jueves, 25 de octubre de 2012

La Iglesia católica, el Concilio y el Año de la Fe


Dios ha hablado al hombre. Y lo ha hecho humanamente, con palabras humanas. Esa es la escandalosa pretensión del cristianismo. La pretensión de Jesús.

En Jesús, un judío del siglo I, Dios se ha dado a conocer definitivamente al hombre. Dios ha pronunciado una palabra, ha confiado su Verbo. Es lo que los cristianos llamamos: la Encarnación. Este judío es Dios hecho hombre.

En su intención primera, esta palabra no busca informar o ilustrar la inteligencia. Lo hará, claro que sí. Y en un grado supremo. “Se cree para entender”, repetirá buena parte de la tradición teológica cristiana. La fe es amiga de la inteligencia.

Sin embargo, esa palabra busca lo más humano del hombre. Se trata de una palabra de amistad, ofrecida como quien tiende la mano, esperando ser correspondido.

Es una palabra, por tanto, que puede ser también rechazada. “Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron”, escribe San Juan en su evangelio.

Un rechazo comprensible, pues si lo que el cristianismo pretende es verdadero, todo lo humano debe girar en torno a este judío llamado Jesús. Una pretensión insoportable.

Sin embargo, lo más sorprendente es que esta palabra sigue siendo escuchada y acogida como tal. Sigue habiendo hombres y mujeres que fundan sus vidas sobre esa palabra. Sigue llevando luz a las conciencias. Sigue convenciendo.

El término “fe” indica precisamente la acogida de esa palabra de amistad. Es una palabra esencial: breve, concisa, casi imperceptible. Es también frágil, pues indica una de las cosas más delicadas del corazón humano: su entregarse confiadamente a Alguien, a quien se lo juzga confiable.

Dios ha hablado, y su palabra no es un discurso sino una persona y un acontecimiento. Esa persona es Jesús el Cristo. El acontecimiento: su pasión, muerte y resurrección.

El mensaje es claro y directo: cada ser humano ha sido amado por Dios con un amor infinito, personal y originalísimo.

Por eso, la palabra “fe” indica un nuevo modo de ser y de vivir. Quien dice “creo en Dios” está indicando con ello su modo de pararse frente a la totalidad de la vida.

Al cumplirse cincuenta años del inicio del Concilio Vaticano II, la Iglesia está viviendo el “Año de la Fe”. Culminará en noviembre de 2013. ¿Su finalidad? Redescubrir la belleza de la fe cristiana en Dios y comunicarla en toda su noble sencillez al mundo.

Yo lo podría sintetizar así: creer en Jesucristo y anunciar su Evangelio con alegría.

Ese fue, por otra parte, el cometido del Concilio. Para eso lo quiso Juan XXIII. Eso buscaron Pablo VI y los padres conciliares. En esa intención hay que leer también la labor del beato Juan Pablo II.

Por eso, el Concilio puso en el centro de la vida eclesial la Palabra de Dios, la liturgia sacramental y el misterio mismo de Cristo como luz para el hombre contemporáneo.

Quiso una Iglesia más transparente del misterio de Dios revelado en Jesucristo. Porque Cristo es la verdadera luz del mundo, no la Iglesia.

En el inmediato posconcilio, en cambio, se puso el acento en una reforma más bien sociológica de la Iglesia. El Concilio se interpretó como una ruptura y, por lo mismo, se puso en marcha la utopía de una Iglesia distinta.

Algunos siguen insistiendo hoy en las bien conocidas (y aburridas) recetas del progresismo teológico: la fe reducida a frío moralismo y la Iglesia convertida en una agencia del cambio social.

El genuino Concilio (espíritu y letra) va en otra dirección. No una ruptura, sino una reforma en la continuidad de la única y misma Iglesia de Cristo. Lo han comprendido bien las nuevas generaciones, mejor capacitadas para interpretar correctamente su magisterio. Pasada la tormenta, la real recepción del Concilio está recién en marcha.

Quienes así lo han captado están ofreciendo realmente una perspectiva de futuro a la Iglesia. Experimentan que el futuro de la fe no pasa por su mimetización con el espíritu del tiempo, una modernización que la haga un fragmento más del mundo, irrelevante e insignificante.

A mí, como obispo católico, poco me interesa una Iglesia más moderna. Ya hemos perdido demasiado tiempo en eso. Me quita el sueño el anuncio del Evangelio: Dios en el corazón del hombre.

La verdadera reforma de la Iglesia tiene que ver con Dios y con la fe en Dios, por la que uno se deja provocar por el único Acontecimiento capaz de transformar la condición humana: el encuentro con Cristo, el Dios hecho hombre. Lo demás es añadidura.

martes, 16 de octubre de 2012

Meditación del Santo Padre en el Sínodo


MEDITACIÓN DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
DURANTE LA PRIMERA CONGREGACIÓN GENERAL


Aula del Sínodo
Lunes 8 de octubre de 2012

Queridos hermanos:

Mi meditación trata sobre la palabra «evangelium» «euangelisasthai» (cf. Lc 4, 18). En este Sínodo queremos conocer mejor lo que nos dice el Señor y qué podemos o debemos hacer nosotros. Se divide en dos partes: la primera reflexión sobre el significado de estas palabras, y luego deseo intentar interpretar el himno de la hora Tercia «Nunc, Sancte, nobis Spìritus», en la página 5 del Libro de oración.

La palabra «evangelium» «euangelisasthai» tiene una larga historia. Aparece en Homero: es anuncio de una victoria, y, por lo tanto, anuncio de un bien, de alegría, de felicidad. Aparece luego en el Segundo Isaías (cf. Is 40, 9) como voz que anuncia la alegría de Dios, como voz que hace comprender que Dios no ha olvidado a su pueblo, que Dios, quien aparentemente se había retirado de la historia, está presente. Y Dios tiene poder, Dios da alegría, abre las puertas del exilio; después de la larga noche el exilio, aparece su luz y da al pueblo la posibilidad de regresar, renueva la historia del bien, la historia de su amor. En este contexto de la evangelización, aparecen sobre todo tres palabras: dikaiosyne, eirene, soteria —justicia, paz, salvación—. Jesús mismo retomó las palabras de Isaías en Nazaret, al hablar de este «Evangelio» que lleva precisamente ahora a los excluidos, a los encarcelados, a los que sufren y a los pobres.

