El lunes pasado celebrábamos la Pascua de Nuestra Señora, su asunción en cuerpo y alma al cielo.
El Catecismo de la Iglesia, comentando el significado de este misterio de la fe, cita una hermosa plegaria de la Iglesia bizantina:
En tu parto has conservado la virginidad, en tu dormición no has abandonado el mundo, oh Madre de Dios: tú te has reunido con la fuente de la Vida, tú que concebiste al Dios vivo y que, con tus oraciones, librarás nuestras almas de la muerte (Liturgia bizantina, Tropario de la fiesta de la Dormición [15 de agosto]).
Hoy la invocamos como Reina y Señora de toda la creación. María es Reina porque sigue en todo a Jesús, su hijo, Rey del universo.
Reinar, para Jesús es servir, entregar la propia vida en rescate por la multitud. Él es el Rey y el autor de la Vida.
A María la invocamos en esta tarde como Reina de la Vida. A ella le decimos: “Tú, María, te has reunido con la fuente de la Vida, tú que concebiste al Dios vivo y que, con tus oraciones, librarás nuestras almas de la muerte”.
A María le ha sido confiada la “causa de la vida” como rezaba el beato Juan Pablo II.
La fe nos enseña que todos los bautizados constituimos un pueblo santo y sacerdotal. Un pueblo de reyes y sacerdotes. El pueblo de la vida y al servicio de la vida.
En Cristo, y a ejemplo de María, nuestra vocación es el sacerdocio y la realeza. Como en Cristo, ser sacerdote y rey es entregar la propia vida, amar hasta el extremo, buscar el último lugar, hacerse pequeño y pobre, para rescatar a los esclavos, para dar vida a los que han quedado en poder de la muerte.
Queridos hermanos y hermanas:
María Reina suplica para nosotros el don del Espíritu. ¡Abrámonos a su acción vivificante! El viento del Espíritu elevó a María a los cielos.
María reina sobre nosotros, sobre nuestros corazones, sobre nuestra vida. Este es el territorio que María quiere gobernar, pero con un dominio que no es imposición, demostración arrogante de poder o sumisión humillante.
María reina en nuestros corazones porque ella nos conquista con su belleza, con su pureza inmaculada, con la transparencia de su fe, de su obediencia a la Palabra de Dios, con su servicio humilde, con su perseverancia al pie de la cruz, con su oración silenciosa a la espera de la Resurrección.
María reina en nuestro corazón por el fuego de amor que el Espíritu Santo ha encendido en su propio corazón de mujer, de madre y de virgen.
El reinado de María en nosotros alcanza su meta, cuando nos dejamos educar por la escuela de sus virtudes. Ella nos educa en la contemplación del Rostro bendito de su Hijo. Nos educa porque nos enseña a vivir como discípulos misioneros de Jesús.
La obra educadora de María en nosotros no termina nunca. Porque estamos siempre en la posición de los discípulos que buscan al Maestro y tienen que disponerse siempre a aprender, a dejarse conducir por Él.
Por eso, la vida cristiana tiene una esencial forma mariana: estamos llamados a ser discípulos de Jesús, a imagen y semejanza de María, la discípula que con mayor fidelidad guardó la Palabra, meditándola y viviendo sus exigencias hasta las últimas consecuencias.
Sí, queridos hermanos y hermanas:
Con su presencia, con su oración y con su amor, María libra nuestras almas de la muerte, del pecado y de la desesperación.
Quien se reconoce súbdito de María, hijo y aprendiz del Evangelio en su escuela, no conocerá la tristeza ni la desesperación.
Será alcanzado por la tribulación, como todo hombre cabal. Como le ocurrió al Padre José Kentenich, alcanzado por pruebas dentro y fuera de la Iglesia.
El amor de María es parte del consuelo de Dios que experimenta el creyente que, como ella, se pone a la escucha de la Palabra para que la obediencia a la Palabra vaya configurando nuestra vida según el Evangelio.
Hemos escuchado en el Evangelio a Simón Pedro confesar la fe en Jesús, Mesías e Hijo de Dios.
La fe de Pedro es la fe de la Iglesia. Es nuestra fe.
Jesús le dice a Simón: “Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo” (Mt 16,17).
Queridos hermanos y hermanas:
Simón ha llegado a la fe -se ha convertido en Pedro/Piedra- porque Dios mismo, el Padre, se ha metido en su alma. Allí se ha manifestado y le ha revelado el Rostro de su Hijo. Por eso, Simón ha podido escuchar la pregunta de Jesús, ha podido responder y, sostenido por la gracia y a través de muchas pruebas, ha modelado su vida según la fe que ha profesado.
El mundo -nuestra Mendoza- tiene necesidad, urgencia diría yo, de conocer hombres y mujeres transfigurados por la fe, llenos de Dios y de su reino. Solo en Dios se encuentra la verdadera alegría, la esperanza sólida y la fe sólida para darle a la vida la dirección correcta.
A María Reina, le pedimos que ella nos introduzca en esta escuela de fe. Que ella nos permita secundar la obra de Dios en nosotros. Así sea.
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