Nos hemos reunido para celebrar
esta sagrada Eucaristía en la que serán bendecidos los santos Óleos y el
Crisma.
Es la Misa crismal, una de las principales celebraciones
en la vida diocesana. Una imagen usada por el Concilio Vaticano II puede ayudarnos
a vivirla intensamente:
Conviene que todos tengan en gran aprecio la vida litúrgica de la
diócesis en torno al Obispo, sobre todo en la Iglesia catedral; persuadidos de
que la principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación
plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones
litúrgicas, particularmente en la misma Eucaristía, en una misma oración, junto
al único altar donde preside el Obispo, rodeado de su presbiterio y ministros.
(SC 41)
Esto es lo que
quiero subrayar: “la principal manifestación de la Iglesia” acontece en torno a
un único altar: allí, el pueblo, los ministros sagrados y el obispo. Como
ahora, en este momento: una misma Eucaristía, una misma oración, una misma
Iglesia.
La liturgia es la
escuela donde el Concilio aprendió el misterio de la Iglesia cuya amplitud
desplegó después en los demás documentos.
Es en la liturgia
donde el pueblo de Dios escucha la Palabra, vuelve sus ojos al Señor y lo
glorifica como Él quiere; sale de sí para abrirse en adoración y alabanza; se
descubre templo del Espíritu y cuerpo místico de Cristo; recibe el impulso misionero
para llevar la esperanza del Evangelio al mundo.
En la noble
sencillez del rito nos las que tenemos ver con la santidad inefable del Dios
tres veces santo: “¿Cómo voy a abandonarte, Efraím? … Mi corazón se subleva dentro
de mí y se enciende toda mi ternura… Porque yo soy Dios, no un hombre; soy el
Santo en medio de ti, y no vendré con furor” (Os 11,8a.d.9b).
Así
hablaba el profeta, eso que no había conocido lo que nosotros: el pesebre, la
cruz y la tumba vacía, la revolución de la ternura divina. Gracia inmerecida,
vida en abundancia, expiación del pecado y absolución del pecador.
Por eso
la liturgia es acción sagrada por excelencia, contiene y expresa lo más sagrado
que ha conocido la frágil historia humana: el sacrificio pascual de Jesús.
¡Cómo no adorar!
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La Iglesia tiene como
vocación propia abrirse y abrir el mundo a la adoración y a la alabanza.
¡Cómo quisiéramos
que cada bautizado -niño, joven y adulto- fuera como Moisés: un amigo de Dios
que habla con Él cara a cara, o como Elías en la hendidura de la montaña que
percibe el paso del Señor en la brisa ligera!
Para eso recibimos
la unción interior del Santo, expresada visiblemente en el Crisma que vamos a
bendecir y que será usado en la liturgia sacramental.
Es la unción que ha
recibido Jesucristo en la encarnación y en el bautismo en el Jordán. En la
pascua, el Espíritu transfiguró su humanidad, convirtiéndola en fuente de vida
para todos.
Así, quedó
constituido Cabeza de la Iglesia. Y desde la Cabeza, la unción se derrama sobre
todo el cuerpo.
Recibimos la misma
unción de Cristo para ser cristianos, es decir: “otros Cristos”. Su unción en
nosotros. Su ser Hijo amado en nosotros. Su alegría y su consuelo en nosotros.
Es un don gratuito y
generoso que reclama nuestra respuesta libre, también gratuita y generosa.
Porque esa unción toca el corazón y, desde allí, busca determinarlo todo:
conciencia, sentimientos, libertad, comportamientos.
Ser cristiano supone
siempre estas tres cosas: asimilación personal de la llamada al seguimiento,
incorporación cordial al pueblo de Dios, salir al mundo como testigos y
misioneros.
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Todo esto acontece
en el seno de una Iglesia particular.
Reunida por el
Espíritu, la Iglesia diocesana es sin más la Iglesia de Cristo en un lugar y
espacio concretos.
Comunión y misión marcan
la respiración del cuerpo viviente de la Iglesia particular.
Acoger el don de la
comunión y la fraternidad; buscar empecinadamente ser hermanos; compartir
sueños y proyectos; aprender a miranos a la cara y a escucharnos con franqueza;
madurar criterios y senderos comunes; no esconder los problemas por agudos que
sean, sino aprender a tratarlos bien, como dice el papa Francisco, porque la
unidad es superior al conflicto.
Para este camino se
requiere mucha humildad y la disposición de nunca dejar de aprender. Mientras mayor
es nuestro servicio, mayor nuestra disponibilidad.
Esa es la meta nunca
alcanzada del todo en la vida de una Iglesia particular. En nuestro Plan de
Pastoral hemos hecho una explícita opción por este modo de vivir la comunión. A
eso nos empuja el Espíritu que nos da unidad en la diversidad.
Todo este arduo
trabajo de comunión apunta a la misión. El Espíritu que nos reúne nos empuja a
la misión. Nos hace una Iglesia “en salida” (EG 20 ss).