Pero para el significado de la palabra «evangelium» en el Nuevo Testamento, además de esto —el Deutero Isaías que abre la puerta—, es importante también el uso que hizo de la palabra el Imperio romano, empezando por el emperador Augusto. Aquí el término «evangelium» indica una palabra, un mensaje que viene del Emperador. El mensaje del emperador —como tal— es positivo: es renovación del mundo, es salvación. El mensaje imperial es, como tal, un mensaje de potencia y de poder; es un mensaje de salvación, de renovación y de salud. El Nuevo Testamento acepta esta situación. San Lucas compara explícitamente al Emperador Augusto con el Niño nacido en Belén: «evangelium» —dice— sí, es una palabra del Emperador, del verdadero Emperador del mundo. El verdadero Emperador del mundo se ha hecho oír, habla con nosotros. Este hecho, como tal, es redención, porque el gran sufrimiento del hombre —entonces como ahora— es precisamente este: Detrás del silencio del universo, detrás de las nubes de la historia ¿existe un Dios o no existe? Y, si existe este Dios, ¿nos conoce, tiene algo que ver con nosotros? Este Dios es bueno, y la realidad del bien ¿tiene poder en el mundo o no? Esta pregunta es hoy tan actual como lo era en aquel tiempo. Mucha gente se pregunta: ¿Dios es una hipótesis o no? ¿Es una realidad o no? ¿Por qué no se hace oír? «Evangelio» quiere decir: Dios ha roto su silencio, Dios ha hablado, Dios existe. Este hecho, como tal, es salvación: Dios nos conoce, Dios nos ama, ha entrado en la historia. Jesús es su Palabra, el Dios con nosotros, el Dios que nos muestra que nos ama, que sufre con nosotros hasta la muerte y resucita. Este es el Evangelio mismo. Dios ha hablado, ya no es el gran desconocido, sino que se ha mostrado y esta es la salvación.

La cuestión para nosotros es: Dios ha hablado, ha roto verdaderamente el gran silencio, se ha mostrado, pero ¿cómo podemos hacer llegar esta realidad al hombre de hoy, para que se convierta en salvación? El hecho de que Dios haya hablado, de por sí, es la salvación, es la redención. ¿Pero cómo puede saberlo el hombre? Me parece que este punto es un interrogante, pero también una pregunta, un mandato para nosotros: podemos encontrar respuesta meditando el himno de la hora Tercia «Nunc, Sancte, nobis Spiritus». La primera estrofa dice: «Dignàre promptus ingeri nostro refusus, péctori», es decir, rezamos para que venga el Espíritu Santo, para que esté en nosotros y con nosotros. Con otras palabras: nosotros no podemos hacer la Iglesia, sólo podemos dar a conocer lo que ha hecho él. La Iglesia no comienza con nuestro «hacer», sino con el «hacer» y el «hablar» de Dios. De este modo, después de algunas asambleas, los Apóstoles no dijeron: ahora queremos crear una Iglesia, y con la forma de una asamblea constituyente habrían elaborado una constitución. No, ellos rezaron y en oración esperaron, porque sabían que sólo Dios mismo puede crear su Iglesia, de la que Dios es el primer agente: si Dios no actúa, nuestras cosas son sólo nuestras cosas y son insuficientes; sólo Dios puede testimoniar que es Él quien habla y quien ha hablado. Pentecostés es la condición del nacimiento de la Iglesia: sólo porque Dios había actuado antes, los Apóstoles pueden obrar con Él y con su presencia, y hacer presente lo que Él hace. Dios ha hablado y este «ha hablado» es el perfecto de la fe, pero también es siempre un presente: lo perfecto de Dios no es sólo un pasado, porque es un pasado verdadero que lleva siempre en sí el presente y el futuro. Dios ha hablado quiere decir: «habla». Y, como en aquel tiempo, sólo con la iniciativa de Dios podía nacer la Iglesia, podía ser conocido el Evangelio, el hecho de que Dios ha hablado y habla, así también hoy sólo Dios puede comenzar, nosotros podemos sólo cooperar, pero el inicio debe venir de Dios. Por ello, no es una mera formalidad si comenzamos cada día nuestra Asamblea con la oración: esto responde a la realidad misma. Sólo el proceder de Dios hace posible nuestro caminar, nuestro cooperar, que es siempre un cooperar, no una pura decisión nuestra. Por ello es siempre importante saber que la primera palabra, la iniciativa auténtica, la actividad verdadera viene de Dios y sólo si entramos en esta iniciativa divina, sólo si imploramos esta iniciativa divina, podremos también nosotros llegar a ser —con Él y en Él— evangelizadores. Dios siempre es el comienzo, y siempre sólo él puede hacer Pentecostés, puede crear la Iglesia, puede mostrar la realidad de su estar con nosotros. Pero, por otra parte, este Dios, que es siempre el principio, quiere también nuestra participación, quiere que participemos con nuestra actividad, de modo que nuestras actividades sean teándricas, es decir, hechas por Dios, pero con nuestra participación e implicando nuestro ser, toda nuestra actividad.

Por lo tanto, cuando hagamos nosotros la nueva evangelización es siempre cooperación con Dios, está en el conjunto con Dios, está fundada en la oración y en su presencia real.

