La celebración de
la Pascua cristiana comienza el jueves santo con la Misa de la tarde, llamada
“de la Cena del Señor”.
Según el
evangelista San Lucas, Jesús abre su última cena pascual con los discípulos con
estas palabras: “He deseado ardientemente comer esta Pascua con ustedes antes
de mi Pasión, porque les aseguro que ya no la comeré más hasta que llegue a su
pleno cumplimiento en el Reino de Dios” (Lc
22,15-16).
Es que Jesús, en
esa cena pascual de despedida, realizó un gesto inesperado al inicio y al final
de la comida pascual. Al inicio de la cena cumplió con el típico gesto judío de
partir el pan y pronunciar una bendición; pero en vez de usar las palabras
rituales prescritas, Jesús introdujo unas palabras suyas: “Tomen y coman, esto
es mi cuerpo que se entrega por ustedes”.
Al concluir la
cena, volvió a sorprender a sus discípulos porque hizo algo similar con la copa
de vino: “Tomen y beban, este es el cáliz de mi sangre, la sangre de la nueva
alianza derramada para el perdón de los pecados”. A continuación, y también
alterando el rito judío, hizo que todos bebieran de su copa.
Ambos gestos son
acompañados por un mandato: “Hagan esto en memoria mía”. Por eso, San Pablo,
escribiendo a los primeros cristianos de la comunidad de Corinto, dice unas palabras
que repetimos en cada eucaristía: “Y así, siempre que coman este pan y beban
esta copa, proclamarán la muerte del Señor hasta que él vuelva” (1 Co 11,26).
En esos dos
gestos, Jesús recoge su persona, su mensaje, su misión y su pretensión más
honda: traer al corazón del mundo de los hombres el amor redentor de Dios. Ante
la inminencia de una muerte violenta, su confianza en Aquel a quien invoca
llamándolo “Padre” se hace más fuerte y determinante que nunca. Libremente acepta
entregar su vida (su cuerpo y su sangre) como expresión acabada de su propia
persona. El reinado de Dios se realiza precisamente a través del sacrificio de
Cristo que se entrega para expiar el pecado de los hombres y abrir el mundo a
la gracia de Dios.
Cada generación
cristiana ha de preguntarse: ¿Cómo somos fieles a Jesús y a su Evangelio, en las
circunstancias concretas del tiempo y del lugar que nos tocan vivir?
Para la fe
cristiana, Jesús no es solo un personaje del pasado, con una vida admirable y
un mensaje siempre actual. Todo lo cual, por otra parte, es cierto. Para el
cristiano, Jesús es una realidad viva, aquí y ahora. Es el Hijo de Dios que,
por mí y por mi salvación, se hizo hombre; murió y resucitó y, por la fuerza de
su Espíritu, vive y ofrece vida plena a quien lo acepta como Señor y Salvador.
La pregunta por
nuestra fidelidad a Cristo no es, entonces, una inquietud primariamente
doctrinal: como ser fieles a una filosofía de vida enseñada por alguien del
pasado. Tampoco es una pregunta de tinte moralista: como portarnos bien y ser
coherentes, siguiendo las enseñanzas morales de Jesús, tan sublimes y exigentes
por cierto.
La inquietud de
la fe es otra cosa, mucho más honda y decisiva. Es la inquietud por la
fidelidad a un Viviente. También San Lucas nos cuenta que, en la mañana de la
resurrección, las mujeres que van al sepulcro a cumplir con los actos de piedad
con el fallecido, son sorprendidas por un personaje misterioso que les dice: “¿Por
qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado…” (Lc 24, 5-6).
Un cristiano es
alguien que ha sido sorprendido en el camino de su vida por ese Viviente, por
Jesús el Cristo. La fe tiene la fisonomía de un encuentro entre personas: un encuentro
que cambia todo, empezando por la persona del creyente. Es un encuentro con
Jesucristo, con su cruz salvadora y con la fuerza de su resurrección. Este
encuentro determina la propia vida y le da su orientación definitiva.
Por eso, los
primeros cristianos llamaban al bautismo: la “iluminación”. Es que el encuentro
con Cristo había supuesto para ellos encontrar la luz de Dios que los arrancaba
de las tinieblas del mundo pagano, opresivo y depresivo, en que vivían. Cristo
les había dado la libertad que no les podían dar ni los dioses paganos que
adoraban, ni la cultura hedonista y fatalista que los envolvía, ni tampoco un
estado que se presentaba a sí mismo como un Ser supremo que debía ser adorado y
obedecido sin chistar. La libertad que Cristo había puesto en sus corazones era
precisamente una luz en medio de las tinieblas.
