domingo, 22 de abril de 2012

III Domingo de Pascua: Día del Seminario de Mendoza


Tenemos que darle gracias a Dios por los tiempos que vivimos. Es un misterio de su Providencia: estamos en el lugar y en el tiempo que su sabiduría y amor paternos han determinado para nosotros. 
Pero como Dios nos ha hecho inteligentes y libres, tenemos que tratar de comprender la encrucijada en la que nos encontramos, a fin de posicionarnos libremente en ella. Es decir: hacer nuestra la gracia de nuestra elección, vocación y misión. 
Estamos en una encrucijada en la que ciertamente no se podrá ser cristiano simplemente por tradición y costumbre, como llevados por la corriente o, como algunos señalan, por el “espíritu del tiempo”.
Con esta expresión suele designarse el conjunto de ideas y valores espontáneamente apreciados por la cultura dominante. Lo que todos consideran correcto e incuestionable. Es la forma de entender y encarar la vida a la que todos debemos adecuarnos, a fin de no perder el tren de la historia. La consigna es: no parecer atrasados, superados, anacrónicos. 
No quisiera detenerme demasiado en esto, aunque sería un buen tema para conversar. Solo quiero indicar esto: hoy, con la fuerza de penetración de los mass media y la difusión de una cultura global, el conformismo con el espíritu del tiempo es un auténtico ídolo que anula a las personas. 
Quien se deja seducir por el espíritu del tiempo y la cultura dominante entrega su persona y su libertad a un ídolo autoritario y demoledor. Piensen por un instante el conjunto de convicciones que no nos atrevemos a defender en público, por miedo a ser tachados de retrógrados. ¿No nos pasa eso con nuestra condición de católicos?
La cultura dominante tiene también sus propios órganos de control social. Se fiscaliza escrupulosamente a quienes se sospecha que piensan distinto de lo políticamente correcto. Y, cuando se tiene la menor oportunidad, con razón o sin ella, se los somete al escarnio público, a la humillación, a la muerte social. El objetivo es clarísimo: hay gente que no puede hablar, hay ideas que no se pueden difundir. 
Hoy, queridos hermanos y hermanas, queridos seminaristas: ser cristiano es navegar contracorriente, plantarle cara al espíritu del tiempo con su conjunto de dogmas, refranes, usos y costumbres. 
Pero vuelvo ahora a la idea inicial: los tiempos que corren nos están obligando a ser y a vivir como cristianos, sin medias tintas, “sine glosa” como decía Francisco de Asís a sus cohermanos, indicándoles cómo debían encarnar el Evangelio en su vida personal: sin glosa, sin comentarios que le hagan perder su sabor genuino.
Llegados a este punto, podemos preguntarnos: pero ¿qué significa ser cristiano? ¿dónde está la esencia del cristianismo? Reflexionemos una vez más sobre esto.
*   *   *
El Tiempo Pascual nos propone un ejercicio espiritual muy concreto: reconocer la presencia de Jesús resucitado en el hoy concreto de nuestra vida. 
Si la Cuaresma ponía el acento en la penitencia, lo hacía para que, purificado nuestro corazón y nuestra mirada interior, pudiéramos ver al Señor y reflejar “con el rostro descubierto” el brillo inmarcesible de su propio Rostro de resucitado.
Ver al Resucitado. Reconocer su Presencia misteriosa pero realísima. Dejarnos transformar por su Espíritu.
Vamos al texto evangélico que acabamos de escuchar (Lc 24,35-48), porque allí encontramos algunas pistas fundamentales para emprender esta gozosa tarea espiritual de reconocer al Señor.
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La perícopa que hemos escuchado forma parte del capítulo final del evangelio según San Lucas. 
Podemos decir que el evangelista escribió todo lo anterior pensando en las tres escenas que nos narra aquí: el sepulcro vacío con la gran pregunta a las mujeres (“¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo?”); el hermoso relato de Emaús (Jesús peregrino, las Escrituras y la Fracción del pan); la gran aparición a los discípulos.
Lo primero que nos dice el texto evangélico es que Jesús impone su presencia a los discípulos. En realidad, ellos no terminan de dar crédito a las mujeres, a los de Emaús y al mismo Pedro, a quienes ya se había aparecido el Señor.
Primera enseñanza: No podemos forzar las cosas. Es el Señor el que tiene la iniciativa. Él nos alcanza en el camino de la vida. Hay que buscarlo, es verdad, pero con la humildad de los mendigos.