Ahora, este obrar nuestro, que sigue la iniciativa de Dios, lo encontramos descrito en la segunda estrofa de este himno: «Os, lingua, mens, sensus, vigor, confessionem personent, flammescat igne caritas, accendat ardor proximos». Aquí tenemos, en dos líneas, dos sustantivos determinantes: «confessio» en las primeras líneas, y «caritas» en las segundas dos líneas. «Confessio» y «caritas», como los dos modos con los cuales Dios nos implica, nos hace obrar con Él, en Él y para la humanidad, para su criatura: «confessio» y «caritas». Y se agregan los verbos: en el primer caso «personent» y en el segundo «caritas» interpretado con la palabra fuego, ardor, encender, echar llamas.

Veamos el primero: «confessionem personent». La fe tiene un contenido: Dios se comunica, pero este Yo de Dios se muestra realmente en la figura de Jesús y se interpreta en la «confesión» que nos habla de su concepción virginal del Nacimiento, de la Pasión, de la Cruz, de la Resurrección. Este mostrarse de Dios es toda una Persona: Jesús como el Verbo, con un contenido muy concreto que se expresa en la «confessio». Por lo tanto, el primer punto es que nosotros debemos entrar en esta «confesión», compenetrarnos, de tal modo que «personent» —como dice el himno— en nosotros y a través de nosotros. Aquí es importante observar también un pequeña realidad filológica: «confessio» en el latín precristiano no se diría «confessio» sino «professio» (profiteri): esto es el presentar positivamente una realidad. En cambio la palabra «confessio» se refiere a la situación en un tribunal, en un proceso donde uno abre su mente y confiesa. En otras palabras, esta palabra «confessio», que en el latín cristiano sustituyó a la palabra «professio», lleva en sí el elemento martirológico, el elemento de dar testimonio ante instancias enemigas a la fe, dar testimonio incluso en situaciones de pasión y de peligro de muerte. A la confesión cristiana pertenece esencialmente la disponibilidad a sufrir: esto me parece muy importante. En la esencia de la «confessio» de nuestro Credo, está siempre incluida también la disponibilidad a la pasión, al sufrimiento, es más, a la entrega de la vida. Precisamente esto garantiza la credibilidad: la «confessio» no es una cosa que incluso se pueda dejar pasar; la «confessio» implica la disponibilidad a dar mi vida, aceptar la pasión. Esto es precisamente también la verificación de la «confessio». Se ve que para nosotros la «confessio» no es una palabra, es más que el dolor, es más que la muerte. Por la «confessio» realmente vale la pena sufrir, vale la pena sufrir hasta la muerte. Quien hace esta «confessio» verdaderamente demuestra de este modo que cuanto confiesa es más que vida: es la vida misma, el tesoro, la perla preciosa e infinita. Precisamente en la dimensión martirológica de la palabra «confessio» aparece la verdad: se verifica solamente para una realidad por la cual vale la pena sufrir, que es más fuerte incluso que la muerte, y demuestra que es la verdad que tengo en la mano, que estoy más seguro, que «guío» mi vida porque encuentro la vida en esta confesión.

Veamos ahora dónde debería penetrar esta «confesión»: «Os, lingua, mens, sensus, vigor». Por san Pablo, Carta a los Romanos 10, sabemos que la ubicación de la «confesión» está en el corazón y en la boca: debe estar en lo profundo del corazón, pero también debe ser pública; la fe que se lleva en el corazón debe ser anunciada: nunca es sólo una realidad en el corazón, sino que tiende a ser comunicada, a ser realmente confesada ante los ojos del mundo. De este modo, debemos aprender, por una parte, a ser realmente —digamos— penetrados en el corazón por la «confesión», así se forma nuestro corazón, y desde el corazón encontrar también, junto con la gran historia de la Iglesia, la palabra y la valentía de la palabra, y la palabra que indica nuestro presente, esta «confesión» que sin embargo es siempre una. «Mens»: la «confesión» no es sólo cuestión del corazón y de la boca, sino también de la inteligencia; debe ser pensada y así, pensada e inteligentemente concebida, llega al otro y significa que mi pensamiento está situado realmente en la «confesión». «Sensus»: no es algo puramente abstracto e intelectual, la «confessio» debe penetrar incluso los sentidos de nuestra vida. San Bernardo de Claraval nos dijo que Dios, en su revelación, en la historia de salvación, dio a nuestros sentidos la posibilidad de ver, de tocar, de gustar la revelación. Dios ya no es algo sólo espiritual: ha entrado en el mundo de los sentidos y nuestros sentidos deben estar llenos de este gusto, de esta belleza de la Palabra de Dios, que es realidad. «Vigor»: es la fuerza vital de nuestro ser y también el vigor jurídico de una realidad. Con toda nuestra vitalidad y fuerza, debemos ser penetrados por la «confessio», que debe realmente «personare»; la melodía de Dios debe entonar nuestro ser en su totalidad.

«Confessio» es la primera columna —por decirlo así— de la evangelización, y la segunda es «caritas». La «confessio» no es algo abstracto, es «caritas», es amor. Sólo así es verdaderamente reflejo de la verdad divina, que como verdad es inseparablemente también amor. El texto describe, con palabras muy fuertes, este amor: es ardor, es llama, enciende a los demás. Hay una pasión en nosotros que debe crecer desde la fe, que debe transformarse en el fuego de la caridad. Jesús nos dijo: He venido a traer fuego a la tierra y cómo deseo que ya arda. Orígenes nos transmitió una palabra del Señor: «Quien está cerca de mí, está cerca del fuego». El cristiano no debe ser tibio. El Apocalipsis nos dice que este es el mayor peligro del cristiano: que no diga no, sino un sí muy tibio. Precisamente esta tibieza desacredita al cristianismo. La fe debe convertirse en llama del amor, llama que encienda realmente mi ser, se convierta en la gran pasión de mi ser, y así encienda al prójimo. Este es el modo de la evangelización: «Accéndat ardor proximos», que la verdad se convierta en mí en caridad y la caridad encienda como fuego también al otro. Sólo en este encender al otro a través de la llama de nuestra caridad, crece realmente la evangelización, la presencia del Evangelio, que ya no es sólo una palabra, sino realidad vivida.

