jueves, 26 de diciembre de 2013

Homilía de la Noche buena

¡Qué frágil es la paz y la concordia entre los seres humanos!

Tenemos experiencia directa de ello. La paz parece siempre prendida con alfileres.

Basta que aparezca alguien con una razón convincente, o que se den las circunstancias fatales, y la chispa del odio causa un incendio de proporciones.

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Una vez más, en esta Noche santa, saludamos a Jesús como “Príncipe de la Paz”.

Lo creemos firmemente. Así lo anunció el profeta y nosotros sabemos que es así: este Niño inaugura una paz sin límites, una paz para todo el pueblo (cf.Is 9,6).

Lo anunciaron los ángeles a los pastores y la fe de la Iglesia lo ha hecho himno litúrgico que nosotros cantamos con unción: “Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad” (Lc 2,14).

Es decir: los hombres alcanzados por la voluntad buena de Dios que quiere salvar, curar, reunir y reconciliar.

Jesús es el que nos trae la paz. Él mismo es nuestra Paz, escribirá san Pablo, “Él ha unido a los dos pueblos en uno solo, derribando el muro de enemistad que los separaba”. (Ef 2,14).

Por eso, queridos hermanos y hermanas, que la paz de Cristo nos alcance en esta Navidad 2013.

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La paz es obra de la justicia.

No hay paz hasta que cada persona recibe lo que le es debido, lo que corresponde a su dignidad de persona.

No hay paz si yo no estoy dispuesto, no solo a reclamar mis derechos, sino a vivir, como condición previa, mis propios deberes como persona y ciudadano.

No hay paz hasta que no estoy dispuesto a reconocer en el otro a un igual; es más: a un hermano o hermana.

Este es un sólido fundamento para la convivencia ciudadana. En el respeto a la dignidad de cada ser humano se edifica la sociedad.

Pero la sola justicia no basta para tener paz y concordia.

Nunca terminamos de crear todas las condiciones para la justicia. El orden de la justicia siempre es frágil, pues está sometido al egoísmo y al interés humano.

Cada uno de nosotros, cada generación, debe elegir la justicia, el bien, la verdad.

Pero también es cierto que la curación definitiva de las heridas más profundas de una sociedad envenenada por el odio requiere la acción de todas las fuerzas espirituales del corazón humano.

La convivencia siempre necesita de algo más. Es el plus del amor que toma la iniciativa y se hace cercanía, arrepentimiento sincero, perdón y amistad.

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Es lo que ocurre en Navidad: Dios sale al encuentro del hombre para pacificar el corazón amenazado por la violencia.

Ese Niño que nace es Salvador: ha nacido para arrancarnos del poder del pecado y darnos su Espíritu que nos hace hijos, y nos da la paz.

Es el que viene a buscar lo perdido, a sanar lo enfermo, a absolver al culpable.

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Por eso, querido hermano y hermana, en esta Navidad dejate pacificar por Dios. Dejate serenar el corazón por la mansedumbre de Dios manifestada en el Niño que María da a luz, envuelve en pañales y recuesta en el pesebre.

Dejate alcanzar por la salvación que es Jesús.

¿Cómo hacerlo? La salvación acontece cuando Cristo nos abraza y nosotros nos entregamos a Él. Cada uno debe buscar y transitar este camino.

Ahí está su Palabra consoladora que, leída con fe, lo hace presente entre nosotros.

Ahí están sus sacramentos de vida: la Eucaristía y la Reconciliación con la palabra del perdón y la paz que nos rehacen por dentro.

Hay un sendero que no falla, al alcance de todos, especialmente del pecador: es el de la humildad que se vuelve plegaria, oración:

“Señor Jesús, nacido de María, tengo el corazón endurecido o entenebrecido por el odio, el rencor, la violencia o sencillamente una fría indiferencia. No sé cómo levantarme de mis caídas. Dame tu paz. Sé Tú mismo la paz de mi corazón”.

Cada uno podrá encontrar la palabra justa para su plegaria personal.

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Dejarse pacificar por Jesús tiene un fruto: convertirse, de a poco, en obrero de la paz en la familia, en el círculo de amigos, en la sociedad.

Jesús proclamará la bienaventuranza de la paz: “Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5,9).

Trabajar por la paz. Ese es un buen propósito para esta Navidad.

¿Qué puedo hacer yo por la paz y la concordia entre las personas?

Puedo orar, cada día, por la paz entre las personas.

Puedo perdonar al que me ofende, o al menos, pedirle a Dios que me conceda el don del perdón.

Puedo callar, cuando todo apunta a dejarse llevar por el chisme y el correveidile que tanto daño hacen a los vínculos humanos.