La segunda pista que nos da el relato es un gesto y unas palabras preciosos de Jesús, a unos discípulos que están como atontados y sin saber qué hacer ante su Presencia. Escuchemos el relato: “Atónitos y llenos de temor, creían ver un espíritu, pero Jesús les preguntó: «¿Por qué están turbados y se les presentan esas dudas? Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo. Tóquenme y vean. Un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que yo tengo». Y diciendo esto, les mostró sus manos y sus pies” (Lc 24,37-40)
¿Qué tienen las manos y los pies de Jesús? Las llagas y las cicatrices de la Pasión. Así se impone Jesús para ser reconocido: mostrando el extremo de su amor, su pasión por el mundo, su amor que reconcilia y pacifica. 
Segunda enseñanza: En la cruz encontrás a Jesús. En la cruz como símbolo de nuestra fe (la que está junto al altar, la que llevamos en el pecho, la que colocamos en algún lugar visible). En la cruz, contemplada en la oración y en la fe. Algún día también a nosotros, como a Teresa de Ávila u otros, la cruz se nos cae encima.
Tercera enseñanza: Cada vez que ves a alguien amar hasta el extremo de las cicatrices, ahí estás viendo al Crucificado que, con su amor, ha vencido la muerte. Atención entonces.
Hay una tercera pista en la perícopa evangélica. Ya la habíamos encontrado en el relato de Emaús: la comida en común. Aquí se remarca la humanidad corpórea de Jesús: “Era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que se resistían a creer. Pero Jesús les preguntó: «¿Tienen aquí algo para comer?». Ellos le presentaron un trozo de pescado asado; él lo tomó y lo comió delante de todos” (Lc 24,41-43). 
Pocas cosas hay tan humanas como el comer juntos, comer en presencia de los demás, de los que nos aman, de los que nos reconocen como parte de sus vidas. Aquí hay dos cosas juntas: la Iglesia y la Eucaristía. Son en realidad una sola cosa, no solo en el Evangelio y la fe de la Iglesia, sino en nuestra vida concreta de creyentes y miembros de la Iglesia.
Cuarta enseñanza: No despreciés la humanidad de la Iglesia porque en ella, solo en ella, encontrás la humanidad transfigurada de Jesús.
Por último, la última pista que, sin embargo, de alguna manera precede a todas las demás. Las precede, al menos temporalmente: las Escrituras leídas desde Cristo, o con Cristo como criterio de interpretación de su mensaje.
Dice el evangelio: “Después les dijo: «Cuando todavía estaba con ustedes, yo les decía: Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos». Entonces les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras, y añadió: «Así esta escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto. (Lc 24, 44-48).
Jesús abre la inteligencia para que, a través de la lectura asidua y cotidiana de las Santas Escrituras, comprendamos el designio de Dios que tiene su centro en la pasión del Señor. 
Pero, de lo que se trata es de leer las Escrituras como quienes es testigo de lo que ellas narran. Es decir: dejando que el mensaje de la Palabra toque mi vida, me haga parte de ella misma. Eso es un testigo: alguien que lleva la Palabra y que es llevado por ella, al punto que solo puede comunicar lo que ha visto y oído. 
Quinta enseñanza: Leer las Escrituras con fe, con confianza y apertura al Espíritu. Y leerlas cada día, dedicando un espacio bien importante para que Jesús tenga la oportunidad de abrirnos la inteligencia para comprender el amor de Dios, y hacernos sus testigos.
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Hoy celebramos el día del Seminario y damos inicio al Mes vocacional. 
Mi mensaje al Seminario es sencillamente este: sean, por encima de todo, una comunidad cristiana, que vive el Evangelio, que educa según el Evangelio de Cristo, que enseña a ir contracorriente.
No se dejen seducir por el espíritu del tiempo, por las modas, por el conformismo que respiramos cada día.
Vivan y anímense mutuamente a vivir en el reconocimiento del Señor resucitado. Él les abrirá el corazón para comprender el misterio de la pasión de Dios por el mundo, de la que los pastores somos testigos privilegiados.
Un día, el Buen Pastor va a comunicarles sacramentalmente su propia caridad pastoral.
Ir contracorriente es también hacerse misioneros de un mensaje de esperanza que ilumina a nuestros hermanos. Les muestra, como ha hecho con nosotros, el sentido de nuestra vida, nuestra vocación y misión.
María y José, discípulos y oyentes de la Palabra, acompañan este caminar. A ellos nos confiamos. Amén. 



