domingo, 27 de abril de 2014

Juan XXIII y Juan Pablo II: dos santos, una Iglesia

Juan XXIII y Juan Pablo II han sido canonizados. De esta manera, la Iglesia católica no solo reconoce que están en el cielo gozando de la visión beatífica, sino que los propone como ejemplos de vida cristiana y autoriza su culto público en toda la Iglesia.

San Juan XXIII y san Juan Pablo II.

La santidad cristiana es, a la vez, una y católica. Es una porque Dios es uno, Cristo es uno y en la unidad está la salvación. La santidad cristiana es una porque es configuración con Jesucristo y perfección de la caridad de Cristo. Esa es su esencia indivisible.

La santidad cristiana es también católica. Porque dada ya en germen en el bautismo se abre paso en cada vida cristiana tomando la fisonomía de cada vocación. Es la santidad de los esposos, de los consagrados y de los pastores. Es la santidad de los doctores, de los mártires y de las vírgenes, no menos que de los místicos, los confesores, varones o mujeres, jóvenes, ancianos o niños. Es la santidad de los que, desde niños conocieron a Cristo, o de los que se convirtieron a Él ya entrados en años y, tal vez, después de una vida de vicio, pecado o simplemente indiferencia.

No hace falta ser un genio para ser santo, tampoco tener una voluntad de hierro o saber a la perfección las ceremonias del culto. Lo que hace santo o santa a una persona es la pujanza del amor de Cristo en su corazón y, desde allí, en toda su existencia: mente, corazón, libertad, sentimientos, actitudes, comportamientos…

Es la santidad de los grandes místicos que viven intensamente la comunión con Dios. Pero también es la santidad de los que llevan hasta las últimas consecuencias el compromiso ético por la verdad, la justicia, la dignidad de los más pobres.

Es la santidad de los hombres y mujeres amantes de la tradición, un poco conservadores y tradicionales, aunque no integristas. O la santidad de los arrojados, los que sueñan con cambiar lo cambiable en la Iglesia, los llamados “progresistas”.

Unos y otros, sin embargo, si son santos aman profundamente a la Iglesia y nunca se sientan en la vereda de enfrente para tirar piedras a los “otros”, a los que califican, desde su soberbia, como estúpidos, poco evangélicos, mundanos o vaya a saber qué calificativo inventado por la imaginación del odio, siempre activa y despierta.

Es la santidad de san Juan XXIII y de san Juan Pablo II, tan diversos y tan unidos. Es la santidad de dos papas en la única Iglesia de Cristo, una, santa, católica y apostólica. También romana.


Hoy es un día de alegría para todos. 

domingo, 20 de abril de 2014

Mensaje pascual 2014

“Ha resucitado de entre los muertos, e irá antes que ustedes a Galilea: allí lo verán” (Mt 28,5-7)

Este es el anuncio pascual que, desde hace dos mil años, recorre el mundo. La fe cristiana es básicamente fe en el poder de Dios que vence la muerte.

Dios es amigo de la vida, por eso, “resurrección” es su palabra definitiva sobre todo ser humano. Lo fue para Jesús, su Hijo hecho hombre. Lo es también para cada uno de nosotros, hechos del barro de la tierra, pero también portadores del soplo divino.

“Resurrección” es la expectativa más secreta del corazón humano. No ha quedado frustrada. Se ha cumplido en Jesús como promesa para toda la humanidad.

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Como obispo diocesano es la primera vez que les dirijo un saludo pascual. Lo hago con gratitud y alegría. El ministerio pastoral es, sobre todo, servicio a este anuncio gozoso que ha cambiado para siempre la historia humana.

Permítanme, por tanto, decirles con fuerza: ¡Jesús ha resucitado de entre los muertos! ¡La tumba está vacía! ¡La muerte no tuvo la última palabra!

El Padre, cuyo rostro misericordioso Jesús había presentado a los pobres y a los pecadores; ese mismo al que Jesús se confió a lo largo de su vida, especialmente en la hora oscura de la pasión, este Padre lo ha resucitado por la fuerza de su Espíritu.

Los invito entonces a la fe, a confiarnos también nosotros a ese Dios amigo de la vida que resucita a los muertos.

Arrojemos lejos toda forma de tristeza, de complejo, de depresión, de indiferencia. ¡Jesús ha resucitado y vive en medio de nosotros!

