sábado, 21 de junio de 2014

Corpus 2014: Felices los que creen, adoran y comparten el Pan

Solemnidad del Cuerpo y la Sangre del Señor
Sábado 21 de junio de 2014
Un pueblo peregrino, cansado de un fatigoso camino. Ha sentido corporalmente sed y la necesidad de pan.
Dios lo ha probado, conociendo el fondo de su corazón. No lo ha dejado solo. Lo ha sostenido en su debilidad. Lo ha alimentado con un pan misterioso, profecía del pan eucarístico de Jesús.  
Así nos presenta la primera lectura al pueblo de Israel peregrino en el desierto.
Ese pueblo somos nosotros: la Iglesia del Señor. Es nuestra Iglesia diocesana de San Francisco.
La prueba más fuerte del camino: olvidar a Dios. Podríamos decir también: perder las raíces, una amnesia de la propia identidad.
La Eucaristía es precisamente el antídoto que mantiene vivo el recuerdo: es el memorial del sacrificio pascual de Jesús.
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Para la celebración de este año del Corpus Christi les he propuesto una triple bienaventuranza: Felices los que creen. Felices los que adoran. Felices los que comparten el Pan.
Les ofrezco un breve comentario de la misma.
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Felices los que creen
Lo sabemos bien: creer es mucho más que una fría afirmación teórica de la existencia de Dios.
Creer es entregar toda la vida. Involucrarse en serio. Es ponerse en camino. Los antiguos así describían el acto de fe: credendo in Deum ire. Creyendo en Dios me pongo en camino hacia Él.
Creo si camino. Aprendo a creer caminando en la fe. Arriesgándome a caminar, a buscar y perderme, a levantarme de la fatiga para seguir caminando.
Como un niño que aprende a caminar mirando fijamente los brazos de su padre que lo esperan y lo estimulan. Le dan seguridad en la medida en que lo hacen caminar con las propias piernas.
Creer en Dios es aprender a confiarme a Él, a confiarle las riendas de mi vida. Aprender a estar en Sus manos.
Quien entra por este camino experimenta una alegría incomparable. Una vez que conquista el corazón nunca lo deja.
¿Por qué? Porque es la alegría de Dios en nosotros.
Solo el pecado puede arrancarla. Pero Dios es fiel. No se cansa de volcarla generosamente y, así, atraer el corazón perdido.
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Felices los que adoran
En esta catedral tenemos la capilla de adoración perpetua. Es una cosa maravillosa. Un verdadero espacio de gracia.
Nuestra orgullosa ciudad tiene en esta capilla un centro luminoso de salvación. Aquí se adora al Señor humilde.
Pero ¿qué es adorar? ¿Qué significa “adoración”? El sabio papa Benedicto XVI se lo explicaba así a los jóvenes:
Adoración es unión con Dios. Un Dios que nos sobrepasa y está siempre más allá de todo lo que podemos imaginar. Adorarlo es unirnos a Él, descubriéndolo vivo en nosotros.
Adoración -añade el papa- es sumisión humilde de la creatura a su Creador. Un libre ponerse de rodillas ante su Majestad infinita.
Pero es, sobre todo, “amor”. Así lo explica: “La palabra latina adoración es adoratio, contacto boca a boca, beso, abrazo y, por tanto, en resumen, amor. La sumisión se hace unión, porque aquel al cual nos sometemos es Amor. Así la sumisión adquiere sentido, porque no nos impone cosas extrañas, sino que nos libera desde lo más íntimo de nuestro ser” (Homilía en Colonia 21/VIII/2005).
Esta humilde capilla, escondida a la mirada de los curiosos, es lugar de incontenible felicidad: la alegría del creer en el Dios con nosotros y, por eso, de adorarlo humilde y amorosamente.
¿No lo experimentan así los adoradores, incluso los ocasionales?
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Felices los que comparten en Pan
Creer y adorar conllevan una alegría desbordante: ¡cómo no compartir lo que ha llevado tanta plenitud a nuestra vida! ¡Cómo no compartir el pan que es Jesús el Señor!
Dios se ha hecho amigo y compañero, motor y meta de nuestro camino. Se nos ha dado como alimento para este caminar.
¡Esa es nuestra perla preciosa por la que vale la pena venderlo todo, el tesoro inestimable que llena el corazón de alegría!
Esa es la experiencia que, cada domingo, hacemos en la Eucaristía que nos reúne, alimenta y envía.
Queridos hermanos y hermanas cristianos: ¡Cómo no compartir ese pan sagrado y vivificante!
Celebrada con fe, la Eucaristía marca a fuego nuestra forma de existir, de actuar y de sentir. Comulgar con el Pan vivo nos transforma a nosotros mismos en pan para nuestros hermanos.
La Eucaristía pone en marcha un dinamismo imparable de servicio. Se proyecta más allá de la vida eclesial en la sociedad misma, en cada familia, en la convivencia ciudadana, en el compromiso político, en la cultura del encuentro y la solidaridad, incluso en el noviazgo, la amistad, la diversión y el deporte.
Que la Eucaristía vaya modelando nuestra vida de discípulos misioneros del Evangelio de Cristo.
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Creer, adorar y compartir
Queridos ministros extraordinarios de la comunión:
Al encomendarles este servicio, los invito a experimentar la alegría de creer, adorar y compartir el Pan de la Eucaristía.
Ayudarán al sacerdote a repartir la sagrada Hostia en cada Misa. Llevarán la Eucaristía dominical a los enfermos. Ellos son los miembros más eminentes del cuerpo místico de Cristo.
Sirvan con humildad el cuerpo eucarístico de Cristo y con veneración a sus hermanos más vulnerables y sufrientes.
Aprendan el arte de celebrar el culto divino, pues la liturgia de la Iglesia trae el cielo a la tierra. No haya nada de vulgar, displicente o apresurado en su servicio. Cultiven, para ello, el santo temor de Dios como expresión de delicadeza interior y de amor filial. Déjense guiar por la Iglesia y su liturgia. Ella sabe cómo celebrar.
Creer, adorar y compartir. Tres verbos para una genuina y profunda espiritualidad eucarística.
Son el secreto de la felicidad según el Evangelio. Para esta vida mortal, breve y limitada, pero anticipo cierto de la alegría del cielo en la visión cara a cara. Allí, nuestra alegría será completa.
María y José, custodios del misterio, sean nuestros modelos.
Así sea. 