Volvamos a
nuestra pregunta por la fidelidad que le debemos a Jesús: ¿Cómo permanecer
fieles a Cristo?
Una primera
respuesta, tomada de los mismos evangelios, es la que hemos descrito arriba:
permanecer fieles a Cristo significa realizar los gestos que Él nos mandó hacer
en su memoria. Dicho de modo más sencillo: ir a Misa.
Cada Misa
contiene en sí misma la fuerza explosiva de Jesús. Comulgar con el cuerpo y la
sangre del Dios hecho hombre es abrir la mente y el corazón a un nuevo orden de
cosas, centrado en Dios y, por eso mismo, más humano. La Eucaristía, celebrada
y vivida con fe, transforma toda la vida. En ella, el Dios infinito, invisible
y todopoderoso se hace tan cercano y a la mano como un poco de pan y un vaso de
vino. Esta cercanía e inmediatez de Dios es la fuerza explosiva de la
Eucaristía cristiana.
No es extraño que
los diversos totalitarismos, desde el imperio romano hasta los regímenes ateos
modernos, hayan hecho de la prohibición del culto una de sus armas más
poderosas contra los creyentes. Es que donde se adora a Dios, allí germina la
libertad más genuina y el ser humano descubre la dignidad de su conciencia.
Hombres y mujeres que se han alimentado de la Eucaristía han encontrado en ella
la fuerza para oponerse a la brutalidad humana de la prepotencia.
Fue el caso, por
citar un solo ejemplo, de aquellos jóvenes cristianos (católicos, protestantes
y ortodoxos) que formaron el movimiento de la “Rosa blanca” en la Alemania
nazi. Un puñado de jovencitos que encontraron en su fe y en la llamada de sus
conciencias la fuerza para enfrentar el poder abrumador del totalitarismo nazi.
Uno de ellos, Alexander Schmorell, acaba de ser canonizado por la Iglesia
ortodoxa de Munich. Con estas palabras se despidió de los suyos, pocas horas
antes de ir al encuentro de la guillotina: “Querría dejar esto en vuestros
corazones: no olvidéis nunca a Dios”. Eso es precisamente la Eucaristía:
memorial del sacrificio de Cristo, el sacramento que nos impide olvidarnos del
Evangelio, del amor de Dios y de la esperanza que siembra en los corazones.
Alexander, Jesús y la Eucaristía llegaron a ser así una sola cosa.
¿Cómo ser fieles
a Jesús y a su Evangelio? Ya dimos una primera respuesta (“yendo a Misa”), que
nos ha llevado hacia la otra gran respuesta: la fidelidad más genuina a Jesús
se da en la propia vida, vivida en comunión con Él.
El evangelista
San Juan no narra la institución de la eucaristía en su relato de la última
cena del Señor. En su lugar, sin embargo, nos transmite una escena que es,
precisamente, el texto evangélico que leemos el jueves santo: el lavatorio de
los pies.
La escena es
conocida: después de cenar, Jesús se ciñe la cintura con una toalla y lava los
pies a cada uno de los discípulos. Estos asisten a este gesto entre atónitos y
admirados. Cuando uno de ellos, Simón Pedro, quiere impedírselo, escucha de
labios de Jesús esta enigmática frase: “Si yo no te lavo, no podrás compartir
mi suerte”.
Los cristianos no
somos mejores que nadie. La fe no nos da una especie de superioridad moral
sobre el resto de las personas. El que lo vive así yerra. Lo que sí nos da la
fe es una conciencia muy viva de lo que Dios ha hecho por nosotros. Cristo nos
ha lavado con su sangre, nos ha rescatado del poder del pecado y de su expresión
más fuerte: el peso del egoísmo que todo lo envenena y destruye.
Querer ser fieles
al mensaje y a la persona de Jesús, significa para un creyente dejarse alcanzar
por la fuerza de Cristo para vivir como Él vivió. El relato del lavatorio de
los pies termina con estas palabras del Señor, con las que yo también concluyo
estas reflexiones. Con ellas les deseo muy feliz Pascua a todos los que lean
estas líneas:
“Ustedes -decía
Jesús- me llaman Maestro y Señor, y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy
el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse
los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo
hice con ustedes. Les aseguro que el servidor no es más grande que su señor, ni
el enviado más grande que el que lo envía. Ustedes serán felices si, sabiendo
estas cosas, las practican” (Jn
13,15-17).
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