Este domingo escuchamos a Pedro preguntarle a Jesús por los
límites del perdón: ¿Cuántas veces perdonar? ¿Hasta siete veces? Conocemos la
respuesta de Jesús: No hasta siete veces, sino setenta veces siete. Es decir:
perdonar … siempre.
Al leer el relato evangélico me he preguntado: ¿de dónde le
vino a Pedro esta inquietud por el perdón? ¿de dónde salió su interés? El
evangelio no dice nada al respecto, al menos en el contexto inmediato del
discurso de Jesús.
No me lo imagino a Pedro llegando a esta pregunta después de
un proceso de búsqueda intelectual. No da el perfil.
Arriesgo una explicación, a mi modo de ver, bastante
verosimil.
Creo que la pregunta nace del contacto con Jesús y su alma
limpia de rencores, resentimientos u odios. El alma humana del Verbo encarnado.
Jesús tuvo enemigos desde su nacimiento. Ya desde el primer
día de su misión evangelizodora comienza a crecer la sombra de la pasión y de
la cruz.
El que trae la compasión de Dios para los pecadores queda,
él mismo, convertido en expresión humana de la misericordia divina.
En el Sermón del monte, exponiendo la ley que ha de regir la
vida de sus discípulos, afirma sin ambages: “Amen a sus enemigos, rueguen por
sus perseguidores; así serán hijos del Padre que está en el cielo, porque él
hace salir el sol sobre malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e
injustos” (Mt 5,44-45).
Vive lo que predica. Desde la cruz pronunciará las palabras
del perdón: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).
Que alimentar el rencor, el resentimiento y el odio envenena
el corazón del hombre, es una amarga experiencia humana. No hace falta tener
demasiadas luces para saberlo.
Solo Jesús puede darnos la fuerza para vivir el perdón al
enemigo. Solo él puede curar las heridas del resentimiento.
En este domingo abracemos la cruz de Cristo. Al contacto con
la sangre del perdón nosotros mismos seamos curados de las heridas del odio y
del resentimiento.
Dios perdona de corazón. Hagamos nosotros lo mismo.
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