San Lucas nos relata que en Pentecostés, en esta fundación de la Iglesia de Dios, el Espíritu Santo era fuego que transformó el mundo, pero fuego en forma de lengua, es decir fuego que sin embargo también es razonable, que es espíritu, que es también comprensión; fuego que está unido al pensamiento, a la «mens». Y precisamente este fuego inteligente, esta «sobria ebrietas», es característico del cristianismo. Sabemos que el fuego está en el inicio de la cultura humana; el fuego es luz, es calor, es fuerza de transformación. La cultura humana comienza en el momento en que el hombre tiene el poder de crear el fuego: con el fuego puede destruir, pero con el fuego puede también transformar, renovar. El fuego de Dios es fuego transformador, fuego de pasión —ciertamente— que también destruye muchas cosas en nosotros, que lleva a Dios, pero sobre todo fuego que transforma, renueva y crea una novedad en el hombre, que en Dios se convierte en luz.

De este modo, al final sólo podemos pedir al Señor que la «confessio» esté en nosotros profundamente arraigada y que se convierta en fuego que encienda a los demás; así el fuego de su presencia, la novedad de su estar con nosotros, se hace realmente visible y fuerza del presente y del futuro.

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lunes, 15 de octubre de 2012

La nueva evangelización


En Roma, el Sínodo de los obispos está tratando el tema de la “nueva evangelización”.

¿Qué es la “nueva evangelización”?

Les doy una definición mía. Seguramente pobre e incompleta. De todos modos, la pongo a disposición, al menos para que otros puedan pensarla mejor.

Aquí va: la nueva evangelización es anunciar a Cristo hoy.

Es nueva, por el adverbio de tiempo “hoy”.

“Hoy” tenemos nuevas preguntas que nos obligan a pensar de nuevo el anuncio del único e inmutable 
Evangelio. Nuevas preguntas, nuevos escenarios, nuevos desafíos.

El cristianismo, para ser fiel a sí mismo, siempre ha tenido que hacerse este planteo: cómo anunciar hoy el mensaje de Cristo.

Sin embargo, lo decisivo no está aquí.

Lo que hace nueva a la nueva evangelización no es el “adverbio” sino el “nombre”. Es Cristo.

Porque en ese Nombre se encierra toda la novedad del Evangelio. La novedad de Dios.

Por eso, la cuestión de los métodos y estrategias queda como algo absolutamente secundario. Lo primario es el acontecimiento Cristo, el encuentro con Cristo, la vida en Cristo.

Si esto falta, la nueva evangelización queda reducida a activismo, militancia, utopía.

Lo contrario es también verdadero: con Cristo casi que las estrategias están de más.

La novedad de la nueva evangelización es Cristo. Ahora añado: y los que son de Cristo. Por que Cristo no existe solo. Existe siempre indisolublemente vinculado a sus discípulos, a aquellos que son llamados: “cristianos”.

¿Quién es el cristiano? Doy dos definiciones. La más directa: un cristiano es un discípulo de Cristo. Alguien que ha sido alcanzado por Jesús y que no puede sino vivir por Él, con Él y en Él.

La segunda la tomo de Ratzinger: un cristiano es alguien que vive de la Palabra, del Sacramento, y en la caridad y la justicia … aunque jamás haya participado de nuestras reuniones pastorales.

Por estos cristianos pasa la nueva evangelización.

Por eso, estoy convencido que la nueva evangelización en Mendoza ya ha comenzado. Conozco muchos hermanos, comunidades e iniciativas en las que Cristo acontece realmente.

Que esto ocurra, las más de las veces, de una manera oculta a las miradas del mundo es casi un sello de autenticidad.

En el silencio el Verbo se hizo carne. En medio de la noche, el Niño nació en Belén. En la oscuridad del Viernes Santo tuvo lugar la redención. En el silencio luminoso del domingo, la resurrección.

¡Ojalá sepamos verlo! Si lo hacemos tendremos la clave de la nueva evangelización, de nuestro Plan de Pastoral; y, lo más importante, seremos discípulos misioneros de Jesús.

Por todo esto, gracias sean dadas al Padre, por el Hijo en el Espíritu Santo. 

viernes, 12 de octubre de 2012

El Año de la Fe

Comparto un párrafo de la homilía del Santo Padre al inaugurar, ayer, el Año de la Fe.
Son también expresión de un deseo ferviente: ¡Qué el Año de la Fe dé frutos abundantes de vida y de conversión en cada uno de nosotros!

Si hoy la Iglesia propone un nuevo Año de la fe y la nueva evangelización, no es para conmemorar una efeméride, sino porque hay necesidad, todavía más que hace 50 años. Y la respuesta que hay que dar a esta necesidad es la misma que quisieron dar los Papas y los Padres del Concilio, y que está contenida en sus documentos. También la iniciativa de crear un Consejo Pontificio destinado a la promoción de la nueva evangelización, al que agradezco su especial dedicación con vistas al Año de la fe, se inserta en esta perspectiva. 

En estos decenios ha aumentado la «desertificación» espiritual. Si ya en tiempos del Concilio se podía saber, por  algunas trágicas páginas de la historia, lo que podía significar una vida, un mundo sin Dios, ahora lamentablemente lo vemos cada día a nuestro alrededor. Se ha difundido el vacío. Pero precisamente a partir de la experiencia de este desierto, de este vacío, es como podemos descubrir nuevamente la alegría de creer, su importancia vital para nosotros, hombres y mujeres. En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos los signos de la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma implícita o negativa. Y en el desierto se necesitan sobre todo personas de fe que, con su propia vida, indiquen el camino hacia la Tierra prometida y de esta forma mantengan viva la esperanza. La fe vivida abre el corazón a la Gracia de Dios que libera del pesimismo. Hoy más que nunca evangelizar quiere decir dar testimonio de una vida nueva, trasformada por Dios, y así indicar el camino. 

