La liturgia
de la noche de Pascua se inicia con el templo a oscuras. En el atrio arde el
fuego nuevo del que se tomará la luz para encender el cirio pascual.
Por tres
veces, y mientras avanza hacia el altar, el diácono eleva el cirio y
mostrándolo a todos, canta: “La luz de Cristo”. El pueblo responde: “Demos gracias
a Dios”. Cada uno de los presentes va encendiendo sus cirios y, así, lentamente,
el espacio sagrado queda iluminado por una multitud de luces vacilantes. La
oscuridad no ejerce más su dominio despótico y atemorizante.
El gesto
ritual evoca, con su noble sencillez, la realidad de la fe como experiencia
humana: el encuentro con Cristo es un acontecimiento que transforma toda la vida,
la ilumina y la colma de sentido. Luz que brilla humildemente, pero que tiene
el inmenso poder de vencer las tinieblas más espesas. Esto es lo que indica la
palabra “pascua”: pasar con Cristo de las tinieblas a la luz, de la muerte a la
vida.
Cristo es la
luz del mundo. Esa es la confesión de fe de los cristianos. Él es el Salvador y
el Redentor de todos los hombres. “Con su muerte destruyó nuestra muerte, con
su resurrección restauró la vida”, reza la liturgia católica de Pascua.
Cristo es la
Verdad que hace libre a quien se deja guiar por sus enseñanzas. Es la Verdad
que se impone por sí misma, nunca por la fuerza de la prepotencia. Ese es, en
cambio, el poder de la mentira, del error y de la confusión. El poder del odio,
del rencor y del deseo de venganza que amargan el corazón humano e instalan la
violencia en el seno de los pueblos.
Cristo, por
el contrario, es la Verdad que conquista al hombre sin violentarlo. “Cristo
convence”, como ha escrito un famoso teólogo moderno. Y convence por sí mismo,
porque brilla con luz propia. Es la Verdad que nos hace libres. Hasta el fin de
los tiempos la mano de Cristo estará tendida, esperando la respuesta de sus
hermanos los hombres. Hasta el final, apelará a la conciencia y a la libertad:
se muestra, se propone, no se impone.
¿Qué es la verdad?,
pregunta el escéptico Pilato al Jesús humillado que han puesto en sus manos. En
realidad, no es una pregunta sincera. No es el interrogante del que siente en
su interior la insatisfacción de estar en búsqueda, siempre en camino, pero
sabiendo que hay algo mayor que lo llama, lo atrae y lo espera. Es la pregunta
del que ha sido derrotado por el pesimismo: ya no cree en nada ni en nadie. No
hay lugar para ninguna verdad en un corazón así.
La verdad
que Cristo ofrece a los hombres es la que aparece en su sacrificio pascual: en
su pasión, muerte y resurrección. Es la verdad de un amor “hasta el fin”, incondicional
y absoluto. Este amor toca realmente el corazón del hombre, lo atrae y lo
convence. ¿Qué es el ser humano sino un buscador nunca satisfecho de la verdad,
de la belleza y del bien? ¿No somos cada uno de nosotros peregrinos de un amor
absoluto al que confiarnos por completo? Cristo apela a esos interrogantes del
corazón humano, siempre vivos e inquietos, no obstante tantas presiones para
acallarlos o reprimirlos.
Los
cristianos decimos con sencillez de corazón: ese amor ha aparecido en la
historia humana, tantas veces dramática y atormentada. Ese amor es Jesús de
Nazaret, el Hijo de Dios; el que se entregó a la muerte por todos los hombres.
Por eso lo confesamos como Salvador y Redentor.
Esta es la
luz que ha brillado en medio de las tinieblas de este mundo. Esta es la luz que
evoca el cirio pascual encendido en la noche de Pascua y que permanece como
testigo visible del verdadero poder que transforma el mundo: el amor de Dios
manifestado en Jesucristo.
Al
saludarlos por Pascua, hemos querido hablarles de Jesucristo y de la fe en Él.
Podríamos haber discurrido sobre otros temas, importantes y valiosos. Podríamos
haber hablado, por ejemplo, de las consecuencias morales, sociales, políticas o
culturales de la fe cristiana. Seguramente hubiera sido un discurso interesante
y correcto.
En Pascua,
sin embargo, hay que ir a lo esencial. Y lo esencial es Jesús, el Hijo de Dios
hecho hombre, que murió por nuestros pecados y resucitó para nuestra salvación.
En realidad, esa es nuestra misión como obispos, sucesores de los apóstoles.
Como ellos, también a nosotros se nos pide que hagamos llegar a todos el gozoso
anuncio de la Resurrección. Tenemos que hablar de Dios y de su Hijo Jesucristo.
Esa es nuestra misión y también nuestro gozo.
A todos los
mendocinos, católicos o no, un fuerte y esperanzador saludo pascual: ¡Cristo ha
resucitado, en Él brilla la luz de la esperanza para todos los hombres!
+ José María Arancibia
Arzobispo de Mendoza
+ Sergio Osvaldo Buenanueva
Obispo auxiliar de
Mendoza
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