La vida es una fiesta para celebrar con alegría. Para vivirla como la vivió Jesús: en la alegría por la cercanía y ternura de Dios; en el servicio a los más pobres y débiles; en el perdón y la mano tendida a todos los pecadores.

Queridos hermanos y amigos: Cristo ha resucitado y no hay nada en nosotros que escape a su poder de Resucitado. Con Él resucitamos también nosotros a una vida nueva.

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¡Vivamos entonces como discípulos del Resucitado!

Volvamos a cantar el Aleluya de la Pascua, no solo con nuestros labios sino con nuestra vida transfigurada. No solo en la liturgia de la Misa sino en esa Misa prolongada que es nuestra vida de todos los días.

Digámosle sí a la vida, en todas sus formas, pero especialmente allí donde es más frágil, débil o desamparada: en los no nacidos, en los niños, en los enfermos, en los que están solos, en los ancianos, en los que están pasando un mal momento, en los que sufren por alguna adicción.

Digámosle sí a la esperanza, porque el amor de Dios es más fuerte y es el verdadero poder que transforma el mundo. Es la esperanza que ha de animar el camino de los jóvenes que pueden experimentar en Jesús resucitado que la vida tiene sentido, que vale la pena darlo todo, y que no hay fracaso que pueda detener el poder que se manifestó en la Pascua.

Digámosle sí a todo lo que es humano: al amor, al gusto por la vida, a la belleza; a vivir honestamente no por temor a la ley sino porque así somos realmente felices; a luchar por una sociedad más justa; a salir del encierro y vivir en plenitud los vínculos que nos unen, incluso en medio de las dificultades, los encontronazos y las divergencias.

Digámosle sí a la cultura del encuentro, sabiendo que la unidad es siempre mayor que todo conflicto, y que los proyectos que más benefician a los pueblos son los que se construyen entre todos, con infinita paciencia, y pasión por el bien, la justicia y la solidaridad.

*   *   *

La liturgia de la noche de Pascua se inicia con el templo en penumbras. Se enciende el cirio pascual y esa pequeña luz, vacilante y humilde, va contagiando a todos hasta hacer que la oscuridad sea vencida por centenares de luces en las manos de los fieles.

Que así se expanda también el testimonio del Señor resucitado. Seamos luz para este mundo nuestro que ansía ver la claridad del Rostro de Cristo, vencedor de la muerte.

Salgamos también nosotros a buscar a Jesús que vive en nuestros hermanos. Como esperó a los suyos en Galilea, también Él nos espera a nosotros allí dónde hay un ser humano que anhela una vida mejor. Allí lo veremos.


¡Muy feliz Pascua de Resurrección para todos!

