sábado, 17 de agosto de 2013

Homilía en la Misa de acción de gracias y envío - Sábado 17 de agosto de 2013

Estamos en casa, en familia y entre amigos.
Nos une la misma fe y, para nuestro consuelo, la mirada de Nuestra Señora reposa sobre nosotros.
A veces pienso que tenemos un poco olvidado este Santuario. Pero, si nosotros nos hemos vuelto un poco olvidadizos, María no ha dejado de salirnos al encuentro allí donde nos reunimos: celebraciones, jornadas, momentos de comunión.
La Visitación es un misterio que se cumple, una y otra vez.
María ha ido a nuestro encuentro. ¿Para qué? “Por medio de María, -leemos en Puebla- Dios se hizo carne, entró a formar parte de un pueblo; constituyó el centro de la historia. Ella es el punto de enlace del cielo con la tierra. Sin María, el Evangelio se desencarna, se desfigura y se transforma en ideología, en racionalismo espiritualista” (DP 301).
María sabe de fe, de oración silenciosa, de acogida y de misión. Sabe de humanidad. Sabe de las cosas de Dios. Y lo sabe con su cuerpo: allí creció el fruto más precioso de esta tierra, el Verbo encarnado.
Eso es también lo bueno del Rosario: rezamos tocando con los dedos del cuerpo los misterios del Señor. La Encarnación en nuestras manos.
Para que el Evangelio no se desencarne. Para eso, María está presente en medio de nosotros.
Y nosotros acogemos su presencia discreta, casi en segundo plano, como algo fundamental. Sin ella, lo que hacemos sería ideología o frío pragmatismo.
Sintámonos, por tanto, en casa y que ningún reclamo moralista perturbe la armonía del Espíritu. Gocemos sencillamente la comunión que el Dios amor nos concede, y que María alienta con su corazón de mujer.
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En este clima mariano entonces, puedo abrirles el corazón y decir cosas que, en otras circunstancias, serían un poco inapropiadas.
Quisiera ofrecerles una palabra muy personal. Una palabra que, surgiendo del propio corazón creyente, venga también con la potencia del Espíritu.
“Verbum mittitur spirans Amorem”, enseñaba Santo Tomás en su “De Trinitate” (S Th I 45, 5, ad 2): El Hijo es el Verbo que espira Amor, y así, es enviado a nosotros para que nuestra inteligencia y nuestras palabras queden trasfiguradas por el amor.
Le pido al Señor que sea Él el que guíe mis palabras, para que, llenas de su Espíritu nos enciendan en el amor y la comunión.
Permítanme entonces pronunciar una “confessio fidei”, una confesión de fe, que es, a la vez e inseparablemente, “confessio laudis” (alabanza) y “confessio vitae”: una vida que canta las maravillas de Dios.
No que ponga mi persona en el centro. Ante ustedes, quisiera hablar de la obra de Dios en una historia humana concreta.
Diciéndolo brevemente: “Creo, Señor, en Ti. Creo en la potencia de tu gracia que se ha manifestado en mi vida, por eso, te alabo, te doy gracias y a Ti me confío”.
Con cuatro palabras quisiera articular esta confesión de alabanza.
Las palabras esconden secretos que lo son incluso para quien se deja amaestrar por ellas. Uno se pone a escribir y acontece el milagro: las palabras nos leen a nosotros mismos y nos revelan delicadamente el misterio.
No que las palabras agoten la realidad. Las palabras nos permiten decir cosas importantes, significativas, pero también nos enseñan a buscar, a seguir caminando y quedarnos en silencio ante el misterio de Dios, de nuestra propia vida y ante la inmensidad de la realidad.
¡Qué horizonte nos abre la Escritura cuando afirma que en el principio existía la Palabra, la Palabra era Dios y era cabe Dios!
Esa es la Palabra que el Espíritu trajo al vientre virginal de María, haciendo que tomara de ella carne y sangre para habitar entre nosotros, para que la pudiéramos oír, tocar y seguir.
Por eso: cuatro palabras para compartir. Cuatro palabras para un solo Nombre: Jesús, Señor y Salvador.
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La primera palabra es: SORPRESA.
Nunca imaginé irme de Mendoza. Cuando me hice cura, mi horizonte era esta tierra, su gente, la fe cristiana recibida aquí.
Un sacerdote puede y debe hacer muchas cosas. Para mí ha sido muy fuerte comprender que el servicio fundamental que estoy llamado a dar es el de la fe: anunciar la Palabra para que el Espíritu despierte la fe en el corazón del oyente.
Lo digo de forma más breve aún: servir la fe de mis hermanos.
No estaba en mi horizonte dejar esta tierra, decía. La llamada al episcopado cambió todo. Es la Iglesia la que llama. Pero, en la fe, uno sabe que detrás de esa llamada eclesial está el Dueño de la viña: Jesús. Él llama y envía.
En su reciente visita al Santuario de Aparecida, el Santo Padre Francisco nos exhortaba a dejarnos sorprender por Dios y, como María, dejarnos conducir por Él.
