El 24 de agosto de 1617, pasada la medianoche (más precisamente a las 00:30 hs), Rosa de Lima entregaba su alma a Dios. Tenía 31 años.
“Jesús sea conmigo”, fueron las últimas palabras de sus labios que escucharon sus padres, hermanos y demás personas que rodeaban su lecho.
Ellos mismos atestiguaron más tarde, en el proceso de beatificación, el gozo y la paz inmensos que experimentaron al verla expirar así. El dolor de la separación recibía el bálsamo del consuelo espiritual, como solo Dios sabe ofrecerlo y darlo: veían volar al cielo a un alma santa, una mujer de Dios.
Jesús estaba allí, sin dudas, respondiendo a su invocación y dejándose ver para quien tiene los ojos de la fe abiertos y atentos. Jesús, recompensa de las almas santas, esposo amado de la virgen Rosa, estaba allí.
La ciudad de Lima, que había contemplado maravillada el camino de santidad de Rosa, fue conmovida por las manifestaciones de devoción con que el pueblo todo acompañó las honras fúnebres de su hija más ilustre y universal.
Manifestaciones similares tuvieron lugar 51 años después, con ocasión de su beatificación por el Papa Clemente IX, en 1668.
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Queridos hermanos y hermanas:
Volvamos a escuchar el mensaje de la santidad cristiana. Es un mensaje perceptible, misteriosa pero realmente perceptible, al alcance de todos. De hecho, el perfume de la santidad es percibido incluso por los que no creen.
Los santos son mensajes directos y concretos de Dios para su Iglesia, para la humanidad entera. Un mensaje, como el que tiene el rostro y la fisonomía de Rosa de Lima, que atraviesa los tiempos y las distancias. Nosotros lo estamos escuchando, hoy en 2011 y aquí, podríamos decir: tan lejos de la Lima natal de Rosa y, sin embargo, tan cerca.
Los santos muestran lo más genuino y auténtico de la condición humana. Son completamente de Dios y, por eso mismo, son entrañablemente humanos, cercanos, amigables. Son Evangelio: buena y alegre noticia, que llena de esperanza y alegría el corazón atormentado del hombre. Este mensaje lo comprende cualquier persona.
Lo comprenden, sobre todo, los que tienen alma de pobres, los sencillos, los niños y pequeños, como el mismo Jesús se encarga de explicitarlo en su Evangelio.
Rosa de Lima nos habla del “estilo de Dios”, del modo como Dios lleva adelante su obra de redención. Una y otra vez volvemos a contemplarlo: en Rosa de Lima, pero también, por citar solo algunos ejemplos, en Santa Teresita del Niño Jesús, en el Beato Ceferino Namuncurá o en Laurita Vicuña o, más cercana a nosotros, en nuestra vecina: Santa Teresa de Los Andes.
Si nos quedamos en Lima tenemos que mirar a Martín de Porres, Martín de los pobres y de los humildes; el santo de la escoba.
Por eso, queridos hermanos y hermanas:
Nosotros, a quienes tan fácilmente nos seducen las glorias efímeras del mundo, el ruido vacío de los grandes de esta tierra, abramos los ojos para contemplar, una vez más, la obra de Dios.
¡No nos dejemos engañar!
Rosa de Lima nos muestra la verdadera grandeza de la vida. Ella nos enseña dónde se halla el verdadero tesoro del reino de los cielos, por el que vale la pena dejarlo todo, venderlo todo.
No tengamos vergüenza de decirlo claramente, también nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, necesitamos escuchar este mensaje: busquemos la unión con Dios, busquemos su amistad y su gracia, anhelemos de todo corazón vivir para Él, según su Ley, de acuerdo a su Palabra.
La verdadera grandeza no se juzga por la magnitud del poder, de la riqueza o el prestigio mundanos. Sin negar todo lo que tienen de legítimo, muchas veces (demasiadas, añadiría yo) son humo que se lleva el viento.
La verdadera grandeza es la de los pequeños, los humildes y sencillos que se abren a Dios y viven según su ley, los que viven en amor a Dios y a los hermanos.
¡Esta es la vida verdadera! Lo demás es ilusión vana. Puede llegar a ser frustración y perdición eterna.
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“El que se gloría, que se gloríe en el Señor”, exhorta San Pablo. Y prosigue: “Porque el que vale no es el que se recomienda a sí mismo, sino aquél a quien Dios recomienda” (2 Co 10,17).
¡Precioso criterio de discernimiento! ¡Magnífico consejo para la vida!
