viernes, 18 de abril de 2014

Viernes Santo de la Pasión del Señor

Un antiguo dicho cristiano reza: “Stat crux, dum orbis volvitur” (“La cruz permanece erguida, mientras el mundo se revuelve”).
La firmeza de la cruz de Cristo es la firmeza del amor, no la de la prepotencia, la rigidez o la tozudez.
Es la firmeza de la verdad que no necesita ser impuesta, sino que tiene, en sí misma, luz para conquistar mentes y corazones.
Es la firmeza de la libertad de Dios, no como capricho egoísta, sino como decisión de jugarse todo entero por su criatura.
Es la firmeza de la mansedumbre, de la paciencia y de la humildad, sin las cuales es imposible convivir o emprender la lucha por el bien y la justicia.
Esa es la salvación que Dios ha ofrecido al mundo: plantar en medio de la inestabilidad, fragilidad y caducidad de todo lo humano la indestructible firmeza de su amor y de su fidelidad.
Frente a la arrogancia del pecado, Dios ha correspondido con la mansedumbre de su amor, paciente y humilde, capaz de hacerse cargo del dolor y del sufrimiento ajeno.
La cruz de Cristo, Dios hecho hombre, ha expiado el pecado del mundo.
Por eso la adoramos y la veneramos. Por eso, ella es el santo y seña de todo lo cristiano.
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En ocasiones nos sorprende el poder abrumador del mal, incluso el que habita en nuestro corazón: suciedad dentro de la Iglesia, corrupción en dirigentes y ciudadanos comunes; difusión de adicciones y de quienes comercian con ellas; desprecio por la ley y toda norma de convivencia; reducción de la ética a la prevalencia de los propios deseos individuales; violencia arraigada en las calles y en los corazones; avance de la cultura de la muerte; desarticulación de los vínculos humanos básicos (amistad, matrimonio, familia), sustituyéndolos por relaciones débiles, provisorias y un largo etcétera…
Cuando una persona, una familia o una sociedad enfrentan semejantes situaciones tienen delante desafíos de largo aliento.
¿Dónde encontrar la fuerza para la empresa de superarlos?
Jesús nos enseñó a pedir: “Padre nuestro… no nos dejes caer en la tentación, sino líbranos del mal”.
En la cruz, Dios Padre ha respondido a esta súplica angustiosa del mundo.
Cristo crucificado es la fuerza de Dios para no caer en la tentación, para librarnos de la seducción del mal y del maligno.
A ella nos volvemos como escuela de vida. “Pues todo aquel que quiera llevar una vida perfecta -enseña Santo Tomás de Aquino- no necesita hacer otra cosa que despreciar lo que Cristo despreció en la cruz y apetecer lo que Cristo apeteció. En la cruz hallamos el ejemplo de todas las virtudes” (Conferencia 6 sobre el Credo).
¿Qué virtudes apetecer? Amar a todos, amigos y enemigos. Paciencia frente a las adversidades y fortaleza para sostener proyectos de largo alcance. Humildad y obediencia a Dios y su ley.
Desprecio del egoísmo mundano. Prosigue Santo Tomás: “No te aficiones a los vestidos y riquezas, ya que se reparten mi ropa; ni a los honores, ya que él experimentó las burlas y azotes; ni a las dignidades, ya que, entretejiendo una corona de espinas, la pusieron sobre mi cabeza; ni a los placeres, ya que para mi sed me dieron vinagre (ídem).
Acerquémonos a la cruz, nosotros que somos débiles. Que ella nos dé la firmeza del amor humilde de Cristo. Que ella nos enseñe a vivir y a luchar por la vida.

Amén.

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