Confieso que Dios me ha sorprendido. Ahora y antes. No siempre he comprendido bien qué me pedía, hacia dónde realmente me llevaba. Confieso también que he aprendido a confiar en su promesa. O, mejor: que estoy en ese aprendizaje.
Un cristiano es alguien que vive de una promesa que lo pone a caminar, como Abrahán. Eso prediqué en mi primera Misa.
Y no aprende ni camina solo. Ese camino lo recorremos juntos, como pueblo, como hermanos. Confieso que me enciende el corazón descubrir el camino que hemos recorrido juntos: yo, uno más de este pueblo peregrino.
Eso es muy hermoso de reconocer en este momento de envío y misión.
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Aquí ya asoma otra palabra, inmensa e inagotable, evangélica: VOCACIÓN.
Jesús pasa y dice, sin vueltas: Sígueme.
El que alguna vez ha leído el evangelio con un poco de sintonía interior no habrá podido pasar por alto el impacto que tiene esta palabra en labios de Jesús.
Basta ese “sígueme” y uno ya no es más dueño de su propia vida. Una llamada nueva que sorprende y cambia todo.
Jesús decía que el Espíritu sopla donde quiere. Arrebata. Es libertad y creatividad en estado puro. También aquí: “Verbum spirans Amorem”.
Hay momentos claves, que se pueden fechar y localizar, en los que ese “Sígueme” ha resonado inconfundible, aunque siempre abierto a la libertad que forma parte de todo “Amén” que le decimos a Dios. Como María.
Quien ha escuchado el Sígueme de Jesús ha sido provocado en su libertad, desafiado a caminar confiándose solo en esa promesa.
Pero es un “Sígueme” que resuena, sutil casi imperceptible, cada mañana. La vocación, enseñaban los Padres, es siempre matutina.
De ahí la belleza y hondura de la oración matinal: “Señor, abre mis labios y mi boca proclamará tu alabanza”, y desde ahí todo lo demás.
Vale la pena entrenarse en la oración matinal para escuchar al Señor que llama. Porque no sabemos ni el día ni la hora de esas llamadas que van dándole dirección y sentido a nuestra vida, hasta la llamada final, para el encuentro definitivo, cara a cara.
Oración que siempre es lucha, Getsemaní, aunque algunas veces -pocas pero decisivas por cierto- también es Tabor. Se vive como se ora; se ora como se vive.
Confieso que he escuchado el “Sígueme” de Jesús, sobre todo, en ese tiempo de gracia singular que han sido los quince años de ministerio pastoral en el Seminario, pisando con temor y estupor la tierra santa de la vida y la vocación de tantos de ustedes, queridos hermanos. Días atrás lo repasaba en esa querida comunidad eclesial. Y no digo más, porque es algo muy importante.
Solo Dios sabe cuánto se me ha ido la vida en ello. Aún consciente de mis errores y debilidades, sería sumamente ingrato si no confesara con alegría que Dios es grande y misericordioso al conducir a su pueblo.
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La otra palabra bíblica que me viene del corazón y se hace texto es CONSUELO. Me explico un poco.
Si uno acepta ser obispo, especialmente ser obispo auxiliar, sabe que queda en disponibilidad. Yo sabía que mi tiempo en Mendoza sería breve. Lo vivía con cierta inquietud: ¿a dónde me mandarán? ¿Podré adaptarme? ¿Cómo seré recibido? Esa inquietud sigue presente. En estos días un poco más intensa.
Cuando el pasado 23 de mayo, el Nuncio me comunicó que el Papa me había nombrado obispo de San Francisco experimenté, al instante, un fuerte consuelo interior.
Comenzaron a resonar muy adentro unas palabras también conocidas: “No tengás miedo. Yo estoy con vos”. Y eso basta. Esa palabra es más fuerte que cualquier duda o tormenta interior.
Aquí vale otra aclaración importante. Para la tradición espiritual cristiana, el consuelo es un signo de la acción discreta de Dios que guía la propia vida.
No que las preocupaciones y dudas desaparezcan. Lo que pasa es que quedan enmarcadas en una situación vital nueva.
Dios nos consuela en todas nuestras tribulaciones, escribía San Pablo. E Ignacio añadía: en el consuelo, no olvidar que la vida es frágil y el hombre falible. Pero en la turbación, recordar que Dios es. Y que estamos en sus manos.
Por eso, permítanme decir, escuetamente y con un poco de pudor: confieso que, incluso en las pruebas de la vida, el consuelo de Jesús se ha hecho presente, confortando, animando y encendiendo una luz, pequeña por cierto, pero firme y suficiente para caminar.
Por eso, también: ¡Bendito y alabado seas Señor que amas la vida! 
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Así las cosas, otra palabra surge sola: GRACIAS.
Me ha tocado explicar varias veces el tratado teológico sobre la Gracia. Solía decir que la palabra “gracia” es parte del vocabulario básico que todo cristiano tiene que aprender.
Su brevedad oculta una riqueza infinita. Dice muchas cosas a la vez: favor recibido, disposición favorable, auxilio divino, amistad, belleza, transformación interior.
Los medievales hablaban de la “Gracia increada”: Dios mismo que se entrega al hombre, hasta habitar en él.