martes, 17 de abril de 2012

Benedicto XVI

Hubiera querido escribir algo propio sobre los dos aniversarios del Santo Padre (cumpleaños y elección). No he podido. Aquí va un artículo de José Luis Restán que comparto plenamente. En medio de tanta charlatanería vacía, vale la pena encontrar unas pocas palabras consistentes. Las de Benedicto XVI pertenecen a las que resultan pocas e imprescindibles. Restán nos ayuda a comprenderlo.


Los 85 años y la paciencia de Benedicto

De las muchas cosas que he leído estos días sobre Benedicto XVI en torno a su 85 cumpleaños me ha impresionado un artículo del cardenal Kart Koch publicado en L´Osservatore Romano. Koch es suizo de habla germana, compartió con Joseph Ratzinger la aventura teológica de Communio, y sobre todo sabe lo que es sufrir en una diócesis centroeuropea por mantenerse fiel a la Tradición de la Iglesia y a la comunión con el Papa.

Profundo conocedor de la magna obra y del pensamiento del Papa Ratzinger, Koch ha elegido la imagen del grano de mostaza para describirla en esta ocasión. Confieso que al principio me quedé perplejo: ¡habría tanto que decir y nos quedamos con el grano de mostaza! A veces somos demasiado ligeros. El purpurado suizo describe con sencillez cómo el Señor siempre ha elegido gente sencilla, pobres hombres y mujeres con escasa influencia, que acogieron incondicionalmente el Evangelio y así renovaron la Iglesia desde dentro. El cambio, siempre necesario en un cuerpo vivo, no llega a través de las convulsiones revolucionarias ni a través de planes muy inteligentes, sino que sucede de un modo lento y orgánico, desde dentro. La posición justa del cristiano, advierte Koch, “sólo puede ser la del amor y la paciencia, que es el amplio respiro del amor”.

Y así llegamos al núcleo de la mirada de Benedicto XVI sobre la historia, sobre esta época y sobre el camino de la Iglesia. Nosotros, y empiezo por mí, nos inclinamos enseguida a realizar juicios contundentes sobre este tiempo, y pedimos por lo tanto medidas fuertes, órdenes claras, proyectos relumbrantes. Sentimos una lógica zozobra ante los males de esta época (que dicho sea de paso, pocos han descrito con la agudeza del Papa Ratzinger) y nos acongoja muchas veces la situación de la Iglesia en occidente. Y pedimos, claro está, medidas eficaces que propicien un cambio rápido de situación. Es curioso que en esto coincidan los que desafían a Roma con su rebeldía y los que la acusan de tibieza e indecisión.

Por el contrario el Papa ama la paciencia, consustancial al amor. Es algo que se descubre no sólo en cuanto dice y escribe, sino en cómo escucha y mira. Recuerdo ahora su homilía en la Cartuja de San Bruno, cuando hablaba del tiempo necesario para que la gracia de Dios actúe y para que la libertad del hombre se mueva. Es verdad que el grano de mostaza está llamado a convertirse en un gran árbol bajo el que se cobijan toda clase de pájaros, pero Benedicto XVI llama nuestra atención sobre el hecho de que la Iglesia debe tener siempre como punto de referencia su propio misterio, y no los planes que diseñan de antemano ese árbol a nuestra medida. La planta de la fe, el árbol de la Iglesia, sólo pueden crecer desde la profundidad de la tierra, y por eso subraya Koch que “al Papa no le importan tanto algunas reformas concretas, le importa que el fundamento y el corazón de la fe cristiana vuelvan a resplandecer”.

También en estos días me ha sorprendido la impresionante anticipación del joven Ratzinger sobre los problemas del presente, y el modo en que ha profundizado como Papa sus tempranas intuiciones. Por ejemplo si leemos la conferencia pronunciada por el cardenal Joseph Frings en 1961 sobre el Vaticano II frente al pensamiento moderno, que después supimos había sido escrita por su jovencísimo teólogo de confianza. Allí está ya toda la radiografía de este mundo posmoderno que Ratzinger disecciona con inteligencia y respeto, comprendiendo que la Iglesia tiene que acompañarlo en su zozobra y extravío para recuperar su deseo de justicia y de libertad orientándolo de nuevo al único fundamento de Cristo.

Allí descubrimos ya su claridad insobornable y su delicadeza increíble, su amor a la Tradición y su carácter innegablemente moderno. Allí se entiende cómo el Concilio no podía concebirse ni como ruptura ni como asimilación, sino como renovación en la continuidad del único sujeto de la Iglesia. Impresiona que la Providencia haya marcado desde tan pronto al hombre que debía completar esta obra trascendental para la misión cristiana en el siglo XXI.

El otro texto que ahora recuerdo se titula “Bajo qué aspecto se presentará la Iglesia del año 2000”, y recoge algunas charlas radiofónicas del entonces arzobispo de Munich. ¿Cómo va a asustarse un Papa que cuarenta años atrás había previsto con semejante nitidez la gran tormenta, y ya entonces señalaba el camino?: “Me parece seguro que a la Iglesia le aguardan tiempos muy difíciles. Su verdadera crisis apenas ha comenzado todavía. Hay que contar con fuertes sacudidas. Pero yo estoy también totalmente seguro de lo que permanecerá al final: no la Iglesia del culto político... sino la Iglesia de la fe. Ciertamente ya no será nunca más la fuerza dominante en la sociedad en la medida en que lo era hasta hace poco tiempo. Pero florecerá de nuevo y se hará visible a los seres humanos como la patria que les da vida y esperanza más allá de la muerte”.

