De las muchas cosas que he leído estos días sobre Benedicto
XVI en torno a su 85 cumpleaños me ha impresionado un artículo del cardenal
Kart Koch publicado en L´Osservatore Romano. Koch es suizo de habla germana,
compartió con Joseph Ratzinger la aventura teológica de Communio, y sobre todo
sabe lo que es sufrir en una diócesis centroeuropea por mantenerse fiel a la
Tradición de la Iglesia y a la comunión con el Papa.
Profundo conocedor de la magna obra y del pensamiento del
Papa Ratzinger, Koch ha elegido la imagen del grano de mostaza para describirla
en esta ocasión. Confieso que al principio me quedé perplejo: ¡habría tanto que
decir y nos quedamos con el grano de mostaza! A veces somos demasiado ligeros.
El purpurado suizo describe con sencillez cómo el Señor siempre ha elegido
gente sencilla, pobres hombres y mujeres con escasa influencia, que acogieron
incondicionalmente el Evangelio y así renovaron la Iglesia desde dentro. El
cambio, siempre necesario en un cuerpo vivo, no llega a través de las
convulsiones revolucionarias ni a través de planes muy inteligentes, sino que
sucede de un modo lento y orgánico, desde dentro. La posición justa del
cristiano, advierte Koch, “sólo puede ser la del amor y la paciencia, que es el
amplio respiro del amor”.
Y así llegamos al núcleo de la mirada de Benedicto XVI sobre
la historia, sobre esta época y sobre el camino de la Iglesia. Nosotros, y
empiezo por mí, nos inclinamos enseguida a realizar juicios contundentes sobre
este tiempo, y pedimos por lo tanto medidas fuertes, órdenes claras, proyectos
relumbrantes. Sentimos una lógica zozobra ante los males de esta época (que
dicho sea de paso, pocos han descrito con la agudeza del Papa Ratzinger) y nos
acongoja muchas veces la situación de la Iglesia en occidente. Y pedimos, claro
está, medidas eficaces que propicien un cambio rápido de situación. Es curioso
que en esto coincidan los que desafían a Roma con su rebeldía y los que la
acusan de tibieza e indecisión.
Por el contrario el Papa ama la paciencia, consustancial al
amor. Es algo que se descubre no sólo en cuanto dice y escribe, sino en cómo
escucha y mira. Recuerdo ahora su homilía en la Cartuja de San Bruno, cuando
hablaba del tiempo necesario para que la gracia de Dios actúe y para que la
libertad del hombre se mueva. Es verdad que el grano de mostaza está llamado a
convertirse en un gran árbol bajo el que se cobijan toda clase de pájaros, pero
Benedicto XVI llama nuestra atención sobre el hecho de que la Iglesia debe
tener siempre como punto de referencia su propio misterio, y no los planes que
diseñan de antemano ese árbol a nuestra medida. La planta de la fe, el árbol de
la Iglesia, sólo pueden crecer desde la profundidad de la tierra, y por eso
subraya Koch que “al Papa no le importan tanto algunas reformas concretas, le
importa que el fundamento y el corazón de la fe cristiana vuelvan a
resplandecer”.
También en estos días me ha sorprendido la impresionante
anticipación del joven Ratzinger sobre los problemas del presente, y el modo en
que ha profundizado como Papa sus tempranas intuiciones. Por ejemplo si leemos
la conferencia pronunciada por el cardenal Joseph Frings en 1961 sobre el
Vaticano II frente al pensamiento moderno, que después supimos había sido
escrita por su jovencísimo teólogo de confianza. Allí está ya toda la
radiografía de este mundo posmoderno que Ratzinger disecciona con inteligencia
y respeto, comprendiendo que la Iglesia tiene que acompañarlo en su zozobra y
extravío para recuperar su deseo de justicia y de libertad orientándolo de
nuevo al único fundamento de Cristo.
Allí descubrimos ya su claridad insobornable y su delicadeza
increíble, su amor a la Tradición y su carácter innegablemente moderno. Allí se
entiende cómo el Concilio no podía concebirse ni como ruptura ni como
asimilación, sino como renovación en la continuidad del único sujeto de la
Iglesia. Impresiona que la Providencia haya marcado desde tan pronto al hombre
que debía completar esta obra trascendental para la misión cristiana en el
siglo XXI.
El otro texto que ahora recuerdo se titula “Bajo qué aspecto
se presentará la Iglesia del año 2000”, y recoge algunas charlas radiofónicas
del entonces arzobispo de Munich. ¿Cómo va a asustarse un Papa que cuarenta
años atrás había previsto con semejante nitidez la gran tormenta, y ya entonces
señalaba el camino?: “Me parece seguro que a la Iglesia le aguardan tiempos muy
difíciles. Su verdadera crisis apenas ha comenzado todavía. Hay que contar con
fuertes sacudidas. Pero yo estoy también totalmente seguro de lo que
permanecerá al final: no la Iglesia del culto político... sino la Iglesia de la
fe. Ciertamente ya no será nunca más la fuerza dominante en la sociedad en la
medida en que lo era hasta hace poco tiempo. Pero florecerá de nuevo y se hará
visible a los seres humanos como la patria que les da vida y esperanza más allá
de la muerte”.
A eso se refería en la homilía de la Misa crismal, cuando
hablaba de esos ríos de vida que han significado tantos nuevos carismas
regalados por el Espíritu en la época convulsa del posconcilio. Aprender la
paciencia no es cuestión de ejercicios de autocontrol sino de acompasarse al
respiro del amor de Cristo. Y esa es una melodía que Papa Benedicto conoce como
nadie. Feliz cumpleaños, Santidad.
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