En este momento de mi vida, me siento personalmente inmerso en una historia de gracia.
Comprendo bien que el Papa Francisco haya dicho que la Iglesia no puede ser entendida como una pesada organización burocrática, sino como una gran historia de amor.
Citando a Guardini, Benedicto XVI había tenido palabras muy parecidas: “la Iglesia «no es una institución inventada y construida en teoría..., sino una realidad viva... Vive a lo largo del tiempo, en devenir, como todo ser vivo, transformándose... Sin embargo su naturaleza sigue siendo siempre la misma, y su corazón es Cristo»”.
Esto lo he vivido en primera persona. No me lo han contado, ni lo he leído simplemente en un libro. Ha sido y es mi experiencia de vida. Soy, por eso, un hombre feliz y agradecido.
Confieso que he podido experimentar que la vida es un don, un regalo inesperado y gratuito. Viene de Dios, que es amor y solo sabe dar hasta el extremo.
Sí, hermanos: “Todo es gracia”, como decía el célebre personaje de Bernanos.
La Iglesia del Verbo encarnado, con toda su humanísima concretez, a veces desconcertante y crucificante, es el hogar de la gracia divina en medio de nuestro mundo.
Me descubro hijo de la Iglesia e hijo de esta tierra. De esta Iglesia diocesana de Mendoza, cuya maternidad, para mí, tiene el rostro de mis padres y mi familia, de las comunidades que me han engendrado a la fe, de las personas que Dios puso en mi camino, y que me enseñaron a discernir los signos de la Providencia.
Aquí maduró mi vocación al sacerdocio, y aquí también aprendí a ser obispo, alentado por el querido Arzobispo Arancibia, a quien considero un padre y un maestro.
También en estos pocos meses, acompañando al Arzobispo Carlos, a quien aprecio como un hermano y amigo.
También de la mano de todos ustedes, queridos hermanos curas. Yo soy uno de ustedes. Eso me conforta y me alienta.
Aquí he cultivado ese tesoro inestimable que es la amistad con la que muchos de ustedes me han honrado.
Aquí aprendí a rezar y a cantar, a leer y a escribir, a amar y a esperar, a pedir perdón y tender la mano, a llorar y a compartir el dolor. También a dejarme mirar por la montaña, el desierto y el agua.
Aquí aprendí a celebrar la Eucaristía. Incluso siendo niño y como un juego infantil que contenía también una gran promesa.
Ustedes saben de mi gusto por la liturgia, por el canto y la predicación en el marco sugestivo de la “Ecclesia orans”.
Queridos hermanos: ¡cuánto me ha dado Dios en las celebraciones eucarísticas que hemos compartido! ¡Cuánta potencia espiritual que nos envuelve, transforma y nos modela!
Uno de los títulos más antiguos del obispo es precisamente el que se refiere a su misión de moderador del culto: sumo sacerdote del pueblo santo de Dios.
Considero una verdadera gracia haber podido recorrer la diócesis para las confirmaciones, las fiestas patronales y, sobre todo, las visitas pastorales que nos han permitido orar juntos y ponernos todos bajo la soberanía de la Palabra de Dios.
Confieso agradecido que he recibido del pueblo de Dios mucho amor, testimonio de Evangelio y aliento para el camino.
Cuando estaba por irme a estudiar a Roma, Arancibia, en varias ocasiones me repitió: en Roma vas a ver muchas cosas, algunas no tan santas ni edificantes. Lo más importante: no te olvidés nunca del pueblo del que venís, de la Iglesia que te envía y a la que tenés que servir.
Hoy le doy gracias al Señor porque ha cumplido su promesa, y con creces. El ciento por uno.  
Nada de todo esto puede olvidarse. Es bueno, por ello, quedarse todo el tiempo que sea necesario para decir sencillamente: “gracias” y hacer eucaristía. Es lo que intento con estas líneas que, créanme, salen solas de su fuente interior.
En el vocabulario cristiano hay otra palabra para decir “gracias”. Esa palabra, también sagrada y evangélica, es “misión”. O, como lo expresa Aparecida: “Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo”. (DA 29).
Esta celebración es, inseparablemente, acción de gracias y envío, gracia y misión.
Al partir para San Francisco, con ilusión, alegría y ansiedad, vuelvo a escuchar, en el seno de esta Iglesia madre, la voz del Señor, como una vez la escuchó también el profeta: “¿A quién enviaré y quién irá por nosotros?”.
Yo he respondido, también como el profeta: “¡Aquí estoy: envíame!”.
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Sorpresa. Llamada. Consuelo. Gratitud.
Son palabras que encierran el misterio de una vida. La persona, cada uno de nosotros, es inefable. Un misterio inmenso, insondable. No alcanzan las palabras para nombrarlo.
Karl Rahner apuntaba también: el hombre es un misterio que evoca el Misterio con mayúsculas, el Misterio santo del Dios amor. El Dios que es siempre más grande.
De Él vienen la sorpresa, la llamada, el consuelo y la gratuidad. Él llama y envía.  
Como María, a Él me confío. Todos estamos en Sus manos.
Amén.
+ Sergio O. Buenanueva

Obispo electo de San Francisco