A eso se refería en la homilía de la Misa crismal, cuando hablaba de esos ríos de vida que han significado tantos nuevos carismas regalados por el Espíritu en la época convulsa del posconcilio. Aprender la paciencia no es cuestión de ejercicios de autocontrol sino de acompasarse al respiro del amor de Cristo. Y esa es una melodía que Papa Benedicto conoce como nadie. Feliz cumpleaños, Santidad.

jueves, 12 de abril de 2012

¿Falta de ética o de inteligencia? Permitido dudar

Durante los pasados días de Pascua fuimos sorprendidos por una noticia terrible: "El obispo de Oberá llamó genocidas a los que abortan, y pidió echarlos de la patria".
El estupor y el repudio fue inmediato. También el linchamiento mediático de los de siempre.

Lo cierto es que ni llamó "genocidas" a nadie, y mucho menos pidió que los echaran de la patria.

¿Qué había ocurrido?

Una mezcla de cosas:

1. el texto de una carta del obispo para la Jornada del niño por nacer en la que se preguntaba, refiriéndose al aborto: "¿No estamos ante las puertas de un 'sangriento' pero silencioso genocidio?"

2. una oración rezada el Viernes Santo en la que se pedía que "esa triste realidad (la del aborto) se aleje de nuestra patria" - No dijo (pequeño detalle): que se eche de la patria a los que abortan.

3. Las declaraciones del obispo en una entrevista que se puede apreciar abajo en Youtube.


"Miente, miente, miente ... algo siempre quedará"

Esta parece seguir siendo la máxima de algunos comunicadores.

¿Es falta de ética profesional? ¿Falta de inteligencia para entender lo que el otro quiere comunicar? ¿Búsqueda desesperada de una noticia impactante?

A veces, tengo la impresión que todo vale con tal de caricaturizar a los que no piensan como es polítcamente correcto. En fin.

Dejo abajo el enlace para que se pueda apreciar el tenor exacto de las palabras del Obispo de Oberá, Damián Bitar. En AICA está la carta en la que Damián Bitar explica sus dichos.

Cada uno saque sus conclusiones.

http://youtu.be/oUAOsz0qIQM

lunes, 9 de abril de 2012

Ser fieles a Jesús y al Evangelio


La celebración de la Pascua cristiana comienza el jueves santo con la Misa de la tarde, llamada “de la Cena del Señor”.

Según el evangelista San Lucas, Jesús abre su última cena pascual con los discípulos con estas palabras: “He deseado ardientemente comer esta Pascua con ustedes antes de mi Pasión, porque les aseguro que ya no la comeré más hasta que llegue a su pleno cumplimiento en el Reino de Dios” (Lc 22,15-16).

Es que Jesús, en esa cena pascual de despedida, realizó un gesto inesperado al inicio y al final de la comida pascual. Al inicio de la cena cumplió con el típico gesto judío de partir el pan y pronunciar una bendición; pero en vez de usar las palabras rituales prescritas, Jesús introdujo unas palabras suyas: “Tomen y coman, esto es mi cuerpo que se entrega por ustedes”.

Al concluir la cena, volvió a sorprender a sus discípulos porque hizo algo similar con la copa de vino: “Tomen y beban, este es el cáliz de mi sangre, la sangre de la nueva alianza derramada para el perdón de los pecados”. A continuación, y también alterando el rito judío, hizo que todos bebieran de su copa.

Ambos gestos son acompañados por un mandato: “Hagan esto en memoria mía”. Por eso, San Pablo, escribiendo a los primeros cristianos de la comunidad de Corinto, dice unas palabras que repetimos en cada eucaristía: “Y así, siempre que coman este pan y beban esta copa, proclamarán la muerte del Señor hasta que él vuelva” (1 Co 11,26).

En esos dos gestos, Jesús recoge su persona, su mensaje, su misión y su pretensión más honda: traer al corazón del mundo de los hombres el amor redentor de Dios. Ante la inminencia de una muerte violenta, su confianza en Aquel a quien invoca llamándolo “Padre” se hace más fuerte y determinante que nunca. Libremente acepta entregar su vida (su cuerpo y su sangre) como expresión acabada de su propia persona. El reinado de Dios se realiza precisamente a través del sacrificio de Cristo que se entrega para expiar el pecado de los hombres y abrir el mundo a la gracia de Dios.

Cada generación cristiana ha de preguntarse: ¿Cómo somos fieles a Jesús y a su Evangelio, en las circunstancias concretas del tiempo y del lugar que nos tocan vivir?