La primera lectura nos ha hablado de la sabiduría del viajero (cf. Sir 34,9-13): el viaje es metáfora de la vida, y el viajero sabio es aquel que ha aprendido el arte de vivir y lo comparte con los hermanos, como sucede con los peregrinos a lo largo del Camino de Santiago, o en otros caminos, que no por casualidad se han multiplicado en estos años. ¿Por qué tantas personas sienten hoy la necesidad de hacer estos caminos? ¿No es quizás porque en ellos encuentran, o al menos intuyen, el sentido de nuestro estar en el mundo? Así podemos representar este Año de la fe: como una peregrinación en los desiertos del mundo contemporáneo, llevando consigo solamente lo que es esencial: ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero, ni dos túnicas, como dice el Señor a los apóstoles al enviarlos a la misión (cf. Lc 9,3), sino el evangelio y la fe de la Iglesia, de los que el Concilio Ecuménico Vaticano II son una luminosa expresión, como lo es también el Catecismo de la Iglesia Católica, publicado hace 20 años.

jueves, 11 de octubre de 2012

La Iglesia es de Cristo, no nuestra

¿Se podría sintetizar así uno de los mensajes más fuertes del Concilio?

Estoy convencido que es así.

Algunos ya conocen la anécdota. El 11 de octubre de 1962, L'Osservatore romano salió a la venta con un número especial: ese día, el Papa Juan inauguraba el Concilio Ecuménico. En la portada, dominaba una foto del Papa felizmente reinante. En la parte inferior, el epígrafe decía: "Ecclesia, lumen gentium" (La Iglesia: luz de las naciones).

La expresión "Lumen gentium" se mantuvo. Sin embargo, hubo un cambio fundamental: no ya la Iglesia, sino Cristo. Porque Él es la luz de las naciones. Solo Cristo.

Aquí está el núcleo de la reforma que el Concilio puso en marcha, y que nos tiene a nosotros como responsables y protagonistas.

En el inmediato posconcilio, sin embargo, la atención volvió a ponerse en la Iglesia. Se encendieron poderosísimas fuerzas centrífugas de disgregación. Una Iglesia centrada en sí misma se muere.

Hoy, gracias a la admirable labor de tantos silenciosos obreros, entre los que se destacan Pablo VI, el beato Juan Pablo II y, sin dudas, el Papa Benedicto XVI, la genuina intención del Concilio comienza a resplandecer con fuerza.

No se trata de hacer una Iglesia a nuestra medida, según nuestros cálculos y estrategias. Una Iglesia más o menos moderna, que le caiga bien al mundo moderno.

Nosotros no podemos hacer una Iglesia así. Obviamente, cada tanto aparecen estos proyectos utópicos. Siempre terminan mal.

De lo que se trata es que la Iglesia sea realmente de Cristo. Que dejemos a Cristo que Él edifique su Iglesia como Él ha querido: con su Palabra, con sus Sacramentos y con su divina Caridad.

En esa dirección obra el Espíritu Santo.

Lo demás es añadidura.

Volvamos a los textos conciliares, sobre todo a las tres grandes constituciones dogmáticas: Lumen Gentium, Dei Verbum y Sacrosanctum Concilium. De ellas surge la figura genuina de la Iglesia de la Trinidad, la Iglesia de Cristo, la Iglesia de la Palabra y la Eucaristía.

Esta es la Iglesia que pude entrar en diálogo con el mundo, como lo comenzó a diseñar Gaudium et spes.

La Iglesia es de Cristo, no nuestra.


miércoles, 10 de octubre de 2012

El Concilio Vaticano II en la memoria de Benedicto XVI

L'Osservatore romano publica hoy un artículo firmado por el Santo Padre, en el que resume aspectos fundamentales del Concilio Vaticano II.

Un texto verdaderamente aprovechable. Lo transcribo a continuación:


«Fue un día espléndido»,
recuerda Benedicto XVI

Fue un día espléndido aquel  11 de octubre de 1962, en el que, con el ingreso solemne de más de dos mil padres conciliares en la basílica de San Pedro en Roma, se inauguró el concilio Vaticano II. En 1931 Pío XI había dedicado este día a la fiesta de la Divina Maternidad de María, para conmemorar que 1500 años antes, en 431, el concilio de Éfeso había reconocido solemnemente a María ese título, con el fin de expresar así la unión indisoluble de Dios y del hombre en Cristo. El Papa Juan XXIII había fijado para ese día el inicio del concilio con la intención de encomendar la gran asamblea eclesial que había convocado a la bondad maternal de María, y de anclar firmemente el trabajo del concilio en el misterio de Jesucristo. Fue emocionante ver entrar a los obispos procedentes de todo el mundo, de todos los pueblos y razas: era una imagen de la Iglesia de Jesucristo que abraza todo el mundo, en la que los pueblos de la tierra se saben unidos en su paz.

Fue un momento de extraordinaria expectación. Grandes cosas debían suceder. Los concilios anteriores habían sido convocados casi siempre para una cuestión concreta a la que debían responder. Esta vez no había un problema particular que resolver. Pero precisamente por esto aleteaba en el aire un sentido de expectativa general: el cristianismo, que había construido y plasmado el mundo occidental, parecía perder cada vez más su fuerza creativa. Se le veía cansado y daba la impresión de que el futuro era decidido por otros poderes espirituales. El sentido de esta pérdida del presente por parte del cristianismo, y de la tarea que ello comportaba, se compendiaba bien en la palabra “aggiornamento” (actualización). El cristianismo debe estar en el presente para poder forjar el futuro. Para que pudiera volver a ser una fuerza que moldeara el futuro, Juan XXIII había convocado el concilio sin indicarle problemas o programas concretos. Esta fue la grandeza y al mismo tiempo la dificultad del cometido que se presentaba a la asamblea eclesial.

