1. Somos ciudadanos. Queremos a la Patria. Somos gente de fe.
Un escrito muy antiguo, fechado en el siglo II, atestigua que desde entonces los cristianos quisieron ser ciudadanos responsables:
Los cristianos residen en su propia patria, pero como extranjeros domiciliados. Cumplen todos sus deberes de ciudadanos y soportan todas sus cargas como extranjeros... Obedecen a las leyes establecidas, y su manera de vivir está por encima de las leyes... Tan noble es el puesto que Dios les ha asignado, que no les está permitido desertar.
(Carta a Diogneto)
Al rezar hoy, dando gracias por una Patria libre y soberana, es bueno recoger esta herencia y tomarla como estímulo para el tiempo presente. Creer en Dios, absoluto y trascendente, no nos aleja del compromiso ciudadano. Al contrario, nos da luces y fuerzas más elevadas todavía, para servir a la Patria desde la verdad y la libertad del corazón. Aunque, sólo en el cielo, tendremos una Patria definitiva.
Un segundo ejemplo confirma esta convicción. El querido Papa Juan Pablo II, declarado beato en mayo de este año, dejó enseñanzas muy sabias y hermosas sobre la Nación y la Patria. Karol Wojtyla amó intensamente su país y su cultura; sufrió al verla bajo dominio extranjero; sin las libertades de un pueblo soberano; avasallado en su cultura y sus tradiciones. Él escribió en su juventud esta poesía:
Cuando yo pienso, cuando digo: Patria,
me estoy expresando a mi mismo, y me enraízo;
y el corazón me dice que ella es la frontera oculta
que va de mí hacia los otros hombres,
para abrazarlos a todos en un pasado
más antiguo que cada uno de nosotros…
Y de ese pasado – cuando yo pienso: Patria –
emerjo para guardarla en mí como un tesoro,
y sin cesar me acucia el ansia
de cómo engrandecerla,
de cómo ensanchar el espacio
que mi patria habita.
Expresa sentimientos muy nobles por las raíces de su Patria. Con cariño quiere abrazar a todos sus compatriotas, del pasado y del presente; atravesando su larga historia. Y honrando con pasión el pasado, se siente estimulado a querer a su Patria, como algo muy valioso para él; llamado a servirla, para engrandecerla cada vez más.
Me permito añadir un tercer testimonio, más cercano a nuestro tiempo. Al comienzo de los ochenta, la Patria se encaminaba a retomar la vida democrática. Los pastores invitaron entonces a una reflexión sobre su historia e identidad (CEA, Iglesia y Comunidad Nacional 1981, nn. 7.8.9):
“América, integrada políticamente a España, no fue una mera repetición cultural, ni de España ni de las culturas precolombinas. Nació y se formó un nuevo pueblo. Y así, en la conciencia de esta nueva y propia identidad, en la conciencia común y solidaria de una propia dignidad que se expresa en el espíritu de libertad, se preparó, ya desde entonces, el principio de la futura independencia.” ... “A partir de estos inicios de la América hispana, en cuyo seno germinó nuestra Nación, se nos plantean grandes interrogantes e inquietantes alternativas: ¿Perseveraremos en partir de la base de un humanismo impregnado de espíritu cristiano? Y, ¿cómo mantener un espíritu cristiano abierto, acogedor y pluralista?” ... “El espíritu cristiano, si bien ha otorgado una íntima conciencia de la dignidad humana, de la igualdad de los hombres y de los pueblos entre sí, no ha llegado a expresarse plenamente en las instituciones y en las actitudes de la vida.”
Como vemos, en aquella propuesta había mucho por reconocer y agradecer; como también fuertes interrogantes, a la luz de ideales muy altos y no siempre logrados.
2. Demos gracias por la vida. Roguemos poder respetarla siempre.
Al repasar con fe cristiana la historia de la Argentina, encontramos muchos motivos para dar gracias. Entre todos ellos, se destaca el regalo de la vida misma. Este es el don primero recibido de Dios. Sólo contando con él puede el hombre soñar y proyectar; trabajar y progresar. Sólo desde su existencia humana, misteriosa y precaria a la vez, camina hacia ideales que lo animan y atraen. Sólo porque EXISTE, aunque no pueda tener todas las repuestas, es capaz de obrar y de amar; de buscar su propio bien, y el de su gente querida.