viernes, 18 de abril de 2014

Viernes Santo de la Pasión del Señor

Un antiguo dicho cristiano reza: “Stat crux, dum orbis volvitur” (“La cruz permanece erguida, mientras el mundo se revuelve”).
La firmeza de la cruz de Cristo es la firmeza del amor, no la de la prepotencia, la rigidez o la tozudez.
Es la firmeza de la verdad que no necesita ser impuesta, sino que tiene, en sí misma, luz para conquistar mentes y corazones.
Es la firmeza de la libertad de Dios, no como capricho egoísta, sino como decisión de jugarse todo entero por su criatura.
Es la firmeza de la mansedumbre, de la paciencia y de la humildad, sin las cuales es imposible convivir o emprender la lucha por el bien y la justicia.
Esa es la salvación que Dios ha ofrecido al mundo: plantar en medio de la inestabilidad, fragilidad y caducidad de todo lo humano la indestructible firmeza de su amor y de su fidelidad.
Frente a la arrogancia del pecado, Dios ha correspondido con la mansedumbre de su amor, paciente y humilde, capaz de hacerse cargo del dolor y del sufrimiento ajeno.
La cruz de Cristo, Dios hecho hombre, ha expiado el pecado del mundo.
Por eso la adoramos y la veneramos. Por eso, ella es el santo y seña de todo lo cristiano.
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En ocasiones nos sorprende el poder abrumador del mal, incluso el que habita en nuestro corazón: suciedad dentro de la Iglesia, corrupción en dirigentes y ciudadanos comunes; difusión de adicciones y de quienes comercian con ellas; desprecio por la ley y toda norma de convivencia; reducción de la ética a la prevalencia de los propios deseos individuales; violencia arraigada en las calles y en los corazones; avance de la cultura de la muerte; desarticulación de los vínculos humanos básicos (amistad, matrimonio, familia), sustituyéndolos por relaciones débiles, provisorias y un largo etcétera…
Cuando una persona, una familia o una sociedad enfrentan semejantes situaciones tienen delante desafíos de largo aliento.
¿Dónde encontrar la fuerza para la empresa de superarlos?
Jesús nos enseñó a pedir: “Padre nuestro… no nos dejes caer en la tentación, sino líbranos del mal”.
En la cruz, Dios Padre ha respondido a esta súplica angustiosa del mundo.
Cristo crucificado es la fuerza de Dios para no caer en la tentación, para librarnos de la seducción del mal y del maligno.
A ella nos volvemos como escuela de vida. “Pues todo aquel que quiera llevar una vida perfecta -enseña Santo Tomás de Aquino- no necesita hacer otra cosa que despreciar lo que Cristo despreció en la cruz y apetecer lo que Cristo apeteció. En la cruz hallamos el ejemplo de todas las virtudes” (Conferencia 6 sobre el Credo).
¿Qué virtudes apetecer? Amar a todos, amigos y enemigos. Paciencia frente a las adversidades y fortaleza para sostener proyectos de largo alcance. Humildad y obediencia a Dios y su ley.
Desprecio del egoísmo mundano. Prosigue Santo Tomás: “No te aficiones a los vestidos y riquezas, ya que se reparten mi ropa; ni a los honores, ya que él experimentó las burlas y azotes; ni a las dignidades, ya que, entretejiendo una corona de espinas, la pusieron sobre mi cabeza; ni a los placeres, ya que para mi sed me dieron vinagre (ídem).
Acerquémonos a la cruz, nosotros que somos débiles. Que ella nos dé la firmeza del amor humilde de Cristo. Que ella nos enseñe a vivir y a luchar por la vida.

Amén.

jueves, 17 de abril de 2014

Jueves Santo de la Cena del Señor

Con esta Misa de la Cena del Señor iniciamos la celebración anual de la Pascua cristiana.

Entramos con Jesús y los apóstoles en el Cenáculo. En la cena y después de ella, el Señor protagoniza unos gestos y dice unas palabras que son los más sagrados de nuestra fe.

Con ellos, el mismo Jesús adelanta la entrega de su pasión ante unos discípulos sorprendidos, que no terminan de comprender del todo lo que están viviendo.

Será el Espíritu en Pentecostés quien les recordará y les mostrará la verdad encerrada en estos gestos y palabras del Señor.

Los invito a meditar sobre ellos y su significado.

Los gestos son cuatro: tomó el pan y después la copa; pronunció la oración de bendición y acción de gracias; partió el pan; entregó ambos para que los discípulos comieran y bebieran de ellos.

Expresan tres cosas inseparables: la entrega que Jesús está haciendo de su propia persona por nosotros y nuestra salvación; teniendo al Padre como origen y destino de esta entrega; invitando a los suyos a entrar en comunión con Él y su sacrificio.

Las palabras expresan y rubrican el sentido de los gestos. Si para un judío partir el pan es expresión de la vida como bendición de Dios, ahora ese pan partido expresa el amor hasta el fin de Jesús.

La copa que pasa de mano en mano al final de la cena simboliza, contiene y expresa la comunión de todos en la Sangre que, al ser derramada, perdona los pecados y funda la nueva y eterna Alianza entre Dios y los hombres.

La Iglesia es invitada por su Señor a hacer memoria de esta entrega sacrificial para anunciar su muerte hasta que Él vuelva.

Por eso celebramos la Eucaristía: no por iniciativa nuestra si no en obediencia al mandato divino de Jesús.

La Eucaristía no es nuestra (ni del papa, ni del obispo, ni del sacerdote ni de la comunidad). La Eucaristía es siempre del Señor.
Hoy la celebramos porque la hemos recibido de Él y de los que antes han creído en Él, como el apóstol Pablo testimonia.

La liturgia se recibe. Es don. Contiene el don supremo de Dios al mundo: su Hijo único, hecho hombre y sacrificado por nosotros.

¿Con qué disposición interior tengo que llegar a la sagrada Eucaristía? ¿Cómo me debo preparar para celebrarla dignamente?

Olvidándome de mí mismo. Abriéndome al don de Cristo. 
Predisponiendo mi corazón para la acción de gracias, la adoración y la alabanza. Saliendo de nosotros mismos.