Los distintos episcopados se presentaron  sin duda al gran evento con ideas diversas. Algunos llegaron más bien con una actitud de espera ante el programa que se debía desarrollar. Fue el episcopado del centro de Europa — Bélgica, Francia y Alemania — el que llegó con las ideas más claras. En general, el énfasis se ponía en aspectos completamente diferentes, pero había algunas prioridades comunes. Un tema fundamental era la eclesiología, que debía profundizarse desde el punto de vista de la historia de la salvación, trinitario y sacramental; a este se añadía la exigencia de completar la doctrina del primado del concilio Vaticano I a través de una revalorización del ministerio episcopal. Un tema importante para los episcopados del centro de Europa era la renovación litúrgica, que Pío XII ya había comenzado a poner en marcha. Otro aspecto central, especialmente para el episcopado alemán, era el ecumenismo:  haber sufrido juntos la persecución del nazismo había acercado mucho a los cristianos protestantes y a los católicos; ahora, esto se debía comprender y llevar adelante también en el ámbito de toda la Iglesia. A eso se añadía el ciclo temático Revelación – Escritura – Tradición – Magisterio. 

Los franceses destacaban cada vez más el tema de la relación entre la Iglesia y el mundo moderno, es decir, el trabajo en el llamado Esquema XIII, del que luego nació la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual. Aquí se tocaba el punto de la verdadera expectativa del Concilio. La Iglesia, que todavía en época barroca había plasmado el mundo, en un sentido lato, a partir del siglo XIX había entrado de manera cada vez más visible en una relación negativa con la edad moderna, sólo entonces plenamente iniciada. ¿Debían permanecer así las cosas? ¿Podía dar la Iglesia un paso positivo en la nueva era? Detrás de la vaga expresión “mundo de hoy” está la cuestión de la relación con la edad moderna. Para clarificarla era necesario definir con mayor precisión lo que era esencial y constitutivo de la era moderna. El “Esquema XIII” no lo consiguió. Aunque esta Constitución pastoral afirma muchas cosas importantes para comprender el “mundo” y da contribuciones notables a la cuestión de la ética cristiana, en este punto no logró ofrecer una aclaración sustancial.

Contrariamente a lo que cabría esperar, el encuentro con los grandes temas de la época moderna no se produjo en la gran Constitución pastoral, sino en dos documentos menores cuya importancia sólo se puso de relieve poco a poco con la recepción del concilio. El primero es la Declaración sobre la libertad religiosa, solicitada y preparada con gran esmero especialmente por el episcopado americano. 

La doctrina sobre la tolerancia, tal como había sido elaborada en sus detalles por Pío XII, no resultaba suficiente ante la evolución del pensamiento filosófico y la autocomprensión del Estado moderno. Se trataba de la libertad de elegir y de practicar la religión, y de la libertad de cambiarla, como derechos a las libertades fundamentales del hombre. Dadas sus razones más íntimas, esa concepción no podía ser ajena a la fe cristiana, que había entrado en el mundo con la pretensión de que el Estado no pudiera decidir sobre la verdad y no pudiera exigir ningún tipo de culto. La fe cristiana reivindicaba la libertad a la convicción religiosa y a practicarla en el culto, sin que se violara con ello el derecho del Estado en su propio ordenamiento: los cristianos rezaban por el emperador, pero no lo veneraban. Desde este punto de vista, se puede afirmar que el cristianismo trajo al mundo con su nacimiento el principio de la libertad de religión. Sin embargo, la interpretación de este derecho a la libertad en el contexto del pensamiento moderno en cualquier caso era difícil, pues podía parecer que la versión moderna de la libertad de religión presuponía la imposibilidad de que el hombre accediera a la verdad, y desplazaba así la religión de su propio fundamento hacia el ámbito de lo subjetivo. Fue ciertamente providencial que, trece años después de la conclusión del concilio, el Papa Juan Pablo II llegara de un país en el que la libertad de religión era rechazada a causa del marxismo, es decir, de una forma particular de filosofía estatal moderna. El Papa procedía también de una situación parecida a la de la Iglesia antigua, de modo que resultó nuevamente visible el íntimo ordenamiento de la fe al tema de la libertad, sobre todo a la libertad de religión y de culto.

El segundo documento que luego resultaría importante para el encuentro de la Iglesia con la modernidad nació casi por casualidad, y creció en varios estratos. Me refiero a la Declaración  “Nostra aetate” sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas. Inicialmente se tenía la intención de preparar una declaración sobre las relaciones entre la Iglesia y el judaísmo, texto que resultaba intrínsecamente necesario después de los horrores de la Shoah. Los padres conciliares de los países árabes no se opusieron a ese texto, pero explicaron que, si se quería hablar del judaísmo, también se debía hablar del islam. Hasta qué punto tenían razón al respecto, lo hemos ido comprendiendo en Occidente sólo poco a poco. Por último, creció la intuición de que era justo hablar también de otras dos grandes religiones — el hinduismo y el budismo —, así como del tema de la religión en general. A eso se añadió luego espontáneamente una breve instrucción sobre el diálogo y la colaboración con las religiones, cuyos valores espirituales, morales y socioculturales debían ser reconocidos, conservados y desarrollados (n. 2). Así, en un documento preciso y extraordinariamente denso, se inauguró un tema cuya importancia todavía no era previsible en aquel momento. La tarea que ello implica, el esfuerzo que es necesario hacer aún para distinguir, clarificar y comprender, resulta cada vez más patente. En el proceso de recepción activa poco a poco se  fue viendo también  una debilidad de este texto de por sí extraordinario: habla de las religiones sólo de un modo positivo, ignorando las formas enfermizas y distorsionadas de religión, que desde el punto de vista histórico y teológico tienen un gran alcance; por eso la fe cristiana ha sido muy crítica desde el principio respecto a la religión, tanto hacia el interior como hacia el exterior.