Para la fe cristiana, Jesús no es solo un personaje del pasado, con una vida admirable y un mensaje siempre actual. Todo lo cual, por otra parte, es cierto. Para el cristiano, Jesús es una realidad viva, aquí y ahora. Es el Hijo de Dios que, por mí y por mi salvación, se hizo hombre; murió y resucitó y, por la fuerza de su Espíritu, vive y ofrece vida plena a quien lo acepta como Señor y Salvador.

La pregunta por nuestra fidelidad a Cristo no es, entonces, una inquietud primariamente doctrinal: como ser fieles a una filosofía de vida enseñada por alguien del pasado. Tampoco es una pregunta de tinte moralista: como portarnos bien y ser coherentes, siguiendo las enseñanzas morales de Jesús, tan sublimes y exigentes por cierto.

La inquietud de la fe es otra cosa, mucho más honda y decisiva. Es la inquietud por la fidelidad a un Viviente. También San Lucas nos cuenta que, en la mañana de la resurrección, las mujeres que van al sepulcro a cumplir con los actos de piedad con el fallecido, son sorprendidas por un personaje misterioso que les dice: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado…” (Lc 24, 5-6).

Un cristiano es alguien que ha sido sorprendido en el camino de su vida por ese Viviente, por Jesús el Cristo. La fe tiene la fisonomía de un encuentro entre personas: un encuentro que cambia todo, empezando por la persona del creyente. Es un encuentro con Jesucristo, con su cruz salvadora y con la fuerza de su resurrección. Este encuentro determina la propia vida y le da su orientación definitiva.

Por eso, los primeros cristianos llamaban al bautismo: la “iluminación”. Es que el encuentro con Cristo había supuesto para ellos encontrar la luz de Dios que los arrancaba de las tinieblas del mundo pagano, opresivo y depresivo, en que vivían. Cristo les había dado la libertad que no les podían dar ni los dioses paganos que adoraban, ni la cultura hedonista y fatalista que los envolvía, ni tampoco un estado que se presentaba a sí mismo como un Ser supremo que debía ser adorado y obedecido sin chistar. La libertad que Cristo había puesto en sus corazones era precisamente una luz en medio de las tinieblas.

Volvamos a nuestra pregunta por la fidelidad que le debemos a Jesús: ¿Cómo permanecer fieles a Cristo?
Una primera respuesta, tomada de los mismos evangelios, es la que hemos descrito arriba: permanecer fieles a Cristo significa realizar los gestos que Él nos mandó hacer en su memoria. Dicho de modo más sencillo: ir a Misa.

Cada Misa contiene en sí misma la fuerza explosiva de Jesús. Comulgar con el cuerpo y la sangre del Dios hecho hombre es abrir la mente y el corazón a un nuevo orden de cosas, centrado en Dios y, por eso mismo, más humano. La Eucaristía, celebrada y vivida con fe, transforma toda la vida. En ella, el Dios infinito, invisible y todopoderoso se hace tan cercano y a la mano como un poco de pan y un vaso de vino. Esta cercanía e inmediatez de Dios es la fuerza explosiva de la Eucaristía cristiana.

No es extraño que los diversos totalitarismos, desde el imperio romano hasta los regímenes ateos modernos, hayan hecho de la prohibición del culto una de sus armas más poderosas contra los creyentes. Es que donde se adora a Dios, allí germina la libertad más genuina y el ser humano descubre la dignidad de su conciencia. Hombres y mujeres que se han alimentado de la Eucaristía han encontrado en ella la fuerza para oponerse a la brutalidad humana de la prepotencia.

Fue el caso, por citar un solo ejemplo, de aquellos jóvenes cristianos (católicos, protestantes y ortodoxos) que formaron el movimiento de la “Rosa blanca” en la Alemania nazi. Un puñado de jovencitos que encontraron en su fe y en la llamada de sus conciencias la fuerza para enfrentar el poder abrumador del totalitarismo nazi. Uno de ellos, Alexander Schmorell, acaba de ser canonizado por la Iglesia ortodoxa de Munich. Con estas palabras se despidió de los suyos, pocas horas antes de ir al encuentro de la guillotina: “Querría dejar esto en vuestros corazones: no olvidéis nunca a Dios”. Eso es precisamente la Eucaristía: memorial del sacrificio de Cristo, el sacramento que nos impide olvidarnos del Evangelio, del amor de Dios y de la esperanza que siembra en los corazones. Alexander, Jesús y la Eucaristía llegaron a ser así una sola cosa.

¿Cómo ser fieles a Jesús y a su Evangelio? Ya dimos una primera respuesta (“yendo a Misa”), que nos ha llevado hacia la otra gran respuesta: la fidelidad más genuina a Jesús se da en la propia vida, vivida en comunión con Él.

El evangelista San Juan no narra la institución de la eucaristía en su relato de la última cena del Señor. En su lugar, sin embargo, nos transmite una escena que es, precisamente, el texto evangélico que leemos el jueves santo: el lavatorio de los pies.

