Meditación
en la Jornada de Pastoral
Sábado 15 de setiembre de 2012
¿Cómo vemos los
obispos a la Iglesia diocesana de Mendoza?
La palabra “obispo”
(episcopos): el que mira desde lo alto, como un centinela que pasa la noche en
vela, atento y vigilante.
La misión del
obispo: una mirada atenta sobre el Pueblo de Dios.
“Velen por ustedes,
y por todo el rebaño sobre el cual el Espíritu Santo los ha constituido guardianes
(centinelas, obispos) para apacentar a la Iglesia de Dios, que él adquirió al
precio de su propia sangre” (Hch
20,28).
1. Una multitud
inmensa, imposible de contar
Lo primero que
aparece a los ojos del obispo: un extenso territorio y una inmensa red de
personas, comunidades y espacios pastorales, carismas y ministerios.
Yo quisiera
destacar, sobre todo, a las PERSONAS.
La vida del obispo
está tejida de encuentros con laicos, consagrados, presbíteros, diáconos, ministros,
catequistas, etc.
El obispo ve esta
vitalidad del Espíritu y no puede dejar de dar gracias a Dios. Es verdad: Dios
siembra siempre y a manos llenas.
Es cierto: esto
intimida un poco al obispo que tiene que velar para que la diversidad no se
transforme en disgregación.
Gracias a Dios, no
lo hace solo. Están los presbíteros, los diáconos y tantos otros obreros de la
evangelización.
En ocasiones, uno
percibe una cierta inercia, como una pesadez, un cansancio espiritual. Cada uno
en lo suyo.
En una cultura en
la que prima la fragmentación, la defensa a ultranza del “yo” individual y de lo
privado, el Evangelio nos orienta y anima en la cultura del encuentro, la
participación, la integración, la búsqueda del diálogo.
¿Hemos logrado
avanzar en una presencia y acción eclesial más orgánica y articulada?
Seríamos injustos
si respondiéramos con un “no” seco y tajante.
Sin embargo, no
podemos bajar la guardia. La comunión supone una convicción que requiere perseverancia
y paciencia.
2. Mendoza: entre
Babel y Pentecostés
También la sociedad
mendocina es hoy más compleja, dinámica y en constante ebullición.
¿Dónde está Dios en
la Mendoza de hoy? ¿Cómo reconocerlo? ¿A dónde hemos de ir a buscarlo? O,
mejor: ¿dónde Él nos espera?
Estamos inmersos en
una profunda crisis de civilización.
¿Qué es lo
permanente en tanto cambio? ¿A qué aferrarnos? ¿Qué dejar?
¿Cómo debe ser la
figura histórica de la Iglesia hoy? ¿Cómo vivir aquello de “estar en el mundo
sin ser del mundo”? ¿Dialogar o confrontar?
Esto significa un
desafío a la creatividad, a la paciencia, al espíritu apostólico.
Es comprensible que
algunos nos sintamos, en ocasiones, cansados, desanimados o simplemente
busquemos un lugarcito tranquilo, donde nadie nos moleste. ¡Escuchamos tantas
voces!
Es comprensible,
pero el Evangelio nos interpela y sacude.
En estos años nos
hemos familiarizado con una palabra muy evangélica: discernimiento. Ver por dónde pasa
Dios. Estar atentos a su Palabra. En medio de tanto ruido, esa Voz merece ser
escuchada.
Juntos estamos
aprendiendo a ser discípulos misioneros de Jesús en una Mendoza distinta, a
veces realmente extraña, que en muchos aspectos parece renegar de la fe.
Sin embargo,
sabemos que Dios ama esta tierra. ¡Él sigue obrando en las conciencias y en los
corazones!
En Babel todos
hablan a los gritos. Nadie se entiende. Nuestra Mendoza tiene mucho de esto.
Pero Dios inventó
Pentecostés: aquella mañana, cada uno entendio el sermón de Pedro en su propio
idioma.
Es la obra del
Espíritu a la que nosotros intentamos sumarnos.
El obispo se pone,
junto con sus hermanos, a la escucha de la Palabra de Dios, para obedecer, como
María, y secundar al Espíritu.
3. Mujer: ¡qué
grande es tu fe!
Para el obispo,
aquí comienzan a asomar cuestiones de fondo.