De ahí la sabia pedagogía de la liturgia: primero escuchar la Palabra; después, levantar el corazón, volver la mirada al Señor y bendecir al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo.

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San Juan nos relata otro gesto del Señor: al finalizar la cena, Jesús se levantó de la mesa, se ató una toalla a la cintura y se puso a lavar los pies de los suyos (cf. Jn 13,1-5).

Juan introduce este hecho con palabras solemnes: “Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Jn 13,1).

No nos extendamos más. Digámoslo de una sola vez: los cristianos no podemos celebrar la Eucaristía sino como memoria de este servicio humilde y salvador de Jesús que nos ha purificado entregándose todo entero a sí mismo.

En la Eucaristía, y en toda la liturgia, somos alcanzados por este servicio de Jesús. Sí, Jesús sigue purificando a su Iglesia porque la quiere para sí “resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada” (Ef 5,27).

El gesto humilde de servicio de Jesús presente en cada Eucaristía, sacude e interpela, critica y estorba a este un mundo nuestro, embrutecido porque ha puesto en la cima de todo el dinero, el placer y el poder.

El memorial del sacrificio pascual de Jesús tiene una potencia transformadora de todo, porque contiene el amor de Dios hasta el extremo de la muerte en cruz.

Por eso, los enfermos, los humildes, los pobres y sencillos saben que la Eucaristía tiene esa fuerza interior, que no tiene ningún poder de este mundo.

A su modo, lo saben también los pecadores. He encontrado hermanos que, por alguna razón dolorosa no pueden comulgar, pero tienen una nostalgia de la Eucaristía que me pone colorado.

Por eso el Tentador, que busca siempre destruir la obra de Dios, echa mano de una estrategia infalible: separar a los bautizados de la Eucaristía, extinguir el amor por ella, minimizar el estupor y el santo temor ante la Presencia, sustituyéndolos por la banalidad, la rutina o incluso la chabacanería.

Por eso, la pastoral de la Iglesia en este mundo secularizado y pagano insiste en que redescubramos el sentido profundo de la Eucaristía, especialmente el domingo como sello y garantía de nuestra fidelidad a Jesús, a su Evangelio y al Reino de Dios.

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Tampoco podemos celebrar la Eucaristía sin prolongarla en nuestra propia vida.

La Eucaristía es para transformar nuestra vida de todos los días. Es la vida de Jesús entregada para que nosotros también entreguemos nuestras vidas por Él, con Él y en Él.

Contiene el amor hasta el extremo de Jesús hecho servicio humilde. Celebrar la Eucaristía es, para nosotros, un llamado a la “coherencia eucarística” en todos los aspectos de nuestra existencia.

San Juan lo dirá con palabras simples y lapidarias: “¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve?” (1 Jn 4,20).

La vida cristiana se extingue, tanto si abandonamos la Eucaristía como si nos encerramos en nosotros mismos, desoyendo el grito de auxilio de nuestros hermanos más necesitados.

En la vida de Jesús, la Eucaristía es inseparable de sus gestos de cercanía y de comunión con los niños, los enfermos, los pobres, los pecadores públicos, los alejados.

Ese debe ser también el ritmo de nuestra vida cristiana, tanto para nuestra Iglesia diocesana, como para cada una de nuestras parroquias, colegios, movimientos o comunidades: Eucaristía y vida, ambas expresión del amor hasta el fin, del servicio humilde y del trabajo paciente por la paz y la reconciliación.

El deterioro de nuestra sociedad es profundo. No es solo político, ni siquiera moral. Es espiritual. Lo que se está corrompiendo es el alma que une desde dentro y da unidad a toda nuestra vida social.
Estamos matando el sentido de lo que es bueno, justo y verdadero. Estamos dando a luz una sociedad que vive a espaldas de Dios y, lentamente también, a espalda de todo lo humano.

La Eucaristía y una vida genuinamente eucarística es el mejor antídoto que los cristianos podemos ofrecer a toda la sociedad.

Antes de exigir a los demás, vivamos nosotros en fidelidad a Jesús que en la última Cena, en los gestos sobre el pan y el vino y en el lavatorio de los pies resumió toda su existencia, nos dio el sacramento de la caridad y nos invitó a seguir su ejemplo.

Seamos testigos creíbles del amor de Cristo.

Así sea. 

domingo, 13 de abril de 2014

Domingo de Ramos

“Les aseguro que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta el día en que beba con ustedes el vino nuevo en el Reino de mi Padre” (Mt 26,29).