La escena es conocida: después de cenar, Jesús se ciñe la cintura con una toalla y lava los pies a cada uno de los discípulos. Estos asisten a este gesto entre atónitos y admirados. Cuando uno de ellos, Simón Pedro, quiere impedírselo, escucha de labios de Jesús esta enigmática frase: “Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte”.

Los cristianos no somos mejores que nadie. La fe no nos da una especie de superioridad moral sobre el resto de las personas. El que lo vive así yerra. Lo que sí nos da la fe es una conciencia muy viva de lo que Dios ha hecho por nosotros. Cristo nos ha lavado con su sangre, nos ha rescatado del poder del pecado y de su expresión más fuerte: el peso del egoísmo que todo lo envenena y destruye.

Querer ser fieles al mensaje y a la persona de Jesús, significa para un creyente dejarse alcanzar por la fuerza de Cristo para vivir como Él vivió. El relato del lavatorio de los pies termina con estas palabras del Señor, con las que yo también concluyo estas reflexiones. Con ellas les deseo muy feliz Pascua a todos los que lean estas líneas:

“Ustedes -decía Jesús- me llaman Maestro y Señor, y tienen razón, porque lo soy. Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes. Les aseguro que el servidor no es más grande que su señor, ni el enviado más grande que el que lo envía. Ustedes serán felices si, sabiendo estas cosas, las practican” (Jn 13,15-17).

domingo, 8 de abril de 2012

Cristo resucitado es la luz que ilumina al mundo Mensaje pascual 2012


La liturgia de la noche de Pascua se inicia con el templo a oscuras. En el atrio arde el fuego nuevo del que se tomará la luz para encender el cirio pascual.

Por tres veces, y mientras avanza hacia el altar, el diácono eleva el cirio y mostrándolo a todos, canta: “La luz de Cristo”. El pueblo responde: “Demos gracias a Dios”. Cada uno de los presentes va encendiendo sus cirios y, así, lentamente, el espacio sagrado queda iluminado por una multitud de luces vacilantes. La oscuridad no ejerce más su dominio despótico y atemorizante.

El gesto ritual evoca, con su noble sencillez, la realidad de la fe como experiencia humana: el encuentro con Cristo es un acontecimiento que transforma toda la vida, la ilumina y la colma de sentido. Luz que brilla humildemente, pero que tiene el inmenso poder de vencer las tinieblas más espesas. Esto es lo que indica la palabra “pascua”: pasar con Cristo de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida.

Cristo es la luz del mundo. Esa es la confesión de fe de los cristianos. Él es el Salvador y el Redentor de todos los hombres. “Con su muerte destruyó nuestra muerte, con su resurrección restauró la vida”, reza la liturgia católica de Pascua.

Cristo es la Verdad que hace libre a quien se deja guiar por sus enseñanzas. Es la Verdad que se impone por sí misma, nunca por la fuerza de la prepotencia. Ese es, en cambio, el poder de la mentira, del error y de la confusión. El poder del odio, del rencor y del deseo de venganza que amargan el corazón humano e instalan la violencia en el seno de los pueblos.

Cristo, por el contrario, es la Verdad que conquista al hombre sin violentarlo. “Cristo convence”, como ha escrito un famoso teólogo moderno. Y convence por sí mismo, porque brilla con luz propia. Es la Verdad que nos hace libres. Hasta el fin de los tiempos la mano de Cristo estará tendida, esperando la respuesta de sus hermanos los hombres. Hasta el final, apelará a la conciencia y a la libertad: se muestra, se propone, no se impone.

¿Qué es la verdad?, pregunta el escéptico Pilato al Jesús humillado que han puesto en sus manos. En realidad, no es una pregunta sincera. No es el interrogante del que siente en su interior la insatisfacción de estar en búsqueda, siempre en camino, pero sabiendo que hay algo mayor que lo llama, lo atrae y lo espera. Es la pregunta del que ha sido derrotado por el pesimismo: ya no cree en nada ni en nadie. No hay lugar para ninguna verdad en un corazón así.

La verdad que Cristo ofrece a los hombres es la que aparece en su sacrificio pascual: en su pasión, muerte y resurrección. Es la verdad de un amor “hasta el fin”, incondicional y absoluto. Este amor toca realmente el corazón del hombre, lo atrae y lo convence. ¿Qué es el ser humano sino un buscador nunca satisfecho de la verdad, de la belleza y del bien? ¿No somos cada uno de nosotros peregrinos de un amor absoluto al que confiarnos por completo? Cristo apela a esos interrogantes del corazón humano, siempre vivos e inquietos, no obstante tantas presiones para acallarlos o reprimirlos.

Los cristianos decimos con sencillez de corazón: ese amor ha aparecido en la historia humana, tantas veces dramática y atormentada. Ese amor es Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios; el que se entregó a la muerte por todos los hombres. Por eso lo confesamos como Salvador y Redentor.