                

miércoles, 11 de junio de 2014

LA VIDA COMO VOCACIÓN


 


 

En el lenguaje de la Iglesia, y sin desmerecer otros usos, "vocación" es una palabra fuerte. El sujeto es Dios. Él es el que llama. El hombre escucha y responde. En este sentido, vocación y libertad corren parejas. Pero es fuerte también en otro sentido: la llamada de Dios no se dirige primariamente al ámbito de lo que uno tiene que hacer (esto siempre viene en segundo término, como el fruto de la planta), sino a lo que uno tiene que llegar a ser. La vocación toca lo más profundo de la persona: su identidad y su pertenencia. No es casual que, en la experiencia cristiana, la vocación se despierta y se consolida en la plegaria silenciosa. El orante va a la oración para escuchar la voz de Dios, no su propia voz.

Esto vale para la vocación sacerdotal, pero también para todas las demás vocaciones cristianas: el matrimonio, el celibato, y un etcétera bien generoso. Haciendo así, Dios se muestra muy creativo. Como un artista, cuyos recursos son inagotables, y siempre sorprendentes.

Aquí ya tocamos -a mi juicio- la zona más delicada del problema vocacional. Aquí se concentran también los obstáculos más serios para que un joven, en la cultura débil hoy reinante, pueda hacer esta experiencia. ¿Hoy se comprende espontáneamente la propia vida y el propio futuro como una llamada, como una vocación? ¿Y que esta llamada tiena a Dios como sujeto provocador? Tengo mis serias dudas de que incluso dentro de la misma comunidad cristiana estemos ayudando a los niños, a los adolescentes y a los jóvenes a mirarse de esta manera. Una cultura débil, cuyo dogma indiscutible es el sujeto individual, desemboca también en una religiosidad débil, centrada en los sacudones emotivos, pero sin raíces ni frutos. El sujeto solo se escucha a si mismo. Poco tienen que decirle Dios y los demás.

