Entramos a la
Semana Santa.
La liturgia del Domingo de Ramos suplica una gracia particular:
aprender la humildad del Cristo humilde y humillado.
La pasión es
escuela de todas las virtudes, como también leeremos en estos días. De entre
todas se destaca precisamente la humildad.
La humildad de
Cristo se aprecia en su encarnación y en su pasión. Es abajamiento, búsqueda
del último lugar, abrazar la muerte en cruz.
Es así obediencia
a la voluntad del Padre. El mismo Señor que nos llama a ser sus discípulos, ha
escucharlo a Él, porque esto es lo único necesario; Él mismo es el que vive en
la escucha del Padre.
¿Qué ha oído Aquel
que está en el “seno del Padre”?
Ha escuchado el
dolor de Dios por la humanidad caída. Ha recogido el llanto de Dios por sus
hijos, los hombres, sumidos en la desesperación y en la oscuridad de la muerte.
El Hijo unigénito no ha necesitado más. Ha hecho suyo este dolor y este llanto,
y ha bajado hasta nosotros.
La humildad de
Cristo nos ha levantado del abismo.
Cada uno de
nosotros puede y debe decir a Jesús:
para rescatarme
de mis pecados,
te has hecho hombre
y has subido a la cruz.
Haz, Señor de la
humildad,
que aprenda de ti
ha ser manso y humilde de corazón.
Amén”
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