El pasado 18 de
octubre, fiesta de San Lucas, se cumplieron veintidós años de la ordenación
sacerdotal del recordado Padre Eduardo Iácono.
Unos alumnos de
la escuela que lleva su nombre en Maipú, me acercaron algunas preguntas sobre
Eduardo.
Después de
responder sentí un consuelo grande en el corazón.
Las comparto con
ustedes.
¿Cómo conoció usted a Eduardo?
Conocí a Eduardo en el año 1981, cuando hacía el proceso de
discernimiento previo al ingreso al Seminario. Desde el año 1982 fuimos
compañeros de curso, hasta el año 1985 que yo resolví salir un año del
Seminario. Cuando retomé la formación, Eduardo estaba un año adelantado. Se
ordenó, por eso, un año antes que yo.
Si tuviera que describir su personalidad ¿Cómo lo haría?
La personalidad de Eduardo era multifacética. Sin duda que el
centro de su vida era su permanente inquietud y búsqueda de Dios. Era un hombre
inquieto por responder con autenticidad a la llamada de Dios.
Poseía grandes cualidades humanas y espirituales. Sobre todo,
destaco dos cosas: su comprensión del corazón humano y, como decía arriba, su
deseo de vivir su vocación como amigo de Dios.
Por eso pudo ayudar a tantas personas que vieron en él a un padre,
un amigo y un hermano.
Obviamente, era una persona inteligente, con grandes capacidades
intelectuales y de docente. Muy organizado. Le gustaba hacer las cosas a la
perfección. Era responsable y dedicado. No le rehuía al trabajo manual.
En fin, una personalidad muy completa.
¿Cómo recuerda esa época de formación que compartieron?
Tengo los mejores recuerdos. Formábamos parte de un grupo de
seminaristas muy inquietos, por varias cosas: la vida de la Iglesia, el estudio
de la teología, la formación adecuada para el sacerdocio, la evangelización, la
oración, etc.
Recuerdo muchas charlas y, sobre todo, muchas ilusiones hacia
delante: ser curas, trabajar con dedicación por el bien de la Iglesia, acercar
las personas a Dios, etc.
¿Recuerda alguna anécdota que refleje la personalidad de Eduardo?
El primer año del Seminario le encargaron tocar el timbre que
guiaba las distintas actividades del Seminario, especialmente el inicio y fin
de las clases.
Eduardo era meticuloso. Él mismo hizo una instalación eléctrica
para colocarse el timbre junto a su pupitre en el aula.
Si alguna vez no podía cumplir la tarea, se la encargaba a algún
compañero igualmente meticuloso, con el consejo de tocar “tres timbres” y solo
“tres timbres”. Lo decía poniendo un énfasis en la voz que a todos nos parecía
gracioso. Por supuesto, las cargadas eran inmediatas.
¿Cómo describiría la relación que tenía el padre Eduardo con los
jóvenes y la educación?
Eduardo poseía, como dije, una personalidad muy completa. Creo que
conjugaba bien dos cosas que, en la relación educativa con los jóvenes, es
fundamental: cercanía y autoridad, claridad de ideas y paciencia para acompañar
a las personas, idealismo en las metas y realismo en los pasos que se dan para
alcanzarlas.
De todos modos, creo que su misma persona poseía un valor
educativo fundamental: era un ejemplo a
imitar. Con naturalidad, sin poses ni
afectaciones, Eduardo inspiraba a los jóvenes a proponerse metas elevadas en la
vida.
¿Qué opinión le merece el hecho de que una escuela pública lleve
su nombre?
Me parece muy bueno. La misión fundamental de la escuela es
enseñar a vivir a los niños y jóvenes que acuden a ella. Educar es enseñar a vivir.
Por supuesto, está la transmisión de saberes y competencias. Lo más importante,
de todos modos, es la transmisión del conjunto de valores humanos, espirituales
y morales que un pueblo tiene para vivir dignamente.
Estos valores se encarnan en personas. Eduardo encarna
precisamente un modelo de vida, independientemente que él haya sido sacerdote.
Fue un hombre auténtico: vivió con autenticidad. Es un modelo de vida.
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