De cara a su pasión, Jesús mira hacia el futuro.

Sabe bien qué se le viene encima. No es ni ingenuo, ni inconsciente, ni tonto. Sabe bien que la cuerda está tensa y a punto de romperse. Él mismo, al expulsar los vendedores del templo, ha sellado su suerte.

Había invitado a seguirlo dispuestos a cargar la cruz. Ahora, la cruz comienza a dibujarse en el horizonte de su propia vida.

Y Jesús mira hacia delante, hacia el futuro, hacia el Reino. Mira, como ha hecho siempre, al Padre. Ese es “su” futuro: el Padre.

Toda su vida y ministerio público han sido un servicio al Reinado de Dios, especialmente entre los últimos: los enfermos, los endemoniados, los leprosos, los pecadores, resucitando al hijo de la viuda o su amigo Lázaro.

Sirvió al Reino predicando, caminando, curando, perdonando y resucitando. Ahora lo servirá entregando totalmente su persona.

Para eso ha subido a Jerusalén, entrando en ella, humilde y pobre, montado en un burro. No lo engañan las aclamaciones.

Jesús sabe que está a punto de padecer en manos de sus enemigos, pero sabe con una ciencia mucho más honda en las manos de Quién está: en las manos de Aquel a quien Él mismo llama “mi Abba” (mi Padre), cuyo Nombre santo y lleno de ternura ha puesto en labios de los pobres y pecadores.

Nos enseñó a invocarlo así: “Padre nuestro…”

Recordemos ahora algunas palabras de Jesús dichas al inicio de su ministerio, cuando todavía la pasión parecía lejana. Decía:

No se inquieten entonces, diciendo: «¿Qué comeremos, qué beberemos, o con qué nos vestiremos?». Son los paganos los que van detrás de estas cosas. El Padre que está en el cielo sabe bien que ustedes las necesitan. Busquen primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura. No se inquieten por el día de mañana; el mañana se inquietará por sí mismo. A cada día le basta su aflicción. (Mt 6,31-34)

Ahora es el mismo Jesús el que tiene que vivir a fondo este buscar primero el Reino, porque lo demás (la vida y la resurrección) serán la añadidura. Ahora llega la hora de la aflicción para Él.

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Queridos hermanos y hermanas:

Al entrar en la Semana Santa, también nosotros, con Jesús y como Él miremos hacia el futuro.

Recordamos su entrada en Jerusalén como primer acto de su gloriosa Pasión. Pero no lo hacemos para quedarnos fijos en el pasado.

Miremos esa copa generosa de vino nuevo que Jesús compartirá con nosotros en el Reino del Padre.

Miremos también nosotros el futuro de Dios. El futuro que es Dios nuestro Padre, en cuyas manos están la vida y la resurrección.

Reavivemos la esperanza. Y una esperanza activa, mucho más potente que la mera resignación.

De esa confianza esperanzada nació la Eucaristía que hoy alimenta nuestro caminar y todas las luchas más genuinas del ser humano: la lucha por la justicia, por la amistad entre las personas, las sociedades y los pueblos; la lucha contra toda forma de violencia, teniendo el coraje del perdón y de la reconciliación.

Jesús compartirá con todos el vino nuevo de la vida en el Reino del Padre. Ese es nuestro destino, y el de toda la humanidad.

Llevar esa esperanza al mundo desanimado por el encierro del egoísmo es la misión que se nos confía y que nos recordará, cada día, el ramo de olivo que llevaremos a nuestras casas.


Tengamos así una fecunda Semana Santa. 

Amén

viernes, 11 de abril de 2014

Misa crismal 2014

Nos hemos reunido para celebrar esta sagrada Eucaristía en la que serán bendecidos los santos Óleos y el Crisma.

Es la Misa crismal, una de las principales celebraciones en la vida diocesana. Una imagen usada por el Concilio Vaticano II puede ayudarnos a vivirla intensamente:

Conviene que todos tengan en gran aprecio la vida litúrgica de la diócesis en torno al Obispo, sobre todo en la Iglesia catedral; persuadidos de que la principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas, particularmente en la misma Eucaristía, en una misma oración, junto al único altar donde preside el Obispo, rodeado de su presbiterio y ministros. (SC 41)
Esto es lo que quiero subrayar: “la principal manifestación de la Iglesia” acontece en torno a un único altar: allí, el pueblo, los ministros sagrados y el obispo. Como ahora, en este momento: una misma Eucaristía, una misma oración, una misma Iglesia.