Esta es la luz que ha brillado en medio de las tinieblas de este mundo. Esta es la luz que evoca el cirio pascual encendido en la noche de Pascua y que permanece como testigo visible del verdadero poder que transforma el mundo: el amor de Dios manifestado en Jesucristo.

Al saludarlos por Pascua, hemos querido hablarles de Jesucristo y de la fe en Él. Podríamos haber discurrido sobre otros temas, importantes y valiosos. Podríamos haber hablado, por ejemplo, de las consecuencias morales, sociales, políticas o culturales de la fe cristiana. Seguramente hubiera sido un discurso interesante y correcto. 

En Pascua, sin embargo, hay que ir a lo esencial. Y lo esencial es Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, que murió por nuestros pecados y resucitó para nuestra salvación. En realidad, esa es nuestra misión como obispos, sucesores de los apóstoles. Como ellos, también a nosotros se nos pide que hagamos llegar a todos el gozoso anuncio de la Resurrección. Tenemos que hablar de Dios y de su Hijo Jesucristo. Esa es nuestra misión y también nuestro gozo.

A todos los mendocinos, católicos o no, un fuerte y esperanzador saludo pascual: ¡Cristo ha resucitado, en Él brilla la luz de la esperanza para todos los hombres!

+ José María Arancibia
Arzobispo de Mendoza

+ Sergio Osvaldo Buenanueva
Obispo auxiliar de Mendoza

jueves, 5 de abril de 2012

Jueves Santo de la Cena del Señor


Con esta solemne liturgia iniciamos la celebración anual de la Pascua cristiana. Iniciamos el triduo pascual con Jesús y como Él: reunidos en comunión para celebrar el sacramento de la Eucaristía.

Cuando lleguemos al momento central de nuestra liturgia -la gran plegaria eucarística- voy a invitarlos a elevar nuestros corazones y dar gracias a Dios Padre por Jesucristo. Lo haré con estas palabras:


Él mismo, verdadero y único Sacerdote,
al instituir el sacrificio de la eterna alianza
se entregó primero a sí mismo como víctima de salvación,
y nos mandó ofrecerlo en su memoria.
Cuando comemos su Carne, inmolada por nosotros,
somos fortalecidos;
cuando bebemos su Sangre, derramada por nosotros,
somos purificados.

Lo que oramos es lo que creemos. Esta es la fe de la Iglesia: lo que Dios nos ha revelado para nuestra salvación.

Meditemos este misterio.

*   *   *
Vivimos tiempos difíciles, complejos y de gran confusión espiritual. Por eso mismo, tiempos abiertos a la novedad de la fe.

La fe en Cristo que profesa la Iglesia católica es luz en medio de las tinieblas; es la luz de la verdad en medio de la mentira organizada de la cultura ambiente.

Por lo tanto, queridos hermanos y hermanas cristianos, demos gracias a Dios por los tiempos que nos tocan vivir, porque ellos nos ponen en la encrucijada de vivir nuestra fe con radicalidad.

En el tiempo y en la sociedad que vivimos: o somos cristianos genuinos, o no lo somos realmente.

Es cierto: hoy, también la Iglesia está atravesada por la crisis que vive la humanidad. La Iglesia católica vive una profunda crisis de fe. Una crisis que afecta, en primer lugar, a sus pastores y consagrados, a sus hijos laicos más comprometidos.

Muchas palabras, muchas reuniones, muchas actividades, muchas reflexiones sobre los temas más variados de índole social, político, económico o cultural. Pero la fe en Dios, sencilla y luminosa, firme y concreta, parece languidecer o debilitarse, como si de repente la roca adquiriera la consistencia de la gelatina.

Un signo de esta profunda crisis espiritual es el abandono de la Eucaristía, especialmente de la Eucaristía dominical.

Parece que ya no hay tiempo ni ganas ni convicción de ir a Misa. La adoración de Dios viene sustituida por el culto a otros ídolos: el partido de fútbol, el turismo, la asistencia a un espectáculo o, sencillamente, el “dolce far niente”.

*   *   *

¡Qué contradicción y, sobre todo, qué contrario todo esto a aquellos cristianos, de todos los tiempos, que han hecho de la participación en la Misa el santo y seña de su fe cristiana!

“Nosotros no podemos vivir sin el domingo”, respondieron aquellos cristianos africanos de los primeros siglos, sorprendidos por la autoridad pública mientras celebraban la Eucaristía dominical que el emperador había prohibido.

“¡No podemos!” vivir sin la Eucaristía. Por eso fueron conducidos a la muerte, al martirio. Es decir: llegaron a ser testigos, con el derramamiento de su propia sangre, del valor infinito que encierra el sacramento de la caridad que es la Eucaristía.