Lo contrario es la experiencia de la fe; o, para ser más precisos, lo que llamamos una "fe viva". Es decir: algo más que un vago sentimiento religioso. Es la fe que llega a determinar la vida misma de la persona. La fe arranca al hombre del encierro sofocante de su propio yo. El primer creyente de la Biblia -Abrahám- inició su aventura de fe cuando se puso en camino, espoleado por una llamada y una promesa (cf. Gen 12,1-3). El mejor clima para las vocaciones (las sacerdotales y las otras) se da cuando el joven puede conjugar en primera persona el verbo creer y hacer esta experiencia de salir de si: "Creo en Ti, Señor".

Este paso nunca ha sido fácil. En otros tiempos, el ambiente ayudaba más. Lo cual no es poca cosa. Sin embargo, el paso hacia una fe personal ha sido siempre el principal desafío espiritual de todo creyente. Desde los primeros discípulos de Jesús hasta hoy, y hasta que suene con absoluta nitidez la trompeta del juicio final.

domingo, 1 de junio de 2014

Los divorciados en nueva unión son Iglesia

La Iglesia no condena a los católicos divorciados vueltos a casar. Son sus hijos e hijas. Es madre: los ama y busca acompañarlos en su situación concreta de vida. Con el papa Francisco se está movilizando nuevamente para profundizar su acompañamiento.

Como a todos, les sigue mostrando con perseverancia el Evangelio de Jesús. Los invita a la fe y a la conversión, a la esperanza y a la oración. A vivir intensamente el amor de Cristo. Confía en la acción del Espíritu en sus corazones. Por eso, también la Iglesia sufre y llora con ellos la ruptura, que nunca es un paso querido ni vivido con frialdad. Deja heridas que lo son también del cuerpo de la Iglesia.

Es cierto: no deja de señalar la gravedad de estas rupturas. Lo hace por la conciencia fuerte de lo que significa el sacramento del matrimonio: los esposos cristianos son signo del amor indisoluble de Cristo por la Iglesia. Entre esa unión indisoluble y el sacramento de la unidad se da un vínculo de recíprocidad: el matrimonio lleva a la eucaristía, y la eucaristía al matrimonio.  

Esa es la belleza del Evangelio del amor humano y la familia que la Iglesia no dejará nunca de predicar a quienes sienten la llamada al matrimonio. Mucho más cuando la cultura ambiente y la legislación civil van en la dirección contraria.

La ruptura se hace, muchas veces, ineludible. Para el discípulo de Jesús es mucho más que sufrimiento psicológico. Toca lo más hondo de su persona como creyente y de su respuesta a Dios. Obviamente, muchos dan el paso de unirse nuevamente en pareja. Lo hacen también por motivos diversos. En su nueva unión, rehacen sus vidas y encuentran calidad humana para vivir como personas y educar a sus hijos.

Repito: la Iglesia, aún señalando la gravedad de la ruptura, no condena a las personas. Solo Dios ve lo que hay en el fondo del alma de cada uno de nosotros y jamás abandona a nadie. Tampoco a los bautizados en nueva unión. Los invita, no obstante todo, a la celebración eucarística, consciente de que incluso sin la comunión sacramental, la sagrada eucaristía es valiosa y significativa, capaz de obrar milagros en el corazón de quien celebra con fe el sacrificio pascual de Jesús. De todas formas, reducir la pastoral familiar a la cuestión de si pueden o no comulgar es precisamente eso: una reducción.

La pastoral familiar tiene aquí desafíos de largo alcance. La Iglesia va a seguir buscando los caminos adecuados para acompañar a los separados en nueva unión. Pero su acción pastoral busca, sobre todo, que se viva en profundidad, con perseverancia y alegría la buena noticia del matrimonio según el Evangelio.