Mientras que al comienzo del concilio habían prevalecido los episcopados del centro de Europa con sus teólogos, en el curso de las fases conciliares se amplió cada vez más el radio del trabajo y de la responsabilidad común. Los obispos se consideraban aprendices en la escuela del Espíritu Santo y en la escuela de la colaboración recíproca, pero lo hacían como servidores de la Palabra de Dios, que vivían y actuaban en la fe. Los padres conciliares no podían y no querían crear una Iglesia nueva, diversa. No tenían ni el mandato ni el encargo de hacerlo. Eran padres del Concilio con una voz y un derecho de decisión sólo en cuanto obispos, es decir, en virtud del Sacramento y en la Iglesia del Sacramento. Por eso no podían y no querían crear una fe distinta o una Iglesia nueva, sino comprenderlas de modo más profundo y, por consiguiente, realmente “renovarlas”. Por eso una hermenéutica de la ruptura es absurda, contraria al espíritu y a la voluntad de los padres conciliares.

En el cardenal Frings tuve un “padre” que vivió de modo ejemplar este espíritu del Concilio. Era un hombre de gran apertura y amplitud de miras, pero sabía también que sólo la fe permite salir al aire libre, al espacio que queda vedado al espíritu positivista. Esta es la visión a la que quería servir con el mandato recibido a través del Sacramento de la ordenación episcopal. No puedo menos que estarle siempre agradecido por haberme llevado a mí  — el profesor más joven de la Facultad teológica católica de la universidad de Bonn — como su consultor a la gran asamblea de la Iglesia, permitiéndome frecuentar esa escuela y recorrer desde dentro el camino del concilio. En este volumen se han recogido varios escritos con los cuales, en esa escuela, he pedido la palabra. Peticiones de palabra totalmente fragmentarias, en las que se refleja también el proceso de aprendizaje que el concilio y su recepción han significado y significan aún para mí. Espero que estas diversas contribuciones, con todos sus límites, puedan ayudar en su conjunto a comprender mejor el concilio y a traducirlo en una justa vida eclesial. Agradezco de corazón al arzobispo Gerhard Ludwig Müller y a sus colaboradores del Institut Papst Benedikt XVIel extraordinario empeño que han puesto para la realización de este volumen.

Castelgandolfo, en la fiesta del santo obispo Eusebio de Vercelli,

2 de agosto de 2012

Benedicto XVI 

domingo, 7 de octubre de 2012

María y la Iglesia

María, la Virgen del Rosario, y la Iglesia diocesana.

Este domingo 7 de octubre, volvemos a experimentar la profunda vinculación entre ambas realidades.

María: la mujer del Evangelio vivido, rezado y comunicado con alegría.

La Iglesia diocesana de Mendoza: llamada por el Espíritu a comunicar la alegría de la fe.

María y al Iglesia.

En este día, volveremos a tener una imagen viva de la alianza entre ambas: la mujer-madre y la mujer-iglesia.

En nuestra oración de súplica, hoy, de manera especialmente intensa, llevamos al altar:

- A nuestro Pastor José María, cuyo servicio episcopal (¡casi 20 años!) agradecemos. Oramos por él, por su santidad y para que el Señor esté siempre con su siervo.

- A nuestros hermanos y hermanas bautizados que forman esa inmensa red de personas y comunidades que le dan rostro humano a la Iglesia diocesana de Mendoza.

- A nuestros queridos sacerdotes: abnegados, entregados, luchadores. Que Dios nos siga dando pastores según su corazón.

- A nuestros ancianos, enfermos, a los que están privados de libertad, a los más tristes y necesitados. A los pobres, con los variados rostros que tiene hoy la pobreza.

- A nuestro Seminario, puesto bajo la advocación de María del Rosario. También a nuestra Escuela de Ministerios, bajo el patrocinio de San José.

- A nuestros tan estimados consagrados, hombres y mujeres, de vida activa y contemplativa; los religiosos y religiosas, las vírgenes consagradas y miembros de institutos seculares.

- A los niños y jóvenes que hormiguean por nuestros colegios y comunidades. ¡Qué pasión por la vida despierta el solo verlos! ¡Qué ferviente súplica a Dios para que sepamos transmitirles aquellos valores que de verdad enseñan a vivir!

- A nuestros diáconos permanentes que, gracias a Dios, hoy constituyen un cuerpo numeroso y apostólico. ¡Imágenes vivas de Cristo Siervo!

- A tantos evangelizadores: catequistas, ministros de la comunión, personas dedicadas a las distintas pastorales, hombres y mujeres del Evangelio como servicio.

- A los que conforman los movimientos, asociaciones, organismos y otros servicios pastorales de la Arquidiócesis.

Todos ellos estarán en el altar, junto a María, en cada plegaria y en cada canto elevado al cielo. Con ellos también nuestra querida Mendoza, su presente y su futuro.

lunes, 1 de octubre de 2012

María, camino de encuentro con Cristo


Querido hermano y hermana en Cristo:

La paz del Señor esté siempre con vos.

Espero sinceramente que mis anteriores cartas te estén ayudando a preparar tu participación en la Fiesta de Nuestra Señora del Rosario.

Te he invitado a mirar a María como discípula que escucha la Palabra y como mujer de la reconciliación. Ahora, un paso más. Vamos a contemplar a María como “camino de encuentro con Cristo”.

El encuentro con el Señor es el acontecimiento que nos define como cristianos. Somos sus discípulos, porque Él nos salió al encuentro en el camino de la vida, nos mostró su Rostro y, así, nos conquistó el corazón. La fe es este encuentro con Jesús. Es el Amén gozoso que le damos al Señor que nos ha llamado por el nombre. Conocerlo y darlo conocer es nuestro gozo más grande.