La liturgia es la escuela donde el Concilio aprendió el misterio de la Iglesia cuya amplitud desplegó después en los demás documentos. 

Es en la liturgia donde el pueblo de Dios escucha la Palabra, vuelve sus ojos al Señor y lo glorifica como Él quiere; sale de sí para abrirse en adoración y alabanza; se descubre templo del Espíritu y cuerpo místico de Cristo; recibe el impulso misionero para llevar la esperanza del Evangelio al mundo.

En la noble sencillez del rito nos las que tenemos ver con la santidad inefable del Dios tres veces santo: “¿Cómo voy a abandonarte, Efraím? … Mi corazón se subleva dentro de mí y se enciende toda mi ternura… Porque yo soy Dios, no un hombre; soy el Santo en medio de ti, y no vendré con furor” (Os 11,8a.d.9b).

Así hablaba el profeta, eso que no había conocido lo que nosotros: el pesebre, la cruz y la tumba vacía, la revolución de la ternura divina. Gracia inmerecida, vida en abundancia, expiación del pecado y absolución del pecador.

Por eso la liturgia es acción sagrada por excelencia, contiene y expresa lo más sagrado que ha conocido la frágil historia humana: el sacrificio pascual de Jesús. ¡Cómo no adorar!
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La Iglesia tiene como vocación propia abrirse y abrir el mundo a la adoración y a la alabanza.

¡Cómo quisiéramos que cada bautizado -niño, joven y adulto- fuera como Moisés: un amigo de Dios que habla con Él cara a cara, o como Elías en la hendidura de la montaña que percibe el paso del Señor en la brisa ligera!

Para eso recibimos la unción interior del Santo, expresada visiblemente en el Crisma que vamos a bendecir y que será usado en la liturgia sacramental.

Es la unción que ha recibido Jesucristo en la encarnación y en el bautismo en el Jordán. En la pascua, el Espíritu transfiguró su humanidad, convirtiéndola en fuente de vida para todos.

Así, quedó constituido Cabeza de la Iglesia. Y desde la Cabeza, la unción se derrama sobre todo el cuerpo.

Recibimos la misma unción de Cristo para ser cristianos, es decir: “otros Cristos”. Su unción en nosotros. Su ser Hijo amado en nosotros. Su alegría y su consuelo en nosotros.

Es un don gratuito y generoso que reclama nuestra respuesta libre, también gratuita y generosa. Porque esa unción toca el corazón y, desde allí, busca determinarlo todo: conciencia, sentimientos, libertad, comportamientos.

Ser cristiano supone siempre estas tres cosas: asimilación personal de la llamada al seguimiento, incorporación cordial al pueblo de Dios, salir al mundo como testigos y misioneros.

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Todo esto acontece en el seno de una Iglesia particular.

Reunida por el Espíritu, la Iglesia diocesana es sin más la Iglesia de Cristo en un lugar y espacio concretos.
Comunión y misión marcan la respiración del cuerpo viviente de la Iglesia particular.

Acoger el don de la comunión y la fraternidad; buscar empecinadamente ser hermanos; compartir sueños y proyectos; aprender a miranos a la cara y a escucharnos con franqueza; madurar criterios y senderos comunes; no esconder los problemas por agudos que sean, sino aprender a tratarlos bien, como dice el papa Francisco, porque la unidad es superior al conflicto.

Para este camino se requiere mucha humildad y la disposición de nunca dejar de aprender. Mientras mayor es nuestro servicio, mayor nuestra disponibilidad.

Esa es la meta nunca alcanzada del todo en la vida de una Iglesia particular. En nuestro Plan de Pastoral hemos hecho una explícita opción por este modo de vivir la comunión. A eso nos empuja el Espíritu que nos da unidad en la diversidad.

Todo este arduo trabajo de comunión apunta a la misión. El Espíritu que nos reúne nos empuja a la misión. Nos hace una Iglesia “en salida” (EG 20 ss).

Nosotros lo hemos formulado así: una Iglesia y una pastoral “cercanas a la vida”, especialmente de los más pobres, frágiles y olvidados.

En la Carta pastoral 2014 he indicado cuatro senderos para concretar este ideal: la escucha de la Palabra, la revitalización de los Consejos de pastoral, la pastoral juvenil y la familiar.