Muchos jovenes piden el matrimonio no solo sin tener en claro lo que implica el sacramento, sino también con una increíble confusión de lo que es asumir y vivir como esposos. El inicio sexual precoz no supone automáticamente madurez psicológica y espiritual. Tampoco ayuda la legislación vigente (o la que vendrá) que camina cada vez más hacia la precarización de los vínculos. La palabra “matrimonio” comienza a significar cosas distintas en la legislación civil, en la cultura ambiente y en la fe católica.

El desafío de fondo para la Iglesia es: como ayudar a los bautizados, especialmente a los más jóvenes, a preparar un proyecto de vida matrimonial y familiar que tenga futuro. Qué actitudes, qué convicciones y qué opciones de fondo han de madurar en sus vidas para fundar una familia. Habida cuenta incluso que esta elección será, cada vez más, contracultural. 

El camino sinodal está abierto. El Espíritu está alentando el caminar de la Iglesia, despertando en ella el deseo de ser fiel, sobre todo, al designio del Creador sobre el varón y la mujer y al Evangelio, en medio de este mundo, más necesitado que nunca de la luz de Cristo.


Por nuestra parte, oramos y confiamos. 

jueves, 29 de mayo de 2014

Según el papa Francisco el celibato es un don para la Iglesia


El papa Francisco ha dicho dos palabras sobre el celibato en su viaje de regreso de Tierra Santa. Aquí una traducción de sus palabras:

La Iglesia Católica tiene curas casados. Católicos griegos, católicos coptos, hay en el rito oriental. Porque no se debate sobre un dogma, sino sobre una regla de vida que yo aprecio mucho y que es un don para la Iglesia. Al no ser un dogma de fe, siempre está la puerta abierta. Pero en este momento no hemos hablado de esto con el patriarca Bartolomé porque es secundario, de verdad. Hemos hablado de que la unidad se hace en la calle, haciendo camino. Nosotros jamás podremos llegar a la unidad en un congreso de teología. Hay que caminar juntos, rezar juntos, trabajar juntos.

En 2004 escribí un artículo para el Diario Los Andes de Mendoza sobre el celibato. Fue en el contexto de la polémica siempre encendida sobre el celibato de los curas. Lo transcribo a continuación.

El celibato sin tapujos

He pensado mucho si decir algo sobre el celibato. Vencida la incertidumbre inicial, he tenido que pensar qué decir. La polémica nuevamente se ha encendido. Reconozco que, en líneas generales, la opinión pública tiene la cosa muy clara: el celibato contradice las expectativas espontáneas del hombre. “Es antinatural”, se añade con toda naturalidad. Debería, pues, desaparecer. Hablar del celibato es recorrer una larga lista de infortunios: represión, abuso de menores, sexualidad clandestina e hipocresía.  

Al respecto, solo queda invitar a la objetividad y al análisis sereno. Muchas de esas calamidades tienen como protagonistas a hombres y mujeres felizmente casados. De todas formas, no es lo que ahora me interesa decir. Otros lo han hecho con suficiente claridad y competencia. Mi aporte es más bien personal. Lo hago desde mi propia experiencia como hombre, como creyente y como célibe.

Me he preguntado varias veces qué condiciones hacen posible una vida célibe auténtica. La inquietud viene a cuenta de mis propias vivencias, pero también de la aventura de acompañar -con un fuerte compromiso interior- a los jóvenes que se preparan para ser sacerdotes. Mi síntesis personal -ni exhaustiva ni excluyente- se concentra en tres puntos:

1. Un célibe, ante todo, ha de creer realmente en Dios. ¿Es esto algo obvio? De ninguna manera. Un teólogo a quien mucho aprecio -Karl Rahner- habló una vez del “ateísmo reprimido” que anida en el corazón incluso de los hombres religiosos. En un contexto cultural dominado por el escepticismo, la fe viva y vivida ha dejado de ser un presupuesto obvio y se ha convertido en un desafío cotidiano. Cada día es perentorio decir: “Creo, Señor, pero aumenta mí fe”. Se trata de una fe en Dios de tal magnitud que -tarde o temprano- no puede sino resolverse en amor incondicional: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu …”. La virginidad es la radicalización, en un hombre o mujer concretos, de estas totalidades. Fe, amor y, por supuesto: oración. ¿Puede haber algo más contradictorio que un célibe que no ore o que se muestre renuente a la plegaria?

