Como obispo me toca visitar varios lugares y hablar con
mucha gente. Mi “oficio” es ayudar a las personas a vivir su fe en Dios. Unir
la fe con la propia vida.
Porque la fe, al menos como la entendemos los cristianos, es
una forma de estar parados en la vida: desde Dios y hacia Él. Seguir a Jesús, o
mejor: dejarnos conducir en la vida por su Espíritu.
Y se trata de la vida concreta, con sus luchas y sus
pesares. La vida que, a veces, es una fiesta, y otras, una pesada cuesta
arriba. O ambas cosas a la vez.
Días pasados, mientras visitaba una parroquia de la
Diócesis, caminando con los curas por la calle principal, pasamos frente a un
local de juegos. Era de noche, así que las luces brillaban sugerentes. La
vereda estaba poblada de motos y bicis. Entraba y salía todo tipo de gente.
El comentario de los curas me ha seguido dando vueltas por
el corazón. Ahora toma la forma de un grito puesto por escrito.
De un tiempo a esta parte -me decían- son cada vez más
numerosas las personas que vienen a la parroquia a llorar sus penas, atrapadas
por una adicción que los está consumiendo. Juegan y se lo juegan todo, poco o
mucho: el sueldo, la quincena o el jornal, no importa.
Me contaban también que la tarde de las primarias, la cola de
gente que esperaba la apertura del local doblaba la esquina.
No es un juego. Es la vida. La propia y la de los otros: los
que llamamos por el nombre.
Es extraño. Pensar y escribir estas cosas me genera una
sensación también rara. Una mezcla de fervor y de vergüenza, de impotencia y de
rabia, de voluntad decidida y de desazón.
No puedo dejar de preguntarme: ¿tienen que ser
necesariamente así las cosas? ¿Qué tengo yo que hacer? Lo voy a hacer, hasta
donde pueda. Pero, ¿es suficiente? ¿Quién puede hacer más?
Estamos satisfechos. Medianamente satisfechos, es cierto. No
hay tampoco que exagerar. Ha vuelto el consumo. Circula plata, se mueve el
mercado. Se hacen negocios. Es suficiente para vivir, o, al menos, para tirar
un poco más.
En definitiva, hay que pensar en uno. Pensar en otras cosas
(o personas) es un lujo. Las cargas se acomodan en el camino. El progreso tiene
siempre víctimas, desechos, lo que queda por el camino. Los ideólogos del
progreso lo han teorizado. Es brutal, pero es la realidad. Un día llegará la
paz.
¿Son realmente así las cosas? ¿Este es el realismo de la
vida adulta? No lo creo. Me resisto a ello.
Desde el año pasado estamos tratando de poner en marcha en
la Arquidiócesis el Equipo de Pastoral de Adicciones. La gente que se ha
acercado es de fierro. Eso sí: hemos abierto la puerta a todo un mundo. Un
mundo oscuro, espeso y tenebroso. No sabemos a dónde nos va a llevar todo esto.
Hay algo que toca el alma: basta tender una mano y aparecen
decenas de rostros ansiosos; o abrir una puerta, que se llena la sala. Me
impresionan las mujeres, madres sobre todo. Recorren cuanto lugar adivinan que
puede ser de ayuda. Las moviliza esa fiereza que solo conocen las que han gestado,
con su propia sangre, la vida de sus hijos. Buscan sin cansarse: ¡hay un hijo
por salvar!
Aquí está la verdad de las cosas. En estos rostros, en estas
agallas está la verdad de la vida. Yo veo también a Jesús, el que vino a
servir, no a ser servido; el que dio su vida en rescate por todos.
En un mundo de adicciones deshumanizantes, yo promuevo la
adicción a Jesús. Esta adicción nos lleva lejos: a Dios y a los hermanos,
especialmente los más quebrados. Se pierde la vida para ganarla. Este juego sí
que vale la pena. Una mata, el otro da la vida.
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