Se puede tener por sabio -enseñó el beato Juan Pablo II: quien “considera la vida como un don espléndido de Dios, una realidad ‘sagrada’, confiada a su responsabilidad y, por tanto, a su custodia amorosa, a su ‘veneración’” (Evangelium Vitae 22,1). La vida humana nunca llega a ser simplemente “una cosa”, que el hombre reivindica como su propiedad exclusiva, totalmente dominable y manipulable. Y si la vida humana en la tierra tiene un valor tan grande, cuando más valiosa se torna desde la fe, al reconocer que cada persona está llamada a una plenitud de vida que va más allá de la dimensión terrena, porque se le ofrece participar en la misma vida de Dios. “Jesús dice: ‘Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia’” (Jn 10, 10). Se refiere a aquella vida ‘nueva’ y ‘eterna’, que consiste en la comunión con el Padre, a la que todo hombre está llamado gratuitamente en el Hijo por obra del Espíritu Santificador. Pero es precisamente en esa ‘vida’ donde encuentran pleno significado todos los aspectos y momentos de la vida del hombre” (EV 1,3).
De cada corazón ha de brotar un himno de acción de gracias, porque cuanto hayamos intentado y logrado, tiene como fundamento este don maravilloso, nunca suficientemente reconocido. Don y tarea, confiada a nuestra responsabilidad. Don amenazado, además, por tantas formas de inseguridad y violencia, de abandono y de muerte, de abusos que arruinan la sana y bella existencia humana.
Los ideales del bicentenario de la Patria, sostenidos todavía por la Iglesia, incluyen la preocupación por la vida y la familia: “Recuperar el respeto por la familia y por la vida en todas sus formas. Todo lo dicho será siempre provisorio y frágil, sin una educación y una legislación que transmitan una profunda convicción moral sobre el valor de cada vida humana. Nos referimos a la vida de cada persona en todas sus etapas, desde la concepción hasta la muerte natural. Especialmente pensamos en la vida de los excluidos e indefensos. También en la vida de las familias, lugar afectivo en el que se generan los valores comunitarios más sólidos y se aprende a amar y a ser amado. Allí se ilumina la vida afectiva privada y promueve el compromiso adulto con la vida pública y el bien común”. (CEA, Hacia un Bicentenario en justicia solidaridad, 32) .
3. Imploremos el don de la libertad, fundada en la verdad, y orientada al amor
Mendoza canta agradecida porque sabe que “acunó la libertad”. Proeza de gente valiente, que sirvió a su patria y a naciones hermanas. Sin embargo, la libertad es un don maravilloso confiado a nuestra responsabilidad.
Propia del humano existir humano, la libertad requiere ser cultivada como la misma vida. Se orienta y ejercita, ante todo, desde la verdad, siempre mejor conocida y amada. Supone conocer la identidad del ser humano; su dignidad singular; sus derechos y obligaciones esenciales. No ha sido entregada para destruir, sino para edificar. No está dada para cualquier fin, sino para grandes ideales. Necesita por tanto formación adecuada y dominio de sí. “La primera libertad -dice san Agustín (s. V)- consiste en estar exentos de crímenes... como serían el homicidio, el adulterio, la fornicación, el robo, el fraude, el sacrilegio y pecados como éstos. Cuando uno comienza a no ser culpable de estos crímenes (y ningún cristiano debe cometerlos), comienza a alzar los ojos a la libertad, pero esto no es más que el inicio de la libertad, no la libertad perfecta... “ (Veritatis Splendor 15,1).
Repasando de nuevo el ideal del Bicentenario, ésta es la propuesta de los pastores:
“Acercándonos al Bicentenario, recordamos que nuestra patria es un don de Dios confiado a nuestra libertad, como un regalo que debemos cuidar y perfeccionar. Podremos crecer sanamente como Nación si reafirmamos nuestra identidad común. En esta búsqueda del bienestar de todos, necesitamos dar pasos importantes para el desarrollo integral. Pero cuando priman intereses particulares sobre el bien común, o cuando el afán de dominio se impone por encima del diálogo y la justicia, se menoscaba la dignidad de las personas, e indefectiblemente crece la pobreza en sus diversas manifestaciones.” (HBJS 11).
Oremos entonces, para alcanzar una libertad, que fundada en la verdad, se compromete cada vez más con la justicia y la solidaridad.
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