Puedo, por el contrario, exculpar o disculpar a las personas, antes que culparlas.

Puedo tener siempre a mano una palabra de elogio, una palabra que reconoce lo que el otro hace o dice, una palabra de agradecimiento.

Puedo neutralizar el efecto disolvente del odio y la violencia con un gesto de mansedumbre, de pacífica resistencia al mal que nos circunda.

Así se va generando el clima que hace posible el perdón, la reconciliación, la convivencia entre los que son distintos.

Vamos creando las condiciones para la “cultura del encuentro” que nos ha traído Jesús y que nosotros tanto necesitamos.

Así se vive el don precioso de la paz que Cristo nos trae en esta noche santa.
¡Muy feliz Navidad para todos!


+ Sergio O. Buenanueva

Obispo de San Francisco

martes, 24 de diciembre de 2013

MENSAJE DE NAVIDAD 2013

“Les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor”. (Lc 2,10-11).
Queridos amigos y hermanos:
Me hago eco de las palabras del ángel a los pastores. Yo también les anuncio una gran alegría. Esa alegría tiene rostro y nombre propios: es Jesús, el niño que María recuesta en el pesebre. En Él reconocemos al Emanuel: Dios con nosotros.
En su pequeño corazón de niño ha comenzado a crecer el fuego que un día no podrá dejar de comunicar a los suyos: “cuando ustedes oren digan: Padre…” (Lc 11,2).
Porque de eso se trata: María da a luz a Aquel que viene a decirnos que no estamos solos, ni somos huérfanos, que nuestro destino no es el aislamiento o la nada.
Él es el Hijo único que ha venido a nosotros desde “el seno del Padre” (Jn 1,18).
Su misión: mostrarnos que Dios es Padre. Un Padre con entrañas de madre, al decir de los profetas del antiguo Israel.
Y si Dios es Padre, nuestra vocación más profunda es ser hijos y hermanos. Una familia.
Incluso en medio de la fiebre de consumo que parece desdibujar el rostro cristiano de la Navidad, las personas intuimos que esa noche trae salvación para nuestros vínculos, personales, familiares y sociales. Para renovarlos y potenciarlos.
Se equivocan tristemente los que enseñan que el hombre es enemigo del hombre, que el conflicto es el motor de la historia y que es una ilusión querer convivir en paz.
Es cierto que la cizaña de la corrupción, la violencia irracional y el egoísmo está creciendo en el campo. Amenaza los vínculos de amistad social. Lo hemos visto días pasados, con vergüenza y temor, aquí mismo en Córdoba y otros lugares de Argentina.
No nos dejemos ganar por el desaliento. Volvamos los ojos a Jesús y su Evangelio. Mirando con los ojos de la fe la realidad de nuestro mundo, tantas veces brutal y despiadada, el Papa Francisco sigue apostando por la “cultura del encuentro”.
¿Podría hacer otra cosa el Vicario de Cristo?
Es el sueño de Dios que comenzó a realizarse en la pobreza de Belén y alcanzará su plena realización en la Pascua. Involucra a todos. No hay excluidos ni descartados. Es encuentro, familia, unidad en la diversidad.
Por eso los destinatarios privilegiados de la buena noticia son los pobres, los que están tristes, los que no logran equilibrar el balance de sus vidas, los pecadores.
Así se conoce mejor lo que realmente significa esa “alegría para todo el pueblo” anunciada a los pastores.
Ojalá también nosotros podamos experimentarla en esta Navidad. Tal vez baste decir, mirando con ojos de niño al Niño Jesús: “Yo también soy un pobre pecador; viniste por mí; esa alegría es para compartirla con mis hermanos; Jesús: tú eres mi Salvador”.
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Ahora una nota más personal.
Este 25 de diciembre se cumplen apenas cuatro meses de mi llegada a San Francisco. Tiempo breve pero intenso. De a poco voy conociendo la vitalidad de la diócesis
Por todo le doy gracias a Dios. Especialmente a quienes me han abierto la puerta de sus casas. Gracias a los sacerdotes, a los consagrados, a las familias y comunidades; a las autoridades públicas y a las organizaciones de la sociedad civil. A los que me han reconocido en la calle y me han tendido la mano. A todos: gracias. 
Todos están en mi oración de cada día, especialmente en la Eucaristía.
Anunciarles la gran alegría de la Navidad es mi misión como obispo. Pero Iglesia misionera somos todos. Y juntos estamos llamados a compartir la “dulce y confortadora alegría de evangelizar”. A seguir caminando juntos entonces.
Muy  feliz Navidad para todos.
Con mi bendición,

+ Sergio O. Buenanueva

Obispo de San Francisco