señor mío y Dios mío!», sigamos a nuestro Maestro en la disponibilidad a dar la vida por nuestros hermanos (cf. 1 Jn 3, 16), siendo así mensajeros de una alegría que no teme el dolor, la alegría de la Resurrección.
Benedicto XVI, Mensaje para la XIX Jornada Mundial del Enfermo 2011, n° 2
María dirige con nosotros su plegaria ferviente a Jesús, su Hijo: “No tienen vino”. Ella se vuelve a nosotros y, mostrándonos el rostro y las manos poderosas de Cristo, nos repite: “Hagan todo lo que Él les diga”.
Al celebrar esta santa Eucaristía, renovemos nuestra disposición interior para escuchar las palabras de Cristo y realizarlas en nuestras vidas. Sobre todo, dispongámonos a realizar el mandamiento supremo del amor y del servicio que Jesús nos dejó como su testamento en la hora suprema de la Pascua, cuando Él se dispuso a dar la vida, porque nos amó hasta el fin.
Queridos hermanos enfermos: unidos a Cristo, muerto y resucitado, déjense transformar por su Espíritu. Ofrézcanse a ustedes mismos, haciendo de sus vidas un sacrificio de amor por el mundo entero, por nuestras familias, por nuestra Patria Argentina, por nuestra querida Mendoza.
Nuestra vocación es, por la oración y la ofrenda de nuestras vidas, abrir el corazón del mundo para que la potencia de Dios lo transforme desde su raíz. En realidad, esta es la obra del Espíritu Santo que silenciosa pero eficazmente toca los corazones para que se abran a la acción de la gracia divina, restaurando todas las cosas en Cristo.
Dios, sin embargo, ha querido involucrarnos en esta obra de la redención. Así como eligió y llamó a María para que ocupara su lugar como madre de su Hijo hecho hombre, nos llama a cada uno de nosotros para que también ocupemos nuestro puesto y realicemos nuestra misión.
Cuando nos alcanza la hora de la enfermedad, del dolor y del sufrimiento, nuestra misión se hace una sola cosa con el Cristo sufriente. El que asume su sufrimiento con la mirada fija en el Crucificado abre su corazón a los demás, se hace más solidario, humilde y compasivo. Libera así las enormes energías de bondad y de humanidad que Dios encierra en el corazón del ser humano.
¡Cuánta necesidad tiene nuestra sociedad de esas energías espirituales! Hechos recientes de inaudita violencia nos han sacudido en el alma: la tortura deshumanizante, el infame trabajo servil, especialmente de niños, el flagelo de la droga que parece no conocer límites. ¡Que la experiencia del egoísmo, la malicia y la injusticia no nos endurezcan! Por el contrario, renovemos nuestro compromiso con el bien, con la verdad y con la esperanza activa.
Con María, dirijamos a Jesús nuestra plegaria: “Señor, transforma una vez más el agua en vino. Enséñanos a ser como tú y a llevar tu alegría a nuestros hermanos, especialmente a los más tristes, a los pobres y abandonados. Y, cuando nos llegue la hora del dolor y de la prueba, sepamos subir contigo a la cruz, por la que viene la redención del mundo, por la que entra la resurrección y la vida plena. Amén.”
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