El pasado domingo presidí la Eucaristía en Panaholma, en el marco del IV Encuentro Nacional de Seminaristas teólogos. La blanca capilla, recién restaurada, fue obra del Cura Brochero. Publico aquí las ideas fundamentales de la homilía que pronuncié. Me habían pedido un especial acento en las misiones, por ser ese domingo la Jornada mundial de las misiones.
Homilía
Venimos a Brochero a buscar una enseñanza para la vida. El Seminario es sobre todo eso: una escuela de vida, un lugar y un tiempo en el que aprendemos a vivir de un modo determinado: como pastores del Pueblo de Dios.
Hemos venido a Brochero porque sabemos que aquí un hombre aprendió a vivir, a luchar y a morir como cura, como pastor, como misionero del Evangelio. Estamos haciendo el esfuerzo de oir su enseñanza y de dejarnos educar por este auténtico maestro de vida.
La primera lectura de hoy, tomada del libro de la Sabiduría, casi nos permite escuchar la voz del Cura que, con las palabras inspiradas de las Escrituras santas nos dice a nosotros hoy: “Oré, y me fue dada la prudencia, supliqué, y descendió sobre mí el espíritu de la Sabiduría. La preferí a los cetros y a los tronos, y tuve por nada las riquezas en comparación con ella… La amé más que a la salud y a la hermosura, y la quise más que a la luz del día, porque su resplandor no tiene ocaso”.
Nosotros sabemos que esta Sabiduría de Dios, preferible a todas las riquezas del mundo, es mucho más que un conjunto de conocimientos. Es una Persona: Jesús, el Señor, Logos y Sabiduría de Dios encarnada. Él es nuestro auténtico Maestro de vida. Él nos enseña a vivir.
El relato evangélico que hemos escuchado nos muestra justamente a Jesús empeñado en hacer comprender que en su Persona se juega de verdad la vida eterna. “Por mí y por el Evangelio” subrayará al retomar la confesión sincera de Pedro: “Tú sabes que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido”.
Con el Cura Brochero, nosotros nos sentimos llamados a llevar Vida a nuestro pueblo. Sentimos la urgencia y el imperativo de la misión. Nos reconocemos discípulos misioneros de Jesús.
Aparecida ha sido un acontecimiento del Espíritu, portador de un fuerte impulso misionero que está encontrando una recepción esperanzadora en la mayoría de nuestras Iglesias diocesanas.
Repasemos el n° 32, pues contiene un mensaje que nos puede ayudar mucho:
"La alegría que hemos recibido en el encuentro con Jesucristo, a quien reconocemos como el Hijo de Dios encarnado y redentor, deseamos que llegue a todos los hombres y mujeres heridos por las adversidades; deseamos que la alegría de la buena noticia del Reino de Dios, de Jesucristo vencedor del pecado y de la muerte, llegue a todos cuantos yacen al borde del camino, pidiendo limosna y compasión (cf. Lc 10, 29-37; 18, 25-43). La alegría del discípulo es antídoto frente a un mundo atemorizado por el futuro y agobiado por la violencia y el odio. La alegría del discípulo no es un sentimiento de bienestar egoísta sino una certeza que brota de la fe, que serena el corazón y capacita para anunciar la buena noticia del amor de Dios.(DA 29)
Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo."
Brochero, como también el Santo Cura de Ars, son para nosotros maestros de vida en estas cosas.
La misión no es primariamente acción, sino irradiación de la luz de Cristo. Nada sustituye en la vida de la Iglesia al fuego que arde en un corazón que se ha dejado conquistar por el Señor.
No hay ningún otro principio eficaz de renovación eclesial y de conversión pastoral que la gracia de Dios que nos precede y acompaña, como hemos rezado al inicio de esta liturgia. Y cuando decimos “gracia” estamos quiriendo decir al Dios amor que se comunica gratuita y sorpresivamente a su criatura.
La Iglesia no crece por proselitismo, enseñaba el Papa en Brasil, sino por atracción. El Dios amor manifestado en la cruz de Cristo es la fuerza que atrae y transforma al mundo.
La misión es la irradiación de este amor.
María, causa de nuestra alegría, nos acompañe en este camino. Amén.
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