Es un ritual que se repite año tras año: el 7 de agosto miles de personas se ponen en camino hacia “San Cayetano”. Sea en Orfila, el Barrio Bancario o La Dormida, no menos que en Liniers.
Si hay mucha gente, se hace fila. Se avanza lentamente con los demás, sean amigos o simples desconocidos. Llegados ante la imagen del Santo, se la toca, se mira el rostro, se musita una plegaria, sea una petición, un agradecimiento o un reconocimiento. No es extraño que la emoción llegue hasta las lágrimas. Nadie se escandaliza ni incomoda. Estos lugares están para eso.
La plegaria suele ir acompañada de otro gesto discreto: una bolsita de supermercado con yerba, azúcar, arroz u otras cosas similares. No se puede rezar con las manos vacías, menos al Santo de la Providencia.
Si el peregrino lleva un niño en brazos, se le enseña a entrar en esta tradición. Los chicos repiten los gestos con una seriedad que impresiona. Ellos también estiran la manito para tocar. Con la ayuda de la mano adulta trazan una cruz un poco desaliñada sobre el cuerpo. Los chicos miran con ojos inmensos, como solo lo hacen ellos. Atrapan para siempre la profundidad del alma humana.
¿Qué hay detrás de todo esto? Los ritos son gestos humanos complejos y ambivalentes, ambiguos incluso. Buscan sostener valores imprescindibles, sin los cuales no se podría vivir dignamente. Se prestan también para el atavismo, la repetición mecánica o la hipocresía. “Este pueblo me alaba con los labios, pero su corazón está lejos de mí”, sentencia el profeta bíblico en nombre de Dios. Es una advertencia que Jesús retomará y profundizará: Dios quiere, por encima de todo, misericordia, compasión y apertura de corazón.
Aquí va una confesión personal. En mis primeros años de cura tuve una mirada distante, crítica y, en cierto modo, glacial hacia la religiosidad popular. Muchos libros, mucho moralismo y mucha fatuidad. Gracias a Dios y porque provengo de una familia humilde y profundamente religiosa, creo que nunca llegué al desprecio o la descalificación. Siempre mantuve un resto de apertura frente a ese “no sé qué” más grande que esconde la religiosidad popular.
Hoy voy con gusto a San Cayetano, como también al Challao el 11 de febrero, o al Patrón Santiago. Me conmueve la entrada de la Virgen del Rosario al anfiteatro el primer domingo de octubre. Con gusto camino las procesiones, rezo los misterios del rosario, canto. Caminar con otros es un gesto religioso inmenso. En sí mismo es una gran oración, una plegaria universal.
En la mayoría de las procesiones el sonido no funciona, o funciona mal. He llegado a creer que Dios, que posee un humor muy fino y sano, me dice con esa picardía: ¡escuchá al que camina a tu lado! ¡escuchá como reza con su misma vida! ¡escúchense unos a otros, porque así podrán amarse también unos a otros!
Yo creo en Dios. Cada vez con más fuerza. Creo que Dios, tal como nos lo mostró Jesús, es lo más real de lo real. Es el Dios amigo de los hombres, amigo de la vida. Para mostrarlo, Jesús se involucró en la vida de las personas, especialmente de los más pobres y de los pecadores. Acercó la compasión de Dios al mundo atormentado de los hombres. Cuando los moralistas de su tiempo se escandalizaban de su cercanía a la mala gente, él, sencillamente, les recordó: “No he venido para los sanos, sino para los enfermos; para los pecadores, no para los justos”.
Eso tiene San Cayetano: santo de la Providencia. Lo tuvo en su vida terrena, cuatro siglos atrás. Antes incluso de ser cura, este hijo de noble cuna, brillante abogado y funcionario del Vaticano, dedicaba sus tardes a dos actividades: rezar con otros jóvenes, igualmente locos; y visitar los hospitales de Roma, llevando consuelo a los abandonados. Ya de cura fundó un Hospital de incurables en Venecia. La muerte lo sorprendió en Nápoles, precisamente el domingo 7 de agosto de 1547, dejando en los barrios pobres de la ciudad el recuerdo de un “prete” que era la imagen viva de la Providencia de Dios.
Lo fue en su vida terrena, y lo sigue siendo hoy. Así lo han captado con certera intuición, miles y miles de hombres y mujeres, que ven la realidad con los ojos del corazón. Por eso perciben las cosas con una mirada de largo alcance.
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