*   *   *

Queridos hermanos y hermanas:

Preguntémonos nuevamente: ¿cuál es el valor de la Misa? ¿Por qué la Eucaristía es tan necesaria, o, mejor: tan imprescindible para la vida cristiana?

Hemos escuchado con emoción los textos bíblicos de la liturgia de hoy. Ellos nos ayudan a encontrar la respuesta justa, la respuesta de la fe que profesa la Iglesia católica.

En la primera lectura, tomada del libro del Éxodo, encontramos una primera respuesta: en continuidad con lo que vivieron y experimentaron nuestros padres al salir de Egipto, la Eucaristía de Jesús es sencillamente la “Pascua del Señor”.

Es decir: el memorial perpetuo de su más impresionante acción salvadora: entonces la liberación de la esclavitud de Egipto, hoy, para toda la humanidad: el sacramento que hace presente la acción decisiva de Dios sobre el mundo: el sacrificio pascual de Cristo, el verdadero Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

Hemos escuchado también a San Pablo en lo que algunos consideran el relato más antiguo de la institución de la Eucaristía. Pero el texto paulino nos abre una ventana a la celebración de la Eucaristía por las primeras comunidades cristianas.

Pablo declara: la celebración de la Eucaristía no es una ocurrencia pastoral mía, surgida de alguna reunión inteligentemente guiada. Es lo que el Señor nos dejó, viene de Él, de la inventiva de su amor. Eso es lo que cuenta realmente: lo que Jesús hizo y dijo en la última cena, lo que legó a los suyos, lo que Él ha puesto en nuestras manos.

La Eucaristía es el sacramento de la Tradición: nace del corazón del Señor y, de generación en generación, se transmite en toda su belleza y novedad. La sagrada liturgia de la Iglesia ha crecido orgánicamente como el ambiente y el medio en que se realiza este misterio de amor y de tradición.

En la noche de la traición, el Señor se entregó a sí mismo en la donación del pan partido y en la oferta generosa del cáliz lleno de vino.

La Eucaristía es el sacramento que contiene y hace presente el misterio de la entrega sacrificial de Cristo, su amor hasta el extremo, como dice san Juan en la perícopa evangélica apenas escuchada.

La santa Eucaristía es el sacramento que contiene el servicio de Cristo al mundo: la entrega de sí mismo al Padre para lavar los pecados de la humanidad. Por eso, Jesús lavó los pies a los discípulos y, cuando Simón Pedro quiso impedírselo, le dijo: “Si yo no te lavo, no podrás compartir mi suerte” (Jn 15, 8).

Y nos lo sigue diciendo a cada uno de nosotros, a la misma Iglesia, su esposa. Si Cristo no nos lava no podremos compartir su suerte, no podremos entrara en comunión con Él.

Vamos a la Eucaristía para que Cristo nos lave con su amor, nos purifique con su Palabra y nos renueve con la comunión de su Cuerpo y de su Sangre.

En la Eucaristía se encierra toda la fuerza revolucionaria de Cristo para la vida del mundo.

Por eso, queridos hermanos, si queremos seguir las huellas de Jesús y convertirnos también nosotros en servidores de nuestros hermanos, acerquémonos con fe y devoción al sacramento del altar, para hacer de él lo que Jesús quiso que fuera: el pan que alimenta nuestro peregrinar por este mundo, en este tiempo y en el lugar que nos ha tocado como vocación y misión.

Así sea. 

domingo, 1 de abril de 2012

La humildad de Cristo


Entramos a la Semana Santa. 

La liturgia del Domingo de Ramos suplica una gracia particular: aprender la humildad del Cristo humilde y humillado.

La pasión es escuela de todas las virtudes, como también leeremos en estos días. De entre todas se destaca precisamente la humildad.

La humildad de Cristo se aprecia en su encarnación y en su pasión. Es abajamiento, búsqueda del último lugar, abrazar la muerte en cruz.

Es así obediencia a la voluntad del Padre. El mismo Señor que nos llama a ser sus discípulos, ha escucharlo a Él, porque esto es lo único necesario; Él mismo es el que vive en la escucha del Padre.

¿Qué ha oído Aquel que está en el “seno del Padre”?

Ha escuchado el dolor de Dios por la humanidad caída. Ha recogido el llanto de Dios por sus hijos, los hombres, sumidos en la desesperación y en la oscuridad de la muerte. El Hijo unigénito no ha necesitado más. Ha hecho suyo este dolor y este llanto, y ha bajado hasta nosotros.

La humildad de Cristo nos ha levantado del abismo.

Cada uno de nosotros puede y debe decir a Jesús: 

“Por mí, por mi salvación, 
para rescatarme de mis pecados,
te has hecho hombre 
y has subido a la cruz. 
Haz, Señor de la humildad, 
que aprenda de ti 
ha ser manso y humilde de corazón. 

Amén”