2. Un célibe ha de amar mucho, y amar en serio. Me explico. Para mí, como cura, uno de los aprendizajes más grandes y decisivos de la vida ha sido el tener que involucrarme -superando mi natural timidez- con aquellas personas que Dios ha puesto en mi camino. Involucrarse quiere decir: llevar en el corazón personas y situaciones, a veces en vigilia nocturna porque no se logra conciliar el sueño. Significa también salir al encuentro, en ocasiones con ternura casi materna, en otras con el rostro impertérrito y adusto (aunque por dentro nos estemos muriendo). Me gusta mucho repetir una frase de Juan Pablo II: el cura -dice el anciano Papa- ha de amar a su pueblo “con un amor más grande que el amor a sí mismo”. Esto es decisivo. Se trata, en el mejor de los casos, de responder con amor desbordante a quien muestra aprecio y gratitud. Pero, y aquí está lo decisivo, a permanecer fieles al amor cuando llega el frío, la oscuridad y el rechazo. Y esto ¿cuántas veces? Aparece entonces el adverbio tan temido: “siempre”, para siempre. El mejor ejemplo: Aquel que atraviesa la Pasión sólo con amor, voluntad de darse y perdonar. Es Cristo, el célibe más insigne del cristianismo.

3. Un célibe ha de ser, en última instancia, una persona humilde. ¡Atención: no apocado o acomplejado, sino humilde! Es decir: con la humildad que es verdad sobre si mismo, sobre Dios y los demás, al decir de Teresa de Ávila. ¡Verdad, no desinhibición! En este sentido, el pecado más grande contra el celibato no es la trasgresión sexual, por lo general debilidad más que malicia, sino el orgullo jactancioso del que se siente superior y, por lo mismo, solo tiene palabras desafiantes. Es la soberbia del que cree bastarse a si mismo, descreyendo de todo y de todos. Mucho de lo dicho “sin tapujos” en estos días tiene que ver con esto.

El día en que estos valores fuertes no puedan ser abrazados por un joven con mucha ilusión y la dedicación perseverante de sus energías afectivas más entrañables, todos habremos perdido algo importante en el camino hacia una humanidad digna de ese nombre. No solo la Iglesia. Todos.

No pretendo convencer a nadie acerca del valor del celibato. Eso ya lo he aprendido. La convicción, en este tema, nace del riesgo sin cálculos de la libertad. La palabra ilumina la experiencia y confirma la intuición. Aquí solo he querido comunicar mucho de lo que siento, vivo y pienso.

lunes, 19 de mayo de 2014

Cambio de hábito

Voy a decir algo poco políticamente correcto. O, mejor: algo poco “eclesiásticamente” correcto.

No estoy de acuerdo con que una religiosa cante en un concurso de música de televisión. Aunque cante bien.

No es eso lo que la Iglesia espera de la vida consagrada. ¿Hay que explicarlo? ¿Sinceramente hay que explicarlo?

Tampoco me hago muchas ilusiones de que haya quien comparta esta valoración de las cosas. En definitiva es materia opinable (¿lo es?).

Creo que estamos llegando a un punto en el que "el modelo de Iglesia que queremos ser" lo ofrece aquel film protagonizado por Whoopi Goldberg, “Cambio de hábito”.

Un film ligero y simpático. Hasta anodino. Para pasar el momento sin demasiadas preocupaciones. La Goldberg es buena comediante.

El punto es este: cuando la Iglesia hace lo que tiene que hacer el templo queda vacío. Si la celebración de la Misa y la predicación ceden su lugar a un coro -digamos así- animado, se llena. Hasta el bueno de Juan Pablo II aparece visitando la Iglesia "exitosa"


En fin: una Iglesia “moderna”, que se ha puesto a la altura de los tiempos que vivimos…

domingo, 18 de mayo de 2014

71 Peregrinación al Santuario de María Auxiliadora en Colonia Vignaud (18 de mayo de 2014)

El contacto asiduo con Jesús despertó en los discípulos inquietudes profundas.

“Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta”, es la súplica de Felpe a un Jesús que acaba de declarar: “Si ustedes me conocen, conocerán también a mi Padre” (cf. Jn 14,7-8).

San Lucas nos cuenta que, una vez, viendo a Jesús en oración, los discípulos no pueden dejar de suplicarle: “Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos” (Jn 11,1).

Jesús es realmente Maestro. Despierta la sed de la verdad en el corazón de sus discípulos. Así su palabra, que es verdad, encuentra terreno fértil para dar fruto abundante.

Jesús despierta inquietud, sed de verdad, saca a la luz las esperanzas más hondas del corazón humano.

Despierta, sobre todo, la sed más profunda del corazón humano: ver el Rostro de Dios, entrar en comunión con Aquel que es la Vida, el Dios vivo de quien todo procede y hacia el que se dirigen todos los caminos del hombre.

Ese Dios al que Jesús está unido inseparablemente, es el Hijo amado, una sola cosa con el Padre. Unido en la comunión del Espíritu.

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Como todos los años nos hemos puesto en camino hacia este santuario dedicado a Nuestra Señora bajo el título entrañable de “María auxiliadora”.

Aquí también, gracias sobre todo a la labor ingeniosa, paciente y perseverante, de los salesianos se despiertan las inquietudes más profundas del corazón humano.

Este lugar es, a la vez, casa de María y escuela de vida para tantas generaciones de niños, adolescentes y jóvenes que, en contacto cotidiano con el trabajo del campo, la presencia cercana de tantos maestros -hombres y mujeres- aprenden los secretos de una vida humana auténtica.

Sigue siendo un lugar de peregrinación para quienes tal vez ya no sean tan jovencitos, pero que siguen sintiendo en lo más profudo de sí mismos la inquietud de la verdad, la sed nunca acabada de contemplar el Rostro de Dios en el rostro amable de la madre de Jesús. 

¡Aquí sigue vivo el espíritu y el alma de Don Bosco! Él también supo despertar los corazones jóvenes a la búsqueda de los secretos más hondos de la vida.

Don Bosco, educador de alma, santo con la santidad de Jesucristo, seguí educándonos para la vida, con el Evangelio en la mano.

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Días pasados, los obispos argentinos ofrecimos una palabra sobre algunos aspectos de la vida de nuestra patria.

Con una imagen fuerte ofrecimos un diagnóstico complejo: nuestra sociedad -dijimos- está enferma de violencia.

Están enfermos nuestros vínculos, nuestra manera de mirarnos y reconocernos, unos a otros.

Pero no nos contentamos con esto. Recurrimos a la palabra de Jesús. Somos pastores del pueblo de Dios, pero mucho más profundamente, somos creyentes y discípulos que buscan en el Evangelio la palabra que ilumine la vida.

¿Qué encontramos? Algunas palabras sabias y luminosas de Jesús: “Del corazón proceden las malas intenciones, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las difamaciones” (Mt 15,19).

La consoladora enseñanza: “Dios hace salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos” (Mt 5, 45).

Pero sobre todo, la bienaventuranza de la paz: “Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5,4).

Queridos hermanos y hermanas:

¿Qué traemos a los pies de María auxiliadora en este día de peregrinación, de camino humilde y creyente?

Traemos nuestro corazón herido, para que Jesús lo cure. “El vínculo de amor con Jesús vivo cura nuestra violencia más profunda y es el camino para avanzar en la amistad social y en la cultura del encuentro” (CEA, Felices los que trabajan por la paz 10).  

Aquí, en este santuario, donde Jesús Maestro despierta las inquietudes más profundas del corazón humano, pedimos al Señor que sea además Médico que sane nuestros vínculos, que nos enseñe a recobrar el valor de la vida, y a trabajar para educar y educarnos para la paz.

Así sea.