Para destacar la belleza y centralidad de la fe como encuentro con Cristo, el Santo Padre Benedicto XVI nos ha convocado a celebrar un “Año de la Fe”. Comenzará el próximo 11 de octubre. La Diócesis está preparando un programa para que lo aprovechemos a fondo.

Nadie ha vivido la fe como María. Por eso, ella es nuestra mejor maestra espiritual en el camino del “Año de la Fe”. Puede ayudarnos a fortalecer y profundizar nuestra vida de fe, tanto a nivel individual como comunitario.

El beato Juan Pablo II, reflexionando sobre la experiencia de fe de los pueblos latinoamericanos, ha señalado que “María es un camino seguro para encontrar a Cristo”. Y añade: “La piedad hacia la Madre del Señor, cuando es auténtica, anima siempre a orientar la propia vida según el espíritu y los valores del Evangelio” (Ecclesia in America 11).

Los tiempos que vivimos son complejos y difíciles. Mirados desde la fe, podemos decir con esperanza: esta es la hora de María, la seguidora más radical y perfecta de Cristo. Esta es la hora de María que, con ternura y firmeza, nos conduce al encuentro con Cristo.

María nos enseña que el encuentro con Jesús por la fe se realiza en la Iglesia: Él es la cabeza y nosotros somos los miembros de su Cuerpo.

En la Iglesia escuchamos su Palabra, celebramos la divina Liturgia, nos enriquecemos con el testimonio de los santos, aprendemos a reconocerlo en los pobres, los excluidos y vulnerables. En la Iglesia misionera tenemos también la experiencia de encontrarlo cuando lo anunciamos con gozo a nuestros hermanos.

Este encuentro con Cristo en la Iglesia, tiene lugar, de manera privilegiada en la Eucaristía. Cada vez que celebramos la Misa, Cristo nos reúne en su Cuerpo; nos hace su Iglesia, su familia, su pueblo.

¿No es esto lo que vivimos, cada año, en la Fiesta de la Virgen del Rosario, cuando su bendita imagen recorre el Teatro griego y nos conduce a la gran Eucaristía presidida por el Obispo?

Quisiera proponerte, a partir de todo lo que venimos diciendo, tres puntos para reflexionar y una sugerencia para tu preparación inmediata a la Fiesta de la Virgen del Rosario.

1. La Eucaristía dominical: Ya habrás escuchado de aquellos primeros cristianos que fueron sorprendidos por la autoridad pública, celebrando la Eucaristía en el día del Señor. Estaba prohibido, y se lo recordaron. Ellos respondieron con sencillez: “Nosotros no podemos vivir sin el domingo”. Sufrieron el martirio por celebrar la Eucaristía dominical.

Te invito a meditar esta frase, y a hacer tuyo su mensaje, su enseñanza: “Nosotros -vos y yo- no podemos vivir sin el domingo”.

La Eucaristía dominical es momento privilegiado de encuentro con Cristo resucitado. En ella descubrimos que Cristo está vivo, nos reúne en su familia que es la Iglesia, y nos envía a los hermanos, especialmente a los más alejados, pobres y sufrientes. Realmente, los cristianos no podemos vivir sin la Eucaristía dominical.

2. La adoración al Santísimo Sacramento: La participación en la Eucaristía se prolonga en la adoración del Santísimo reservado en el Sagrario o solemnemente expuesto para la adoración pública.

Gracias a Dios, nuestras comunidades cristianas están recuperando esta tradicional práctica católica, y con mucho fruto. Te invito a experimentar en tu propia persona la belleza de permanecer en silenciosa actitud de alabanza y adoración ante el Señor en la Eucaristía. Con la Biblia en la mano, repasando con María las palabras del Señor y contemplando con sus ojos y su corazón al Cristo eucarístico.

3. Vivir eucarísticamente: La participación en la Eucaristía y la adoración nos impulsan a vivir una espiritualidad eucarística. A vivir según la Eucaristía que celebramos y adoramos.

¿Qué significa esto? Prolongar en nuestra vida cotidiana lo que hemos celebrado el Domingo: el sacrificio pascual de Cristo que se entregó a sí mismo por nosotros. El fruto de la Eucaristía es una vida transfigurada por el amor de Cristo.

María y los santos son los modelos a imitar: celebraron la Eucaristía y vivieron en coherencia con ella. Hicieron de sus vidas una ofrenda a Dios por su cercanía con los más pobres, por su servicio generoso, por su testimonio de la verdad, incluso hasta el martirio. Este es también un hermoso proyecto de vida para cada uno de nosotros: Vivir de acuerdo a la Eucaristía que celebramos.

Sugerencia: En la Eucaristía de la Fiesta patronal diocesana, y a días de iniciar el “Año de la Fe”, vamos a renovar nuestras promesas bautismales. ¿Te animás a prepararte para este momento? Te propongo algo muy sencillo: una oración inspirada en el Documento de Aparecida:


Jesús,
Maestro, Amigo y Salvador:
Quiero expresarte
la alegría de ser tu discípulo
y de haber sido enviado
con el tesoro de tu Evangelio.
Es la alegría de María, tu madre.
Ser cristiano no es una carga,
sino un regalo, un don, una bendición.
¡Cómo deseo que la alegría
de haberme encontrado con Vos,
llegue a todos los hombres y mujeres
heridos por la adversidad!

Conocerte, Jesús, es el mejor regalo
que puede recibir cualquier persona.
Haberte encontrado
es lo mejor que me ha ocurrido en la vida,
y darte a conocer,
con las palabras y con la vida,
es mi mayor alegría.
Creo en Vos, Señor Jesús,
con la fe de la Iglesia.
Con mis hermanos y hermanas
me dispongo a decirte:
Sí, creemos.
Aumenta, Señor, nuestra fe.
Amén.

Con mi bendición,
+ Sergio O. Buenanueva
Obispo auxiliar de Mendoza