Ante todo, la fe.
La fe nace de la
escucha compartida de la Palabra.
Tener una mirada
atenta sobre el rebaño significa, para el obispo, afinar la vista para ver cómo
anda la fe del Pueblo de Dios.
Fe quiere decir el
“amén” de cada uno a Dios; pero también el “creemos” de toda la Iglesia: el “amén”
de María, los santos y los mártires; los creyentes de todos los tiempos y lugares.
No se tiene fe en
soledad, sino en una familia de creyentes.
¿Cómo hace el
obispo para tomarle el pulso a semejante realidad?
Mirando bien las
cosas, el hecho de que la fe sea, de alguna manera, inaferrable, es algo bueno.
El obispo no es
dueño de la vida cristiana: obra de Dios en el corazón humano. Solo es su
servidor.
Jesús dice que el
árbol se conoce por sus frutos. Eso sí se puede observar.
Los frutos de la fe
en esta Iglesia diocesana son, gracias a Dios, muchos y variados.
Nos hemos tomado
estos meses para intentar contemplarlos y, en la medida de lo posible, formularlos.
Por mi parte, le
doy gracias a Dios porque me permite asomarme a la vitalidad de la fe, vivida
por muchísimas personas.
Los encuentros del
obispo con las comunidades cristianas siempre permiten tomar contacto con los
frutos de la fe.
Pienso sobre todo
en las Visitas pastorales. Para el obispo son un poco como Emaús: se retoma el
camino con el corazón en ascuas.
Uno recuerda
aquellas palabras elogiosas de Jesús dirigidas a la mujer cananea: “Mujer: ¡qué
grande es tu fe!” (Mt 15,28).
La fe en Cristo es
nuestro mayor tesoro.
No es, sin embargo,
nuestra posesión. Ella nos posee a nosotros.
Tenemos que
cultivar, cada día, el deseo de purificar nuestra fe, suplicando como aquel
padre angustiado que lleva su hijo enfermo ante Jesús: “Creo, ayúdame porque
tengo poca fe” (Mc 9,24).
Vivimos en un
ambiente de fuerte incredulidad. Dios no cuenta para organizar la vida. No es
extraño entonces que nos dejemos contagiar y llevar por ese espíritu del
tiempo.
Una fe débil (es
decir: una vida poco arraigada en Dios) también produce frutos: falta de
mística, de impulso, de aliento; encierro, amargura. Perdemos el horizonte.
“Cuando venga el
Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?” (Lc 18,8).
En este sentido,
nosotros mismos hemos identificado uno de los medios más eficaces para
purificar nuestra fe: el trato asiduo con las Escrituras, especialmente la lectio divina de los Evangelios.
El obispo no puede
dejar de dar gracias a Dios por estos frutos.
4. Misterio de
comunión trinitaria en tensión misionera
Quisiera repasar
ahora, mucho más brevemente, tres importantes aspectos de la vida de nuestra
Iglesia diocesana.
Me ayuda una
expresión del Beato Juan Pablo II que define a la Iglesia como “misterio de comunión
trinitaria en tensión misionera” (Pdv 12).
Tres palabras
claves: misterio, comunión y misión.
* * *
Empiezo por el
final: la “tensión misionera”.
En estos pocos años
de recorrer la diócesis como obispo auxiliar he podido comprobar algunas cosas:
Que tenemos muchos
misioneros. Es decir: personas que viven espontáneamente la fe en Cristo como
algo que no se puede ocultar. Contagian alegría, esperanza y amor a Cristo.
La fe no se
imponte. Se contagia.
Lo segundo es que,
ya en todas partes, se empieza a sentir el rumor de una conversión pastoral muy
profunda.
¿Nos estamos
volviendo una Iglesia más misionera?
Yo creo que hay un
fuego tímido que lucha por hacerse fogata.
Al obispo le toca
alentar ese fueguito.
Vivir en estado de
misión, de comunicación y anuncio es un rasgo distintivo de la fe. Mucho más en
los tiempos que corren.
Nos está pasando
como al mismo Jesús: a medida que el camino se hace más arduo (incluso más
hostil), más se afianza la convicción de que Mendoza necesita el anuncio del
Reino.
En este proceso de
conversión ha sido muy importante el camino eclesial que venimos transitando.
