martes, 16 de agosto de 2011

El verdadero poder que sostiene el mundo y guía la historia

Con un día de atraso, comparto con ustedes mi reflexión sobre la fiesta de ayer: la Asunción de Nuestra Señora. Se trata de la homilía que pronuncié en la Parroquia "Santiago Apóstol y San Nicolás" con ocasión de los 60 años de vida religiosa de la Hna. María Mónica Kloster, Paulina.

Ando detrás del testimonio que la hermana pronunció al inicio de la Misa porque es muy hermoso. En cuanto lo consiga lo publico.


Asunción de la Ssma. Virgen María

Hoy celebramos la Pascua de María, su gloriosa asunción al cielo.

La figura de Nuestra Señora que nos ofrece el evangelio de hoy es realmente hermosa: joven, embarazada y cantando. En la “dulce espera” como dice acertadamente el lenguaje popular de una mujer encinta. Todo un símbolo de la pujanza de la vida.

La vida y la esperanza se hacen canto en el corazón y en los labios de María.

La fiesta que hoy celebramos tiene que ver con estas cosas: la vida y la esperanza. Celebramos el triunfo de la vida, y la esperanza que sostiene el caminar de la Iglesia y de toda la humanidad.

Celebramos un acontecimiento de la historia de la salvación. Significativo para nosotros; cuyo mensaje y significado tienen que ver con nuestras expectativas y búsquedas más profundas.

Conocemos el contenido de la fe eclesial en la Asunción de María. Como enseña el Catecismo: María, preservada de la mancha original, al culminar el curso de su vida terrena, ha sido glorificada en cuerpo y alma al cielo.

“La Asunción de la Santísima Virgen -leemos en el Catecismo de la Iglesia- constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos.” (Catecismo de la Iglesia Católica 966).

Esta última frase me ha parecido particularmente feliz.

La figura de María asunta al cielo solo se comprende desde Cristo resucitado, vencedor de la muerte, vivo y presente en el hoy del mundo y de su Iglesia. Pero también desde la esperanza más honda del corazón humano: la vida eterna, el triunfo del amor sobre la muerte, el pecado y toda forma de corrupción.

La resurrección de Cristo es el acontecimiento central de toda la historia, y del universo entero. Es la obra de Dios por excelencia. Vencedor de la muerte, Cristo glorioso atrae todo hacia sí. Es la fuerza interior que vivifica la historia de las personas, de la Iglesia y de todos los pueblos.

Si en la cruz, Dios había acogido en sí mismo todo el dolor del mundo, expiando el pecado de todos los hombres por su amor infinito, en la resurrección gloriosa se abren las puertas de la vida y renace la esperanza para toda la humanidad.

“Cristo resucitó de entre los muertos, el primero de todos”, enseña San Pablo. De su mano, la victoria sobre el pecado y la muerte llegan a ser la victoria de todos los que se hacen una sola cosa con Él, por la fe y los sacramentos. La vida se derrama, de la cabeza a todo el cuerpo.

La Eucaristía que estamos celebrando nos permite participar de este misterio. Nuestro pan llega a ser el Cuerpo glorioso del Señor. Al participar de él, nosotros mismos somos transfigurados y avanzamos en dirección del Señor resucitado y de la vida plena que Él nos da.

*   *   *
La historia humana se desarrolla, toda ella, en la confrontación de la que nos habla el libro del Apocalipsis en la primera lectura.

Al signo humilde pero grande de la mujer embarazada en trance de parto, se contrapone el signo apabullante del enorme dragón rojo como el fuego. Acecha a la mujer para devorar a su hijo, apenas este nazca.

Los cristianos a los que se dirigía el texto del Apocalipsis comprendían bien estas imágenes. Se referían a sí mismos. La comunidad cristiana, pequeña y pobre, era esa mujer que huye al desierto. El dragón era el poder abrumador del mundo, concretamente realizado en el Imperio romano que, por entonces, perseguía con saña a los discípulos de Cristo.

El texto dice que, apenas nacido, el “hijo varón que debía regir a todas las naciones con un cetro de hierro … fue elevado hasta Dios y hasta su trono” (Ap 12,5).

No es necesario decir más: este varón nacido de mujer es Cristo, gloriosamente sentado a la derecha del trono de Dios. ¡Es el Señor! En sus manos están los destinos de todos. Perseguida, humillada, reducida a un pequeño rebaño, la Iglesia de Cristo lleva, sin embargo, la esperanza de Dios para toda la humanidad.

De esta esperanza nos habla María asunta al cielo. Volvamos a su imagen inicial: joven, embarazada y cantando la gloria de Dios.

Nos podemos preguntar: ¿dónde está la verdadera fuerza que lleva y sostiene el mundo? ¿dónde reside el poder que alienta de verdad la esperanza en el corazón de los hombres y todos sus esfuerzos por mejorar este mundo nuestro?

No lo dudemos un instante. La fuerza y el poder de Dios manifestados en Cristo, con humildad, con sencillez, silenciosamente, sin apabullar ni humillar. Es la fuerza de Dios que toma la figura de María: joven, embarazada y cantando.

¡Miremos, queridos hermanos y hermanas, el mundo que nos rodea! ¡Miremos el mundo iluminados por la esperanza que irradia María asunta al cielo!

¿Qué podemos ver con los ojos así iluminados? Seguramente los numerosos signos de vida que expresan la fuerza y el poder de Cristo resucitado, que está presente y sigue obrando. Sigue atrayendo el mundo hacia sí y llevando la historia humana hacia delante. “Porque es necesario -afirma San Pablo- que Cristo reine hasta que ponga a todos los enemigos debajo de sus pies. El último enemigo que será vencido es la muerte” (1Co 15,25-26).

*   *   *
Nos alegramos con la querida Hermana María Mónica Kloster y su precioso testimonio de vida consagrada. Lo hemos escuchado con alegría. Nos ha hecho renacer en la esperanza. Reconocemos en ella, como en tantos consagrados y consagradas, esta presencia humilde, silenciosa pero eficaz del Resucitado que está transformando la humanidad desde dentro, como solo Dios puede hacerlo.

A María: joven, embarazada y feliz por haber creído, le pedimos por la Hna. Kloster. También por nosotros y por toda la humanidad. Que sepamos testimoniar al mundo la resurrección de Cristo y, así, alentar la gran esperanza que sostiene el caminar de todos hacia la plenitud de la vida en Cristo.

Así sea. 

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