Un antiguo dicho cristiano reza: “Stat crux, dum
orbis volvitur” (“La cruz permanece erguida, mientras el mundo se revuelve”).
La firmeza de la cruz de Cristo es la firmeza del
amor, no la de la prepotencia, la rigidez o la tozudez.
Es la firmeza de la verdad que no necesita ser
impuesta, sino que tiene, en sí misma, luz para conquistar mentes y corazones.
Es la firmeza de la libertad de Dios, no como
capricho egoísta, sino como decisión de jugarse todo entero por su criatura.
Es la firmeza de la mansedumbre, de la paciencia y
de la humildad, sin las cuales es imposible convivir o emprender la lucha por
el bien y la justicia.
Esa es la salvación que Dios ha ofrecido al mundo:
plantar en medio de la inestabilidad, fragilidad y caducidad de todo lo humano
la indestructible firmeza de su amor y de su fidelidad.
Frente a la arrogancia del pecado, Dios ha
correspondido con la mansedumbre de su amor, paciente y humilde, capaz de
hacerse cargo del dolor y del sufrimiento ajeno.
La cruz de Cristo, Dios hecho hombre, ha expiado
el pecado del mundo.
Por eso la adoramos y la veneramos. Por eso, ella
es el santo y seña de todo lo cristiano.
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En ocasiones nos sorprende el poder abrumador del
mal, incluso el que habita en nuestro corazón: suciedad dentro de la Iglesia, corrupción en dirigentes y
ciudadanos comunes; difusión de adicciones y de quienes comercian con ellas;
desprecio por la ley y toda norma de convivencia; reducción de la ética a la
prevalencia de los propios deseos individuales; violencia arraigada en las
calles y en los corazones; avance de la cultura de la muerte; desarticulación
de los vínculos humanos básicos (amistad, matrimonio, familia), sustituyéndolos
por relaciones débiles, provisorias y un largo etcétera…
Cuando una persona, una familia o una sociedad enfrentan
semejantes situaciones tienen delante desafíos de largo aliento.
¿Dónde encontrar la fuerza para la empresa de
superarlos?
Jesús nos enseñó a pedir: “Padre nuestro… no nos
dejes caer en la tentación, sino líbranos del mal”.
En la cruz, Dios Padre ha respondido a esta
súplica angustiosa del mundo.
Cristo crucificado es la fuerza de Dios para no
caer en la tentación, para librarnos de la seducción del mal y del maligno.
A ella nos volvemos como escuela de vida. “Pues todo aquel que quiera llevar una vida perfecta
-enseña Santo Tomás de Aquino- no necesita hacer otra cosa que despreciar lo
que Cristo despreció en la cruz y apetecer lo que Cristo apeteció. En la cruz
hallamos el ejemplo de todas las virtudes” (Conferencia 6 sobre el Credo).
¿Qué virtudes apetecer? Amar a todos, amigos y
enemigos. Paciencia frente a las adversidades y fortaleza para sostener proyectos
de largo alcance. Humildad y obediencia a Dios y su ley.
Desprecio del egoísmo mundano. Prosigue Santo Tomás:
“No te aficiones a los vestidos y
riquezas, ya que se reparten mi ropa; ni a los honores, ya que él experimentó
las burlas y azotes; ni a las dignidades, ya que, entretejiendo una corona de
espinas, la pusieron sobre mi cabeza; ni a los placeres, ya que para mi sed me
dieron vinagre (ídem).
Acerquémonos a la cruz, nosotros que somos
débiles. Que ella nos dé la firmeza del amor humilde de Cristo. Que ella nos
enseñe a vivir y a luchar por la vida.
Amén.
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