Rosa de Lima quiso vivir solo para Dios. Nos lo recuerda la oración de la liturgia. Quiso vivir oculta, hermosa, solo para Cristo; quiso florecer para él en el jardín oculto de la vida austera que vivió desde pequeña. Con él se desposó, a él se unió místicamente, experimentando el poder transformador del amor de Cristo.
Con Cristo se identificó hasta el punto de revivir, con Él y por Él, su propia pasión por la salvación del mundo.
Quisiera aquí señalar dos rasgos de la vida espiritual de Santa Rosa en unión con Cristo, que me parecen especialmente significativos para nosotros hoy.
Dicen sus biógrafos que Rosa de Lima experimentaba, todos los días, durante dos horas el vacío angustioso que experimentan quienes están lejos de Dios. Después de un momento de intensa y elevada experiencia de la presencia de Cristo en su alma, Rosa parecía quedar como interiormente vacía, perdida. Al parecer, de esta manera, conocía, desde dentro, lo que es estar sin Dios.
Algo similar sabemos que experimentó durante cincuenta años la Beata Teresa de Calcuta.
Estas cosas son siempre misteriosas. Expresan la gran libertad y generosidad con Dios gobierna la vida de sus amigos más cercanos, los santos. Nos acercamos a ellas con pudor, temiendo traspasar los límites que debe imponerse la curiosidad humana.
Respetando con todo lo que significa semejante experiencia espiritual, creo que podemos aventurar la siguiente interpretación:
Hoy, muchos hombres y mujeres viven como si Dios no existiera. No saben de Dios y de su gracia. No pueden apreciar la riqueza inestimable que es Cristo, el que se entregó para que tengamos vida, él que expía nuestros pecados. Sin Dios, el hombre no tiene suelo ni raíces, no logra madurar una esperanza fuerte que sostenga sus pasos. La tristeza, la depresión, la amargura (disfrazada muchas veces de arrebato, descontrol o desinhibición) toman posesión de lo más profundo del alma humana.
La experiencia de Rosa de Lima nos dice algo muy grande: Dios conoce desde dentro este estado interior del hombre. Es más: Dios empuja a algunos de sus elegidos, a su Iglesia, a padecer con ellos, a identificarse con estos hermanos nuestros, para poder, desde allí, anunciarles el mensaje revolucionario del amor infinito de Dios por cada persona, especialmente por los que están más solos.
El segundo aspecto que quisiera señalar fugazmente es el amor preferencial de Rosa por los pobres y, de manera especial, por los enfermos. Este es un signo distintivo del amor cristiano.
Estos hombres y mujeres que sufren: ¡son Cristo! No se puede pasar con indiferencia ante ellos.
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Con esta celebración iniciamos el Jubileo de nuestra Parroquia: ¡125 años de vida!
Un Jubileo -como su nombre lo indica- es un tiempo de júbilo, de alegría, de celebración.
Es la alegría de la que nos habla el Evangelio: la alegría de encontrar el tesoro más grande y la perla más precioso: el reino de los cielos, la fe, la tradición católica, el patronazgo de Santa Rosa.
Nuestra comunidad parroquial ha custodiado durante 125 años el don precioso de la fe, recibiéndolo y transmitiéndolo a las nuevas generaciones, para que la fe en Cristo sea vida y esperanza.
Damos inicio a este tiempo de gracia y de júbilo, motivados por unas palabras del Santo Padre Benedicto XVI que bien podría hacer suyas Santa Rosa de Lima, nuestra patrona:
“No tengan miedo de Cristo. Él no quita nada y lo da todo”
Son una invitación a renovar nuestra consagración bautismal: somos el pueblo santo de Dios, pueblo sacerdotal, marco por el sello del Espíritu de Cristo. A Él pertenecemos. Él es nuestro Señor. A Él le entregamos todo lo que somos y tenemos.
Un Jubileo es también un tiempo de profunda conversión para las personas y la misma comunidad parroquial. Nuestra Diócesis se halla, toda ella, en camino de conversión y renovación pastoral. El Jubileo de la parroquia y comunidad de Santa Rosa nos interesa a todos, porque es una gracia de Dios para todos nosotros.
Los alentamos a preparar un camino jubilar rico de iniciativas espirituales, litúrgicas, culturales y evangelizadoras. El Párroco con el Consejo de Pastoral seguramente harán conocer dichas iniciativas. Seguramente la sociedad civil y las autoridades municipales ofrecerán también su ayuda.
Nos confiamos a la intercesión de Santa Rosa, de “Rosa de Santa María” como ella misma quiso ser llamada, habida cuenta de su amor y devoción por la Virgen del Rosario.
Santa Rosa nos inspire en este camino de júbilo, de conversión y de renovado ardor misionero, para que todos conozcan, experimenten y saboreen qué bueno es el Señor.
Así sea.
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