Les propongo lo que he recogido de ustedes. Al menos, lo que he interpretado al escucharlos. 

Sin embargo, Dios es siempre más grande. Él no deja de sorprendernos. También para eso recibimos la unción del Santo: para estar atentos al Dios que vive y actúa incluso en la vorágine de la vida moderna. El Dios encarnado está donde están sus hijos.

Salgamos entonces a buscarlo, sin temor a nuestras fragilidades y miserias. Dios se revela a los pobres, también a los que somos torpes y lentos.

Los perfeccionistas pueden seguir esperando. Nosotros nos dejamos llevar por el Espíritu para reconocer al Dios tres veces santo en la imperfección que es propia de todo lo humano.

No dejamos de preguntarle: ¿Qué quieres de nosotros Señor de la historia? ¿A dónde tenemos que ir para buscarte y proclamarte? Háblanos, Señor, que queremos escucharte.

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El beato Juan Pablo II llamó a la Iglesia: “misterio de comunión trinitaria en tensión misionera” (Pdv 12).
Esta imagen ilumina la vida de nuestro Presbiterio, también uno y diverso.

La dedicación de por vida a la diócesis de los presbíteros seculares se complementa con los carismas y movilidad misionera de los religiosos.

También somos distintos por edad, procedencia, personalidad y formación, sensibilidad espiritual o teológica. Tenemos miradas diversas para los mismos desafíos. Salvando la sustancial unidad de la fe no pensamos igual sobre muchas cosas opinables.

Puede incluso que nuestro caminar como Presbiterio haya dejado cicatrices más o menos profundas. No somos ángeles. Lo reconocemos con simplicidad delante del Buen Samaritano.

¿Cuál es el dinamismo de la unción en nuestra fraternidad sacerdotal?

En la ordenación fuimos ungidos con la unción del Buen Pastor para tener sus mismos sentimientos y prolongar sus manos que bendicen y su rostro misericordioso. Juntos somos el signo del Buen Pastor en esta Iglesia diocesana.

También a nosotros el Espíritu nos empuja a la comunión y a la misión. ¿Qué es el Presbiterio diocesano sino el cuerpo apostólico cuya pasión dominante es llevar el Evangelio hasta el último rincón de la diócesis?

Queridos hermanos: el Espíritu trabaja en nuestro interior para enriquecer nuestros vínculos. Vuelvo a la imagen del papa Francisco: acaricia incluso nuestras dificultades para que aprendamos a vivirlas con el 
Evangelio en la mano.

Ahora bien, es trabajo del Espíritu. Por tanto, es gracia que jamás suple ni violenta ni mortifica nuestra libertad personal. La trabaja pacientemente para que se abra, paso a paso, al don de la comunión y la misión.

Por eso, como obispo me animo a proponerles una perspectiva de largo alcance: miremos juntos con los ojos compasivos y apasionados de Jesús la realidad de nuestro pueblo y nuestra propia comunión apostólica.

Seamos un “Presbiterio en salida”: salgamos de nosotros mismos y arriesguémonos a vivir a la intemperie. Allí nos espera el Señor. Así se vive la comunión, la fraternidad y la misión. Escuchemos una vez más el clamor de quienes anhelan la esperanza del Evangelio.

Que no nos puedan nuestros complejos, timideces o mezquindades. Y si nos pueden, sepamos que tenemos hermanos que no vienen a juzgarnos sino a darnos una mano. ¿Quién de nosotros no ha estado caído y no ha necesitado la ayuda fraterna para levantarse y seguir caminando?

Miremos al Resucitado que no deja de alentar su Espíritu sobre nosotros.

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Queridos hermanos y hermanas laicos, pastores y consagrados:

En torno al altar, presididos por el obispo, somos la Iglesia de Cristo. Iglesia en oración, adorante y peregrina. La manifestación principal del misterio que es la Iglesia misionera.

María es el mejor espejo para mirarnos. Toda santa y transfigurada por el Espíritu ella va delante de nosotros. Con ella, Francisco, Brochero, Juan Pablo II, Juan XXIII y una innumerable “nube de testigos” que han tejido con su santidad evangélica la urdimbre de esta Iglesia diocesana.

Hemos recibido la misma unción que ellos. No. No estamos solos. La unción nos hace familia.

Es hermoso caminar juntos alentados por el Espíritu de Jesús. Nos espera la Pascua que hace nuevas todas las cosas. No tengamos miedo.


Amén.