Nosotros lo hemos
formulado así: una Iglesia y una pastoral “cercanas a la vida”, especialmente
de los más pobres, frágiles y olvidados.
En la Carta pastoral
2014 he indicado cuatro senderos para concretar este ideal: la escucha de la Palabra,
la revitalización de los Consejos de pastoral, la pastoral juvenil y la
familiar.
Les propongo lo que
he recogido de ustedes. Al menos, lo que he interpretado al escucharlos.
Sin embargo, Dios es
siempre más grande. Él no deja de sorprendernos. También para eso recibimos la
unción del Santo: para estar atentos al Dios que vive y actúa incluso en la vorágine
de la vida moderna. El Dios encarnado está donde están sus hijos.
Salgamos entonces a
buscarlo, sin temor a nuestras fragilidades y miserias. Dios se revela a los
pobres, también a los que somos torpes y lentos.
Los perfeccionistas
pueden seguir esperando. Nosotros nos dejamos llevar por el Espíritu para
reconocer al Dios tres veces santo en la imperfección que es propia de todo lo
humano.
No dejamos de
preguntarle: ¿Qué quieres de nosotros Señor de la historia? ¿A dónde tenemos
que ir para buscarte y proclamarte? Háblanos, Señor, que queremos escucharte.
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El beato Juan Pablo
II llamó a la Iglesia: “misterio de comunión trinitaria en tensión misionera” (Pdv 12).
Esta imagen ilumina
la vida de nuestro Presbiterio, también uno y diverso.
La dedicación de por
vida a la diócesis de los presbíteros seculares se complementa con los carismas
y movilidad misionera de los religiosos.
También somos
distintos por edad, procedencia, personalidad y formación, sensibilidad espiritual
o teológica. Tenemos miradas diversas para los mismos desafíos. Salvando la
sustancial unidad de la fe no pensamos igual sobre muchas cosas opinables.
Puede incluso que
nuestro caminar como Presbiterio haya dejado cicatrices más o menos profundas.
No somos ángeles. Lo reconocemos con simplicidad delante del Buen Samaritano.
¿Cuál es el
dinamismo de la unción en nuestra fraternidad sacerdotal?
En la ordenación
fuimos ungidos con la unción del Buen Pastor para tener sus mismos sentimientos
y prolongar sus manos que bendicen y su rostro misericordioso. Juntos somos el
signo del Buen Pastor en esta Iglesia diocesana.
También a nosotros
el Espíritu nos empuja a la comunión y a la misión. ¿Qué es el Presbiterio
diocesano sino el cuerpo apostólico cuya pasión dominante es llevar el
Evangelio hasta el último rincón de la diócesis?
Queridos hermanos:
el Espíritu trabaja en nuestro interior para enriquecer nuestros vínculos.
Vuelvo a la imagen del papa Francisco: acaricia incluso nuestras dificultades
para que aprendamos a vivirlas con el
Evangelio en la mano.
Ahora bien, es
trabajo del Espíritu. Por tanto, es gracia que jamás suple ni violenta ni
mortifica nuestra libertad personal. La trabaja pacientemente para que se abra,
paso a paso, al don de la comunión y la misión.
Por eso, como obispo
me animo a proponerles una perspectiva de largo alcance: miremos juntos con los
ojos compasivos y apasionados de Jesús la realidad de nuestro pueblo y nuestra
propia comunión apostólica.
Seamos un
“Presbiterio en salida”: salgamos de nosotros mismos y arriesguémonos a vivir a
la intemperie. Allí nos espera el Señor. Así se vive la comunión, la
fraternidad y la misión. Escuchemos una vez más el clamor de quienes anhelan la
esperanza del Evangelio.
Que no nos puedan
nuestros complejos, timideces o mezquindades. Y si nos pueden, sepamos que
tenemos hermanos que no vienen a juzgarnos sino a darnos una mano. ¿Quién de
nosotros no ha estado caído y no ha necesitado la ayuda fraterna para
levantarse y seguir caminando?
Miremos al
Resucitado que no deja de alentar su Espíritu sobre nosotros.
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Queridos hermanos y
hermanas laicos, pastores y consagrados:
En torno al altar,
presididos por el obispo, somos la Iglesia de Cristo. Iglesia en oración, adorante
y peregrina. La manifestación principal del misterio que es la Iglesia
misionera.
María es el mejor
espejo para mirarnos. Toda santa y transfigurada por el Espíritu ella va delante
de nosotros. Con ella, Francisco, Brochero, Juan Pablo II, Juan XXIII y una
innumerable “nube de testigos” que han tejido con su santidad evangélica la
urdimbre de esta Iglesia diocesana.
Hemos recibido la
misma unción que ellos. No. No estamos solos. La unción nos hace familia.
Es hermoso caminar
juntos alentados por el Espíritu de Jesús. Nos espera la Pascua que hace nuevas
todas las cosas. No tengamos miedo.
Amén.