Nos ha obligado a
dos cosas: reunirnos y escucharnos; y, así, mirar la realidad y dejarnos
interpelar por lo que viven las personas.
Dos cosas que son
una: ESCUCHAR al otro, no a mí mismo.
A mí, por ejemplo,
me moviliza mucho celebrar la Confirmación. Me toca comunicar el Espíritu de
Jesús a muchísimos jóvenes. ¿Qué será de sus vidas? ¿Han conocido de verdad a
Jesús?
Lentamente nos
vamos poniendo en situación de misión permanente: pasamos de la queja amarga al
anuncio alegre de Jesús.
Tenemos que
reconocer que se trata de una conversión pastoral muy honda y, por lo mismo, un
proceso de largo alcance.
Requiere tiempo,
energía espiritual y mucha paciencia.
En esa conversión
andamos.
* * *
Con la “comunión”
pasa algo parecido.
¿Qué es la
comunión?
Aquí la defino así:
comunión es encuentro humano de personas.
Así es el encuentro
con Dios en la humanidad de Jesús. Así también el encuentro entre las personas.
Es más: Dios
siempre está presente en todo gesto de encuentro, de diálogo, de reconciliación,
de amistad.
Le damos gracias a
Dios porque en estos años nos ha permitido vivir momentos muy intensos de
comunión eclesial.
También en el dolor
y la incertidumbre.
Hemos experimentado
la dulzura del don divino de la comunión, que Jesús trajo al mundo desde la
Trinidad.
Nosotros mismos nos
hemos impuesto el entrenamiento de intercambiar puntos de vista, de encontrarnos
en espacios de diálogo como este que hoy nos reúne.
La vida y la
comunión de nuestra Iglesia circulan por algunos espacios privilegiados: los
Consejos diocesanos y parroquiales, los Decanatos, los encuentros y jornadas.
Es verdad que
siempre nos acechan algunos demonios seductores y muy peligrosos: el personalismo;
restar nuestra presencia; la indiferencia, el gusto por la crítica amarga y
despiadada, la falta de lealtad y franqueza; la habladuría que, a veces, se
acerca peligrosamente a la calumnia o la difamación, etc.
No podemos dejar de
tener, frente a todo esto, una actitud evangélica de vigilancia y penitencia,
de corrección fraterna y de humildad para pedir perdón.
También aquí nos
reconocemos en estado de permanente conversión y purificación.
Una conversión que
nos involucra, de manera especial, a los pastores. Somos hombres de comunión y
servidores de la comunión.
Un servicio que
requiere mucha humildad, mucha mística, mucha abnegación y mucha libertad interior.
* * *
Voy terminando.
Y termino con la
expresión “misterio”.
La Iglesia es
“misterio” de comunión trinitaria.
En el lenguaje
cristiano, la palabra “misterio” quiere decir algo oculto que se hace patente a
los ojos.
Un secreto que, en
el momento oportuno, se revela.
El gran secreto
desvelado es el Emanuel: Dios con nosotros.
Ese es el misterio
que habita en la Iglesia.
¿Hemos podido
contemplar este misterio al preguntarnos por la siembra de Dios en nuestra
Iglesia diocesana?
Es el misterio de
la fe que se hace visible, de manera especial, en la celebración de la
Eucaristía.
Nunca el obispo es
más pastor de su pueblo que cuando preside la divina Liturgia y, en ella,
predica el Evangelio.
Desde aquí el
obispo observa con atención la vida del pueblo que se le confió.
A mí me gusta
pensar en la energía espiritual que se libera en nuestra inmensa diócesis, cada
domingo, por la celebración eucarística. No podemos medirlo a ciencia cierta.
Iglesia: misterio
de comunión trinitaria.
Dios -Padre, Hijo y
Espíritu Santo- en medio de nosotros.
Eso somos nosotros,
aquí y ahora, reunidos en este lugar, donde oramos, reflexionamos y, por la
palabra y la escucha, nos reconocemos parte de un todo: el cuerpo místico de
Cristo.
“Así se manifiesta
toda la Iglesia como «una muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo»” (LG 4).
La Trinidad siga
sembrando sus dones en esta bendita Iglesia diocesana.
De la mano de
María, ojalá que nunca perdamos esta perspectiva.
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